– ¿A vos cómo te dicen?, -me preguntó el Tucumano.

– Bruno, -contesté. Soy Bruno Cadogan.

– ¿Cadogan? No tuviste suerte con el apellido, chabón. Si lo decís al vesre es Cagando.

La mujer que me atendió en el residencial anotó Cagan, y cuando subió conmigo a ver el cuarto me llamó "míster Cagan". Acabé por rogarle que se quedara sólo con mi primer nombre.

La decrepitud de la casa me sorprendió. Nada en ella recordaba a la familia de clase media que Borges describía en su cuento. También la ubicación era desconcertante. Todas las referencias sobre el punto donde está el aleph aluden a la calle Garay, cerca de Bernardo de Irigoyen, al oeste del residencial. Pregunté, de todos modos, si el edificio tenía un sótano.

– Sí, -me dijo la encargada, pero está con gente. A usted no le gustaría vivir ahí. Es muy húmedo y, además, hay diecinueve escalones empinados. El dato me sobresaltó. En el cuento, eran también diecinueve los peldaños que descendían hasta el aleph.

Todo me era desconocido en Buenos Aires y, por lo tanto, yo carecía de referencias para evaluar la pieza que me ofrecían. Me pareció chica pero limpia, de unos ocho pies por diez. Al lado del colchón de goma espuma, que estaba sobre un bastidor de madera, había una mesa ínfima donde cabía mi computadora portátil. Lo mejor del sitio eran unos viejos estantes de biblioteca, con espacio para unos cincuenta libros. Las sábanas estaban deshilachadas, y la frazada debía de ser anterior a la casa. La habitación tenía un balconcito que daba a la calle. Según supe después, era la más amplia del piso alto. Aunque el baño me pareció mínimo, sólo debía compartirlo con la familia del cuarto contiguo.

Tuve que pagar por adelantado. La tarifa exhibida en el mostrador de recepción indicaba cuatrocientos dólares mensuales. El Tucumano, fiel a su promesa, logró que Enriqueta aceptara trescientos.

Eran las cuatro de la tarde. El sitio estaba despejado, apacible, y me dispuse a dormir. El Tucumano alquilaba desde hacía seis meses una de las piezas de la azotea. También él se caía de sueño, me dijo. Quedamos en que a las ocho nos reuniríamos para dar vueltas por la ciudad. Si hubiera tenido fuerzas, en ese mismo instante habría salido al encuentro de julio Martel. Pero no sabía por dónde empezar, ni cómo.

A las siete me despertó un tumulto. Los vecinos de al lado estaban peleándose a los gritos. Me vestí como pude y traté de ir al baño. Una mujer gigantesca estaba lavando ropa en el bidet y me dijo, de mal modo, que me aguantara. Cuando bajé, el Tucumano tomaba mate con Enriqueta, junto a la recepción.

– Ya no sé qué hacer con esos animales, -dijo la encargada. Un día de estos se van a matar. En mala hora los acepté. No sabía que eran de Fuerte Apache.

Para mí, Fuerte Apache era una película de John Ford. La inflexión en la voz de Enriqueta hacía pensar en algún pozo del infierno.

– Laváte en mi baño, Cagan, si querés, -dijo el Tucumano. Yo a las once voy a las milongas. Comemos algo por ahí y, si tenés ganas, después te llevo.

Esa tarde vi Buenos Aires por primera vez. A las siete y media caía sobre las fachadas una luz rosa de otro mundo y, aunque el Tucumano me dijo que la ciudad estaba vencida y que debía haberla conocido un año antes, cuando su belleza se mantenía intacta y no había tantos mendigos en las calles, yo sólo vi gente feliz. Caminamos por una avenida enorme, en la que florecían algunos lapachos. Apenas alzaba la vista, descubría palacios barrocos y cúpulas en forma de paraguas o melones, con miradores inútiles que servían de ornamento. Me sorprendió que Buenos Aires fuera tan majestuosa a partir de las segundas y terceras plantas, y tan ruinosa a la altura del suelo, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y se negara a bajar o a desaparecer.

Cuanto más avanzaba la noche, más se poblaban los cafés. Nunca vi tantos en una ciudad, ni tan hospitalarios. La mayoría de los clientes leía ante una taza vacía durante largo tiempo -pasamos más de una vez por los mismos lugares-, sin que los obligaran a pagar la cuenta y retirarse, como sucede en Nueva York y París. Pensé que esos cafés eran perfectos para escribir novelas. Allí la realidad no sabía qué hacer y andaba suelta, a la caza de autores que se atrevieran a contarla. Todo parecía muy real, tal vez demasiado real, aunque entonces yo no lo veía así. No entendí por qué los argentinos preferían escribir historias fantásticas o inverosímiles sobre civilizaciones perdidas o clones humanos u hologramas en islas desiertas cuando la realidad estaba viva y uno la sentía quemarse, y quemar, y lastimar la piel de la gente.

