A pesar de las urgencias del tránsito, el paseo hasta entonces había sido apacible. Lo alteraban sólo la ira de los automovilistas obligados a detenerse detrás del ómnibus, y el infierno de las bocinas, que más de una vez había convencido a Borges de que debía mudarse a un suburbio silencioso. Hasta ese momento de la mañana, cuando eran poco más de las diez, nada había desconcertado aún a los viajeros. Reconocían los puntos del itinerario porque figuraban, aunque con menor detalle, en los manuales escandinavos de turismo.

La primera alteración de la rutina sobrevino cuando, a instancias de la cicerone municipal, se aventuraron a pie por la calle Florida, desde su cruce con la calle Paraguay, siguiendo la ruta que Borges emprendía casi a diario para ir a la Biblioteca Nacional. Todo era distinto a lo que indicaban los relatos de treinta años atrás y aun de lo que decían los prolijos manuales de Copenhague. La calle, que a fines del siglo XIX había sido un paseo elegante y, más tarde, durante la década de 1960, el espacio de las vanguardias, de la locura, de los desafíos a la realidad y al orden, era aquella mañana de sábado una repetición de los rumorosos mercados centroamericanos al aire libre. Cientos de buhoneros extendían, al centro de la calzada, frazadas y paños sobre los que colocaban objetos tan inútiles como vistosos: lápices y peines de tamaño gigantesco, cinturones rectos y rígidos, teteras de loza con el pico levantado hacia el asa, retratos a lápiz que diferían por completo del modelo.

Grete Amundsen, una de las turistas danesas, se detuvo a comprar un mate de madera de cactus, que permitía al agua hirviente escurrirse hacia el exterior apenas era vertida en el recipiente. Mientras examinaba el objeto y admiraba su ingeniería, que le recordaba lo que había leído sobre las mamas de las ballenas, Grete quedó en el centro de un corro que se formó de pronto en la calzada, junto a una pareja de bailarines de tango. Como era la más alta de los excursionistas -calculé, cuando la vi, que medía más de seis pies-, pudo seguir con alarma lo que sucedió como si estuviera en el palco de un teatro. Le pareció que había entrado por error en un sueño equivocado. Vio a sus compañeros alejarse calle abajo. Los llamó con toda la fuerza de sus pulmones, pero no había sonido que se impusiera al fragor de aquella feria matinal. Vio a tres violinistas adelantarse hacia el claro donde estaba prisionera, y los oyó tocar una melodía que no reconoció. Los bailarines de tango dibujaron una coreografía barroca, de la que Grete trató de escapar mientras corría de un lado a otro, sin encontrar fisuras en la muchedumbre cada vez más compacta. Por fin, alguien le abrió paso, pero fue sólo para dejarla encerrada dentro de una segunda muralla humana. Avanzó dando codazos y puntapiés y profiriendo maldiciones de las que sólo se entendía la palabra fuck. No distinguía ya signo alguno de sus amigos. Tampoco reconocía el lugar donde estaba. En el entrevero la habían despojado de la cartera, pero no le quedaba coraje para regresar a buscarla. Los mercaderes que vio al salir del tumulto eran los mismos; la calle, sin embargo, era súbitamente otra. En una sucesión idéntica a la de minutos antes, vio los paños colmados de peines y cinturones, de teteras y colgantes, así como al vendedor de mates, para quien el tiempo no parecía haberse movido. "¿Florida?" , -le preguntó, y el hombre, irguiendo la quijada, señaló el cartel que estaba sobre su cabeza, en el que podía leerse, con toda claridad, Lavalle . "Is not Florida?', -dijo con desconsuelo. "Lavalle", informó el buhonero. "Esto se llama Lavalle”. Grete sintió que el mundo desaparecía. Era su segunda mañana en la ciudad, hasta entonces se había dejado trasladar de un lugar a otro por guías serviciales, y no recordaba el nombre del hotel. ¿Panamericano, Interamericano, Sudamericano? Todo le sonaba igual. Aún retenía en el puño, arrugado, el folleto con el itinerario de la excursión. La alivió aferrarse a esas palabras de las que sólo entendía una, Florida . Siguió, en el tosco mapa, el derrotero de sus amigos: Florida, Perú hasta México. Casa del Escritor. Ex Biblioteca Nacional. Tal vez el ómnibus con los monogramas de McDonald's los esperaba allí, en esa última estación. Vio pasar, a lo lejos, una lenta procesión de taxis. La tarde anterior había aprendido que en Buenos Aires hay más de treinta mil, y que casi todos los choferes intentan demostrar, a la primera ocasión, que son dignos de un trabajo mejor. El que la trasladó desde el aeropuerto al hotel le ofreció una clase sobre superconductividad, en un inglés pasable; otro, por la noche, criticó la idea del pecado en Temor y temblor, de Kierkegaard, o al menos así lo dedujo Grete del título del libro y del disgusto del conductor. La cicerone les explicó que, aunque letrados, algunos taxistas eran peligrosos. Se desviaban del camino, levantaban a un cómplice y desplumaban a los viajeros. ¿Cómo distinguirlos? Nadie lo sabía. Lo más seguro era tomar un vehículo del que alguien se estuviera bajando, pero eso dependía del azar. La ciudad estaba llena de taxis desocupados.

Aun a sabiendas de que no tenía dinero, Grete hizo señas a un chofer joven, de pelo enmarañado. ¿Por dónde querés ir? ¿Preferís el Bajo o la Nueve de Julio?, eran preguntas usuales para las que ya había aprendido la respuesta: "Por donde quiera. Ex Biblouteca Nacional". Sus compañeros de excursión no podían tardar más de una hora. El itinerario era estricto. Cualquiera de ellos le prestaría unos pesos.

