Cuando terminó, el técnico del kiosco le pidió que cantara de nuevo, porque la pasta del disco parecía rayada. Estéfano repitió el tango, nervioso, a un ritmo más rápido. Temía que la madre hubiera salido ya de su entretenimiento y anduviera buscándolo.

– ¿Cómo te llamás, pibe?, -le preguntó el técnico.

– Estéfano. Pero estoy pensando en ponerme un nombre más artístico.

– Con esa voz no vas a necesitar ninguno. Tenés un sol en la garganta.

El muchacho guardó bajo la camisa la segunda versión, que había salido peor, y tuvo la fortuna de adelantarse a la madre, que daba otra vuelta imprevista en el tren fantasma.

Durante un tiempo anduvo a la busca de una victrola donde oír su disco en secreto, pero no conocía a nadie que tuviera una, y menos para registros de 45 revoluciones, como el que le habían vendido en el kiosco de grabación. A la pasta del disco la afectaba el calor, la humedad y el polvillo acumulado entre los ejemplares de Zorzales del 900. Estéfano creyó que la voz grabada se había desvanecido para siempre por el desuso, pero una noche de sábado, mientras estaba con su madre en la cocina oyendo por la radio Escalera a la fama, el programa de moda, uno de los locutores anunció que la revelación del momento era un cantor sin nombre, que había grabado El bulín de la calle Ayacucho en un estudio precario, a capella. Gracias a los milagros de las cintas magnéticas, dijo, la voz estaba ahora subrayada por un acompañamiento de bandoneón y violín. Estéfano reconoció de inmediato la primera grabación, que el técnico del parque de diversiones había fingido descartar, y se puso pálido. Separado de su propia voz, advirtió que seguía unido a ella por el hilo de una admiración que sólo es posible sentir ante lo que no poseemos. No era una voz que él hubiera querido o buscado sino algo que se le había posado en la garganta. Como era ajena a su cuerpo, podía retirársele cuando menos lo esperara. Quién sabe cuántas vueltas habría dado en el pasado y cuántas otras voces cabían en ella. A Estéfano le importaba sólo que se pareciera a una voz, la de Carlos Gardel. Le halagó por eso el comentario de la madre mientras oían Escalera a la fama:

– Fijáte qué raro, che. Dicen que ese cantor es un desconocido pero no es. Si lo acompañara la guitarra de José Ricardo, podrías jurar que es Gardel.

Tocado por el orgullo, la voz se le escapó:

El bulín de la calle Ayacucho
ha quedado mistongo y fulero…

Estéfano se contuvo antes de avanzar al verso siguiente, pero ya era tarde. La madre dijo:

– Te sale igualito.

– No soy yo, -se defendió Estéfano.

– Ya sé que no sos vos. ¿Cómo vas a estar en la radio si estás acá? Pero podrías estar allá si quisieras. ¿Por qué no te ponés a cantar en los clubes? A mí la costura ya me está dejando sin ojos.

Estéfano se ofreció en una o dos cantinas de Villa Urquiza, pero lo rechazaron antes de las pruebas. No lo acompañaba un guitarrista, como era lo usual, y los propietarios temían que su aspecto ahuyentara a la concurrencia. Como no se atrevía a volver a la casa sin algún dinero ganado, aprovechó su memoria infalible para levantar quiniela. Lo contrató un empresario de pompas fúnebres que, en las oficinas contiguas a los cuartos de velatorio, dirigía un garito conectado con los hipódromos y las loterías. Desde allí, Estéfano informaba por teléfono sobre las tarifas de los entierros a la vez que tornaba las apuestas. Recordaba cuánto dinero había arriesgado tal cliente a los tres dígitos finales del premio mayor y cuánto tal otro a la última cifra, además de saber dónde ubicar a cada apostador y a qué horas. Cuando la policía allanó la funeraria por una denuncia anónima, no pudo encontrar la menor prueba que acusara a Estéfano, porque todos los detalles de los juegos estaban en su cabeza.

Pasó varios años en esos menesteres mnemotécnicos y quizás habría seguido toda la vida si el dueño de la funeraria, para recompensarlo, no hubiera cedido a sus ruegos de que lo llevara a cantar en los concursos del club Sunderland . Los premios se decidían por votación: cada entrada daba derecho a un voto, lo que creaba en la sala un aire de campaña electoral. Estéfano tenía pocas posibilidades y lo sabía. Lo único que le importaba, sin embargo, era que la voz, oculta durante tantos años, fluyera por fin en la luz del mundo.

El célebre barítono Antonio Rossi llevaba acumulados diez sábados de triunfos en el Sunderland , y había anunciado que volvería a participar. Su repertorio era previsible: incluía sólo aquellos tangos que estaban de moda y que facilitaban el baile. Estéfano, en cambio, había decidido concursar con alguna canción anterior a 1920, eludiendo las letras de doble sentido para no ofender a las damas.

La funeraria cerraba con frecuencia, por falta de difuntos. Estéfano aprovechaba esas ocasiones para ensayar Mano a mano, un tango de Celedonio Flores que tenía un final de inesperada generosidad. Después de vacilar entre otros de Pascual Contursi y de Ángel Villoldo, se había decidido por el que su madre prefería.