Caminamos mucho, y me pareció que nada estaba en el sitio que le correspondía. El cine donde Juan Perón se había conocido con su primera esposa, en la avenida Santa Fe, era ahora una enorme tienda de discos y video. En algunos palcos había flores de artificio; en otros, grandes estantes vacíos. Comimos pizza en un negocio que se presentaba como mercería y que aún tenía encajes, puntillas y botones en la vidriera. El Tucumano me dijo que el mejor lugar para aprender tangos no era la academia Gaeta, como informaban las guías de turismo, sino una librería, El Rufián Melancólico . En mis navegaciones por internet había leído que en ese lugar había cantado Martel cuando lo rescataron de una cantina modesta de Boedo, donde su única paga eran las propinas y las comidas gratis. Al Tucumano le parecía raro que jamás le hubieran contado esa historia, sobre todo en una ciudad donde abundan los eruditos en música de las especies más distantes, desde el rock y la cumbia villera hasta la bossa nova y las sonatas de John Cage, pero sobre todo los eruditos en tango, que son capaces de distinguir los matices más sutiles entre un quinteto de 1958 y otro de 1962. Que se ignorara a Martel era una exageración. Por un momento pensé que quizá no existía, que era sólo un sueño de Jean Franco.

En el piso alto de El Rufián había una práctica de baile. Las mujeres tenían el talle esbelto y la mirada comprensiva, y los chicos, aunque llevaran ropa gastada y noches sin dormir, se movían con maravillosa delicadeza y corregían los errores de sus parejas hablándoles al oído. Abajo, la librería estaba llena de gente, como casi todas las librerías que habíamos visto. Treinta años antes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez se habían sorprendido de que las amas de casa de Buenos Aires compraran Rayuela y Cien años de soledad co mo si fueran fideos o plantas de lechuga, y llevaran los libros en la bolsa de los víveres. Advertí que los porteños seguían leyendo con la misma avidez de aquellas épocas. Sus hábitos, sin embargo, eran otros. Ya no compraban libros. Empezaban uno cualquiera en una librería y lo seguían en otra, de diez páginas en diez o de capítulo en capítulo, hasta que lo terminaban. Debían pasar en eso días o semanas.

El dueño de El Rufián , Mario Virgili, estaba en el bar del piso alto cuando llegamos. A la vez que miraba suceder los hechos, se movía fuera de ellos, con una actitud contemplativa y agitada. Nunca imaginé que esos dos atributos pudieran mezclarse. Cuando me senté al lado de él nada parecía moverse y, sin embargo, yó sabía que todo se movía. Oí que mi amigo lo llamaba Tano y le oí también preguntar si pensaba quedarme en Buenos Aires mucho tiempo. Le respondí que no me iría hasta encontrar a Julio Martel, pero su atención ya se había desviado.

Una de las rondas de baile terminó y las parejas se apartaron, como si nada tuvieran que ver. En algunas películas me había desconcertado ese ritual, pero en la realidad era más extraño aún. Entre un tango y otro, los hombres invitaban a bailar a sus elegidas con un cabeceo que parecía indiferente. No lo era. Fingían desdén para proteger su orgullo de cualquier desaire. Si la mujer aceptaba, lo hacía con una sonrisa también distante y se ponía de pie, para que el hombre fuera a su encuentro. Cuando la música empezaba, la pareja se quedaba a la espera durante unos segundos, uno frente a otro, sin mirarse y hablando de temas triviales. Luego, la danza comenzaba con un abrazo algo brutal. El hombre ceñía la cintura de la mujer y desde ese momento ella empezaba a retroceder. Siempre retrocedía. A veces, él curvaba el pecho hacia adelante o se ponía de costado, mejilla a mejilla, mientras las piernas dibujaban cortes y quebradas que la mujer debía repetir, invirtiéndolos. La danza exigía una enorme precisión y, sobre todo, cierto don adivinatorio, porque los pasos no seguían un orden previsible sino que estaban librados a la improvisación del que guiaba o a una coreografía de combinaciones infinitas. En las parejas que mejor se entendían, el baile remedaba ciertos movimientos del coito. Se trataba de un sexo atlético, que tendía a la perfección pero no se interesaba en el amor. Pensé que iba a ser útil incorporar esas observaciones a mi tesis doctoral, porque confirmaban el origen prostibulario que Borges atribuía al tango en Evaristo Carriego.

Una de las maestras de baile se acercó y me preguntó si quería ensayar algunas figuras.

– Andá, animáte, me -dijo el Tano. Con Valeria aprende todo el mundo.

Dudé. Valeria suscitaba instintiva confianza, y afán de protegerla, y ternura. Su cara se asemejaba a la de mi abuela materna. Tenía una frente despejada, altiva y unos ojos castaños rasgados.

– Soy muy torpe, -le dije. No me hagas pasar vergüenza.

– Entonces, te vengo a buscar después.

– Después, otro día, -respondí con sinceridad.

Cuando el Tano Virgili se levantaba de la silla junto al bar para observar el vaivén de las parejas, yo me quedaba siempre con alguna palabra a medio pronunciar. La palabra se me caía de los labios y rodaba entre los bailarines, que la destrozaban con sus tacos antes de que pudiera recogerla. Por fin logré que respondiera a mi pregunta sobre Julio Martel con tantos detalles que al volver a la pensión me costó trabajo resumirlos. "Martel", me dijo, "se llamaba en verdad Estéfano Caccace. Se lo cambió porque, con ese nombre, ningún locutor lo habría presentado con seriedad. Imagináte, Caccace. Cantó acá, cerca de donde vos estás sentado, y hubo un tiempo en que los entendidos sólo hablaban de su voz, que era única. Tal vez siga siéndolo. Hace ya mucho que no sé nada de él." Me tomó del hombro y soltó esta aclaración previsible: "Para mí, era mejor que Gardel. Pero no lo repitas".