Mientras avanzaban, las avenidas iban tornándose más anchas, y el aire, aunque turbado a veces por bolsas de plástico que alzaban súbito vuelo, era más transparente. La radio del taxi transmitía sin cesar órdenes que aludían a una ciudad infinita, inabarcable para Grete: "Federico espera en Rómulo Naón 3873, segundo charlie, doce a quince minutos. Kika en la puerta de Colegio del Pilar, identificar por Kika, siete a diez minutos. A ver, quién está cerca de Práctico Poliza en Barracas, evitar Congreso, alpha cuatro, hay concentración de médicos y cierran el paso por Rivadavia, Entre Ríos, Combate de los Pozos". Y así. Pasaron frente a una solitaria torre roja, en el centro de una plaza, junto a una larga muralla que protegía interminables contenedores de acero. Más allá se extendía un parque, un edificio pesado y sombrío cuyo frente imitaba el Reichstag berlinés, y luego la gigantesca escultura de una flor metálica. A lo lejos, a la izquierda, una torre maciza, sostenida por cuatro columnas de Hércules, parecía ser el punto de llegada.

– Ahí la tenés. La Biblioteca, anunció el taxista.

Condujo el vehículo por la calle Agüero, se detuvo junto a una escalinata de mármol y le indicó que subiera por una rampa hacia la torre.

– Fijáte en el letrero de la entrada, que te confirma el destino, dijo.

–  ¿Could you please wait just one minute?, pidió Grete.

En lo alto de la rampa había una terraza interrumpida por una pirámide trunca, coronada por un extractor de aire. Que el ómnibus del McDonald's no hubiera llegado acentuaba la sensación de vacío y deserción de las cosas. Sólo percibía lo que no estaba y, por lo tanto, ni siquiera se percibía a ella misma. Desde uno de los parapetos de la terraza observó los jardines de enfrente y las estatuas que interrumpían el horizonte. Se trataba de la Biblioteca, la indicación era inequívoca. Sin embargo, la embargaba un sentimiento de extravío. En algún momento de la mañana, tal vez cuando se desplazó sin saber cómo de la calle Florida a la de Lavalle, todos los puntos de la ciudad se le habían enredado. Hasta los mapas que había visto la tarde anterior eran confusos, porque el oeste correspondía invariablemente al norte, y el centro estaba volcado sobre la frontera este.

El taxista se le acercó sin que ella lo advirtiera. Una brisa ligera alborotaba su pelo, ahora enhiesto, electrizado.

– Fijáte allá, a la izquierda, le señaló.

Grete siguió el derrotero de la mano.

– Aquélla es la estatua del papa Juan Pablo II, y la otra, sobre la avenida, la de Evita Perón. También hay un mapa del barrio, ¿ves?, la Recoleta, con el cementerio a un costado.

Entendía los nombres: el papa, ¿the Pope?, Evita. Sin embargo, las figuras eran incongruentes con el lugar. Ambas estaban de espaldas al edificio y a todos sus significados. ¿Sería aquélla, en verdad, la Biblioteca? Ya estaba habituándose a que las palabras estuvieran en un lugar y lo que querían decir en cualquier otro.

Trató de explicar, por señas, su desorientación y su despojo. El lenguaje era insuficiente para exponer algo tan simple, y los movimientos de las manos, más que aclarar los hechos, tendían a modificarlos. Una voz animal habría sido más clara: la emisión de sonidos no modulados que indicaran desesperación, orfandad, pérdida. -Ex Biblouteca, -repetía Grete. Ex, Ex.

– Pero si esto es la Biblioteca, decía el chofer. ¿No ves que estamos acá?

Dos horas más tarde, ante la entrada de la pensión de la calle Garay, mientras contaba la historia a sus compañeros de excursión y yo iba resumiéndola para la encargada y el Tucumano, Grete seguía sin determinar en qué momento habían empezado a entenderse. Fue como un súbito pentecostés, dijo: el don de lenguas descendió y los iluminó por dentro. Tal vez le había señalado al taxista alguna piedra de Roseta en el mapa, tal vez éste supo que la palabra Borges descifraría los códigos y adivinó que la Biblioteca buscada era la extinta y exánime, la ex, una ciudad sin libros que languidecía en el remoto sur de Buenos Aires. Ah, es la otra, le había dicho el joven. Más de una vez he llevado músicos a ese lugar: he llevado violines, clarinetes, guitarras, saxos, fagots, gente que está exorcizando el fantasma de Borges porque él, como vos ya sabrás, era un ciego musical, no distinguía a Mozart de Haydn y detestaba los tangos. No los detestaba, dije, corrigiéndole el dato a Grete cuando lo repitió. Sentía que la inmigración genovesa los había pervertido. Borges ni siquiera apreciaba a Gardel, le había informado el taxista. Una vez fue al cine a ver La ley del hampa, de Josef von Sternberg, en la época que se ofrecían números vivos entre una y otra película. Gardel iba a cantar en ese intervalo y Borges, irritado, se levantó y se fue. Eso es verdad: no le interesaba Gardel, le dije a Grete. Habría preferido oír a uno de esos improvisadores que cantaban en las pulperías de las afueras a comienzos del siglo XX, pero cuando Borges regresó de su largo viaje a Europa, en 1921, ya no quedaba ni uno que valiera la pena.