Durante horas, imitaba entre los ataúdes vacíos las poses de Gardel, con el echarpe enrollado al cuello. Aprendió que su imagen parecía más gallarda si prescindía del bastón y sostenía el micrófono sentado sobre una banqueta.

La víspera del concurso descubrió, en el vestíbulo de la funeraria, un viejo suplemento del diario La Nación dedicado al autor de una sola novela que había muerto de tisis en plena juventud. El nombre real del novelista, José María Miró, nada le decía. El seudónimo, en cambio, tenía tanta afinidad con los fonemas de Carlos Gardel, que decidió apropiárselo. Llamarse Julián Martel, como el desdichado escritor del que hablaba el suplemento, podía inducir a la confusión; preferir Carlos Martel era casi un plagio. Optó, entonces, por ser Julio Martel. Al inscribirse en el concurso había prescindido de su ridículo apellido, quedándose con Estéfano, a secas. Ahora pediría que lo anunciaran bajo su nueva identidad.

A las siete de la tarde de un sábado de noviembre, el maestro de ceremonias del Sunderland introdujo por primera vez al joven tenor. Lo habían precedido siete cantantes de voz mediocre. La atención de la sala estaba suspendida a la espera de Antonio Rossi, que iba a repetir, a pedido del público, En esta tarde gris, de Mores y Contursi. La pista de baile era una cancha de básquetbol de la que se retiraban los aros y que al día siguiente se usaba para campeonatos de fútbol infantil.

Tenía una tarima al fondo con atriles para los dos violines de acompañamiento. Los cantantes solían acercarse demasiado al micrófono y sus interpretaciones eran cortadas por chirridos de estática que desanimaban a la concurrencia. Algunos aficionados, impacientes, preferían conversar o retirarse a la vereda. A la mayoría sólo le interesaba la entrada de Rossi, el invariable resultado del concurso, y el baile que lo sucedía, con música grabada de las grandes orquestas.

Antes de salir al escenario, Estéfano, que ya era definitivamente Julio Martel, supo que iba a perder. Al mirarse en un espejo del pasillo, lo desanimaron su traje brilloso, la camisa con el cuello demasiado grande, la torpe corbata de moño. El peinado con goma tragacanto, que brillaba a las cuatro de la tarde, y se deshacía a las siete en una niebla de caspa. En la sala, lo saludaron los tímidos aplausos de la señora Olivia y de tres vecinas. Mientras avanzaba hacia la banqueta, creyó discernir un murmullo de compasión. Cuando los violines arrancaron con Mano a mano, se dio valor a sí mismo imaginándose en la cubierta de un barco, irresistible como Gardel.

Tal vez sus ademanes fueran una parodia de los que se veían en las películas del cantor inmortal. Pero la voz era única. Alzaba vuelo por su cuenta, desplegando más sentimientos de los que podían caber en una vida entera y, por supuesto, más de los que dejaba entrever, con modestia, el tango de Celedonio Flores. Mano a mano evocaba la historia de una mujer que abandonaba al hombre que amaba por una vida de riquezas y placer. Martel lo convertía en un lamento místico sobre la carne perecedera y la soledad del alma sin Dios.

Los violines del acompañamiento eran desafinados y distraídos, pero quedaban velados por la espesura del canto que avanzaba solo como una furia de oro, y transformaba en oro todo lo que le salía al paso. Estéfano tenía una dicción deficiente: olvidaba las eses al final de las palabras y simplificaba el sonido de las equis en exuberancia y examen. Gardel, en la versión de Mano a mano con la guitarra de José Ricardo, dice carta en vez de canta y conesejo por consejo. Martel, en cambio, acariciaba las sílabas como si fueran de vidrio y las vertía intactas sobre un público que después de la primera estrofa estaba ya hechizado y en silencio.

Lo aplaudieron de pie. Algunas mujeres entusiastas, contrariando las reglas del concurso, le reclamaron un bis. Martel se retiró del escenario turbado y tuvo que apoyarse en el bastón. Desde un banco, en el pasillo, oyó a otro cantor imitar los relinchos de Alberto Castillo. Luego, lo estremecieron las salvas con que el público saludó la entrada de Rossi. Los primeros versos de En esta tarde gris, que su rival dejaba caer con voz descolorida, lo convencieron de que esa noche sucedería algo peor que su derrota. Sucedería su olvido. La votación confirmó, como siempre, la abrumadora supremacía de Rossi.

Mario Virgili tenía entonces quince años y sus padres lo habían llevado al club Sunderland para inculcarle amor por el tango. Virgili suponía que Rossi, Gardel, las orquestas de Troilo y de Julio De Caro, encarnaban todo lo que el género podía dar de sí. En 1976, la atroz dictadura argentina lo forzó al exilio, en el que persistió poco más de ocho años. Una noche, en la ciudad de Caracas, mientras visitaba una librería de Sabana Grande, oyó a lo lejos los compases de Mano a mano y sintió una invencible nostalgia. La melodía zumbó durante horas en su memoria, en un infinito presente que no quería retirarse. Virgili la había oído cientos de veces, cantada por Gardel, por Charlo, por Alberto Arenas, por Goyeneche. Sin embargo, la voz que estaba instalada en él era la de Martel. El fugaz momento de un sábado de noviembre, en el Sunderland , se había transfigurado para Virgili en un soplo de la eternidad.