La gente desaparecía por millares durante aquellos años, y el cantor también se desdibujó en la rutina de la funeraria, donde trabajaba setenta horas por semana. Como las quinielas habían sido legalizadas, el dueño las sustituyó por mesas de póker y bacarat instaladas al fondo del local, sobre los ataúdes sin uso. Martel tenía el don de saber qué cartas saldrían en cada ronda, e indicaba a los empleados, por un sistema de gestos, cómo tenían que jugar. Acudían numerosos técnicos y obreros sin empleo, y en cada una de las mesas había tanta tensión, tanto deseo de domesticar a la suerte, que Martel sentía remordimiento por acentuar la ruina de aquellos desesperados.

En la primavera de 1981, un coronel ordenó allanar el garito. El dueño de la funeraria fue juzgado pero lo absolvieron por errores de procedimiento. Martel, en cambio, pasó seis meses en la cárcel de Villa Devoto. Ese infortunio lo empequeñeció y adelgazó aún más. Le crecieron los pómulos y los ojos, que se volvieron oscuros y saltones, pero la voz siguió intacta, inmune a la enfermedad y a los fracasos.

Virgili, que había sido vendedor de enciclopedias en Venezuela, se asoció con dos amigos al volver del exilio e instaló una librería en la calle Corrientes, donde había otras veinte o treinta y abundaban los compradores. Lo favoreció un éxito inmediato. La gente se quedaba a conversar hasta la madrugada entre las mesas de saldos, y pronto se vio forzado a poner un café, que animaban guitarristas y poetas espontáneos.

Los meses pasaban desorientados, sin saber hacia dónde iban, como si el pasado fuera inocente del futuro. Una noche de 1985, en la librería, alguien mencionó a un tenor portentoso que cantaba en un almacén de Boedo por lo que quisieran pagarle. Era difícil entender las letras de sus tangos, que reproducían un lenguaje rancio y ya sin sentido. El tenor pronunciaba con delicadeza, pero las palabras no se dejaban atrapar:

Te renquéas a la minora
del esgunfio en el ficardo.

Así era todo, o casi todo. A veces, entre los seis o siete tangos que cantaba por noche, aparecían algunos que los oyentes más viejos identificaban no sin esfuerzo, como Me ensucié con levadura o Me empaché de tu pesebre, de los que no existían registros ni partituras.

En las primeras apariciones, cuando un flautista acompañaba al tenor, las canciones denotaban picardía, felicidad sexual, juventud perpetua. Luego el flautista fue reemplazado por un bandoneón impasible, grave, que ensombreció el repertorio. Hartos de canciones que no podían descifrar, los clientes más convencionales del almacén dejaron de frecuentarlo. Acudían, en cambio, oyentes con más imaginación, maravillados por una voz que, en vez de repetir imágenes o historias, se deslizaba de un sentimiento a otro, con la transparencia de una sonata. Como la música, la voz no necesitaba de sentidos. Se expresaba sólo a sí misma.

Virgili tuvo el pálpito de que esa persona era la niisma que veintidós años atrás había cantado Mano a mano en el Sunderland . El sábado siguiente fue al almacén de Boedo. Cuando vio desplazarse a Martel hacia la tarima, junto al mostrador, incorpóreo como una araña, y lo oyó cantar, cayó en la cuenta de que su voz eludía todo relato porque ella misma era el relato de la Buenos Aires pasada y de la que vendría. Suspendida por un hilo tenue de los do y de los fa, la voz insinuaba el degüello de los unitarios, la pasión de Manuelita Rosas por su padre, la Revolución del Parque, el hacinamiento y la desesperanza de los inmigrantes, las matanzas de la Semana Trágica en 1919, el bombardeo de la Plaza de Mayo antes de la caída de Perón, Pedro Henríquez Ureña corriendo por los andenes de Constitución en busca de la muerte, las censuras del dictador Onganía al Magnificat de Bach y a las hechicerías de Noé, Deira y De la Vega en el Instituto Di Tella, los fracasos de una ciudad que tenía todo y a la vez tenía nada. Martel la dejaba caer como un agua de mil años.

– Venga a cantar a la librería El Rufián Melancólico , -le propuso Virgili cuando la función terminó. Puedo pagarles una suma fija a usted y a su bandoneón.

– Suma fija, mirá qué bien. Pensé que ya no existían esas cosas.

La voz con la que hablaba no se parecía en absoluto a la del canto: era reticente y sin educación. El hombre que la emitía parecía distinto del que cantaba. Llevaba un ridículo anillo con piedras y sellos en el meñique izquierdo. Las venas de las manos estaban hinchadas, marcadas por agujas.

– Existen, -dijo Virgili. En la calle Corrientes va a oírlo más gente. La que usted merece.

No se atrevía a tutearlo. Martel, en cambio, le respondía mirando hacia otro lado.

– La que viene acá no está mal, che. Decíme cómo es el trato y dejáme que lo piense.

Empezó a cantar en El Rufián el viernes siguiente. Seis meses después lo llevaron al Club del Vino , donde compartió la cartelera con Horacio Salgán, Ubaldo de Lío y el bandoneonista Néstor Marconi. Aunque sus tangos eran cada vez más abstrusos y remotos, la voz se alzaba con tanta pureza que la gente reconocía en ella los sentimientos que había perdido u olvidado, y rompía a llorar o a reír, sin la menor vergüenza. La noche en que Jean Franco fue al Club del Vino lo aplaudieron de pie durante diez minutos, y habría seguido así quién sabe por cuánto tiempo si una hemorragia en el aparato digestivo no lo hubiera mandado al hospital.

A la hemofilia de Martel, provocada por la carencia del factor octavo, se le sumó un cortejo de enfermedades. Con frecuencia sucumbía a fiebres malignas y neumonías o se llenaba de costras que disimulaba con maquillaje. Ninguno de sus admiradores sabía que llegaba a cantar en silla de ruedas, y que no habría podido caminar más de tres pasos por el escenario. Cerca de las bambalinas estaba siempre una banqueta atornillada al piso, en la cual se apoyabá para cantar después de una ligera inclinación de cabeza. Hacía ya tiempo que era incapaz de imitar los ademanes de Gardel y, aunque nada le habría gustado más que poder hacerlo, su estilo había ganado por eso en parquedad y en una cierta invisibilidad del cuerpo. Así, la voz destellaba sola, como si no existiera otra cosa en el mundo, ni siquiera el bandoneón de fondo que la acompañaba.

La hemorragia digestiva lo mantuvo durante un par de años fuera de circulación. Meses antes de que yo llegara a Buenos Aires, volvió a cantar. Ya no lo hacía cuando le pedían sino cuando a él le daba la gana. En vez de regresar a El Rufián o al Club del Vino , donde aún se lo añoraba, aparecía de pronto en las milongas de San Telmo y de Villa Urquiza, u ofrecía funciones al aire libre en cualquier lugar de la ciudad, para los que quisieran oírlo. Al repertorio de tangos pretéritos se fueron incorporando los que habían compuesto Gardel y Le Pera, y algunos clásicos de Cadícamo.

Cierta noche cantó desde el balcón de uno de los hoteles para amantes furtivos que había en la calle Azcuénaga, detrás del cementerio de la Recoleta. Muchas parejas interrumpieron el fragor de sus pasiones y oyeron cómo la voz poderosa se infiltraba por las ventanas y bañaba para siempre sus cuerpos con un tango cuyo lenguaje no entendían ni habían oído jamás, pero que reconocían como si les viniera de una vida anterior. Uno de los testigos le contó a Virgili que sobre las cruces y arcángeles del cementerio se abrió el arco de una aurora boreal, y que después del canto todos los que estaban allí sintieron una paz sin culpas.

Se presentaba en lugares inusuales, que no tenían interés especial para nadie o que quizá dibujaban un mapa de otra Buenos Aires. Después del recital en la estación, anunció que alguna vez descendería al canal por el que discurría el arroyo Maldonado, bajo la avenida Juan B. Justo, atravesando la ciudad de este a oeste, para cantar allí un tango del que ya nadie tenía memoria, cuyo ritmo era una mixtura indiscernible de habaneras, milongas y rancheras.

Sin embargo, antes cantó en otro túnel: el que se abre como un delta bajo el obelisco de la Plaza de la República, en el cruce de la avenida 9 de Julio y la calle Corrientes. El lugar es inadecuado para la voz, porque los sonidos se arrastran seis o siete metros y se apagan de súbito. En una de las entradas hay una hilera de butacas con apoyapiés para los escasos paseantes que se lustran los zapatos, y bancos minúsculos para quienes los sirven. Alrededor, abundan los afiches de equipos de fútbol y conejitas de Playboy. Dos de los desvíos conducen a kioscos y baratillos de ropa militar, diarios y revistas usados, plantillas y cordones de zapatos, perfumes de fabricación casera, estampillas, bolsos y billeteras, reproducciones industriales del Guernica y de la Paloma de Picasso, paraguas, medias.

Martel no cantó en esos desvíos populosos del laberinto sino en una de las oquedades sin salida, donde algunas familias sin techo habían montado su campamento de nómades. Cualquier voz cae allí desplomada apenas sale de la garganta: la espesura del aire la derriba. A Martel se lo oyó, sin embargo, en todos los afluentes de los túneles, porque su voz iba sorteando los obstáculos como un hilo de agua. Fue la única vez que cantó Caminito, de Filiberto y Coria Peñaloza, un tango inferior a las exigencias de su repertorio. Virgili creía que lo hizo porque todos los que andaban por ahí podrían seguir la letra sin desorientarse, y porque no quería añadir otro enigma a un laberinto subterráneo en el que ya había tantos.

Nadie sabía por qué Martel actuaba en lugares tan inhóspitos sin, además, cobrar un centavo. A fines de la primavera de 2001, en Buenos Aires abundaban las peñas, los teatros, las cantinas y las milongas que lo habrían recibido con los brazos abiertos. Quizá tuviera vergüenza de exponer un cuerpo con el que, día tras día, se ensañaban las enfermedades. Estuvo internado dos semanas por una fibrosis hepática. A veces le salía sangre por la nariz. La artrosis no le daba tregua. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba, acudía a sitios absurdos y cantaba para sí mismo.

Aquellos recitales debían de tener un sentido que sólo él conocía, y así se lo dije a Virgili. Me propuse averiguar si los sitios a los que acudía Martel estaban unidos por algún orden o designio. Cualquier artificio de la lógica o la repetición de un detalle podría revelar la secuencia completa y permitir que me adelantara a su próxima aparición. Yo estaba convencido de que los desplazamientos aludían a un Buenos Aires que no veíamos y durante una mañana entera me entretuve componiendo anagramas con el nombre de la ciudad, sin llegar a parte alguna. Los que encontré eran idiotas: