Dos meses más tarde, durante una de nuestras largas conversaciones en el café La Paz, Alcira me contó quién era Violeta Miller y por qué Martel había dejado las camelias en el lugar donde fue asesinada Catalina Godel.

– Dudo que hayas oído hablar de la Zwi Migdal , -me dijo entonces. A comienzos del siglo XX, casi todos los burdeles de Buenos Aires dependían de esa mafia de cafishios judíos. Los enviados de la Migdal viajaban por las aldeas míseras de Polonia, Galitzia, Besarabia y Ucrania, en busca de muchachas también judías a las que iban seduciendo con falsas promesas de matrimonio. En algunos casos llegaron a celebrarse esas bodas ilusorias en una sinagoga donde todo era un fraude: el rabino y los diez obligatorios partícipes de la minyan. Después de una iniciación brutal, las víctimas eran confinadas en prostíbulos donde trabajaban de catorce a dieciséis horas por día, hasta que sus cuerpos se volvían escombros.

Violeta Miller fue una de esas mujeres, me contó Alcira. Tercera hija de un sastre de los suburbios de Lodz, analfabeta y sin dote, una mañana de 1914 aceptó, a la salida de la sinagoga, la compañía de un comerciante de buenos modales que la visitó otras dos veces y a la tercera le propuso matrimonio. A la muchacha le pareció el colmo de la felicidad lo que en verdad era el principio de su perdición. En el barco, cuando emprendía el viaje de recién casada a Buenos Aires, supo que el marido llevaba otras siete esposas a bordo, y que todas ellas estaban destinadas a los quilombos argentinos.

La misma noche de la llegada la remataron con un lote de otras seis polacas. Vestida de colegiala, subió al tablado del café Parisién. Alguien le ordenó que alzara las manos y moviera los dedos si le preguntaban en Yidish cuántos años tenía, para indicar que sumaban doce. En verdad ya había cumplido quince, pero era lampiña, no tenía pechos y había menstruado muy pocas veces, a intervalos irregulares.

El chulo que la compró gobernaba un burdel de doce párvulas. Desvirgó a Violeta sin el menor preámbulo y, al amanecer, cuando la oyó quejarse, la silenció con latigazos que tardaron una semana en cicatrizar. Así, llagada y maltrecha, fue obligada a servir desde las cuatro de la tarde hasta el amanecer siguiente, saciando a estibadores y oficinistas que le hablaban en lenguas ininteligibles. Intentó fugarse, y la detuvieron a pocos metros de la casa. El rufián la castigó marcándola en la espalda con un hierro de ganado. Sufrir todos los dolores de una vez es preferible al purgatorio que está quemándome en vida, se dijo Violeta, y decidió ayunar hasta la extenuación. Aguantó una semana bebiendo sólo un vaso de agua, y se habría dejado morir si las madamas que la custodiaban no le hubieran lle vado en una caja de cartón la oreja de otra pupila fugitiva, advirtiéndole que, si no cedía, la iban a dejar sin ojos para que no pudiera defenderse.

Durante cinco años, Violeta fue trasladada de un quilombo a otro. Vivía en Buenos Aires sin saber cómo era la ciudad: una lámpara eléctrica estaba siempre encendida en su cuarto para que no distinguiera entre la noche y el día. La pequeñez de su cuerpo atraía a un sinnúmero de clientes perversos, que la creían impúber y confundían su desgano con inexperiencia. A fines del verano de 1920 contrajo unas fiebres tenaces que la dejaron postrada durante meses. Acaso habría muerto si un albañil también polaco, al que Violeta había confiado la historia de sus desgracias, no hubiera aprovechado sus visitas para entregarle en secreto frasquitos de glucosa y sellos antipiréticos. Dos meses más tarde, cuando la pobre estaba todavía convaleciente, una de las compañeras de infortunio le sopló que la pondrían de nuevo en venta. Era una noticia atroz, porque tenía el cuerpo maltrecho por las fiebres y el uso, y en el Chaco, donde terminaban sus vidas las desdichadas como ella, se trabajaba hasta cuando reventaban los esfínteres.

Durante los cinco años y medio de su martirio, Violeta había logrado ahorrar, centavo a centavo, el dinero de las propinas. Tenía doscientos cincuenta pesos, la quinta parte de lo que pagaron por ella en el primer remate, y, con la nada que valía, quizás habría podido comprarse a sí misma. Eso era imposible, porque las mujeres eran entregadas sólo a gente del mismo negocio. Desesperada, le preguntó al albañil si alguno de sus conocidos querría fingirse rufián. Debía ser alguien audaz. Después de muchas diligencias, un actor de circo aceptó representar el papel. Se presentó como italiano, mencionó un imaginario burdel en la Isla Grande de Chiloé, y cerró el trato en menos de media hora. Una semana más tarde, Violeta estaba libre.

Viajó en trenes de carga hacia el noroeste de la Argentina. Se quedaba pocos meses en algún pueblo tedioso, trabajando como criada o dependiente de almacén y, cuando temía que le descubrieran el rastro, huía hacia otro pueblo. En la travesía aprendió el alfabeto y el catecismo de la religión católica. Al final del tercer invierno desembarcó en Catamarca. Allí se sintió a salvo y decidió quedarse. Se alojó en el mejor hotel de la ciudad y en un par de semanas gastó casi todos los ahorros que llevaba. Fue suficiente, porque en ese tiempo ya había seducido al gerente del hotel y al tesorero del banco de la provincia. Ambos eran temerosos de Dios y de sus esposas, y Violeta obtuvo de ellos más de lo que podían dar: uno le pagó la habitación que ocupaba por todo el tiempo que se le dio la gana, el otro le concedió un par de préstamos a bajo interés, y la presentó a las damas del Apostolado de la Oración, que se reunían los viernes a rezar el rosario. Decidida a recuperar por cualquier medio la felicidad y el respeto que había perdido en su vida de puta obligatoria, Violeta les abrió el corazón. Les contó que había nacido judía, pero que su mayor deseo, desde niña, era recibir la luz de Cristo. Las damas convencieron al obispo de que la bautizara, y sirvieron como madrinas en la ceremonia.

Catamarca era una ciudad devota de la Virgen del Valle, y Violeta se valió de sus relaciones para abrir un comercio de objetos religiosos, en el que vendía medallas bendecidas por Roma, imágenes de la Virgen para las escuelas, ex votos para los enfermos curados por milagro e indulgencias plenarias para los moribundos. Los promesantes acudían de los lugares más remotos, y ese incesante tráfico la convirtió en una mujer riquísima. Era generosa con la Iglesia, mantenía un comedor para pobres y los primeros viernes de cada mes llevaba juguetes al Hospital de Niños. Su pequeñez, que tantas penurias le había ocasionado en los prostíbulos, era tomada en Catamarca por señal de distinción. En varias ocasiones le propusieron matrimonio, y cada vez Violeta rechazó a sus pretendientes con delicadeza. Estaba comprometida con Nuestro Señor, -les dijo, y le había ofrecido su castidad. Al menos a medias, eso era cierto: jamás le había interesado el sexo, y menos después de todo el que había tenido a la fuerza. Odiaba el sudor agrio y la violencia de los machos. Odiaba al género humano. A veces también se odiaba a sí misma.

Así vivió más de cuarenta y cinco años. Con una felicidad que no podía declarar, leyó que los mafiosos de la Zwi Migdal habían caído uno tras otro por la denuncia de una pupila valiente, e hizo llegar medallas de la Virgen al comisario y al juez que los metieron en la cárcel.

Nunca supo una palabra de sus hermanas, a las que imaginó asesinadas en algún campo de concentración, nunca quiso volver a Lodz, y ni siquiera aceptó ver las escasas películas sobre el holocausto que se pasaron en Catamarca. De lo único que sentía melancolía era de la Buenos Aires que no le habían permitido conocer.

Al cumplir setenta años, decidió morir como una dama de respeto en la ciudad donde sólo había sido esclava. En uno de sus raros viajes a la capital, compró un terreno en el barrio de Mataderos, sobre la Avenida de los Corrales. Encomendó a un renombrado estudio de arquitectos que construyera allí una casa idéntica a las que había envidiado en el Lodz de su adolescencia, con un comedor para catorce invitados, un dormitorio con guardarropas de pared a pared, bañeras de mármol en las que cabía sin encogerse, y una biblioteca con estanterías hasta el techo, colmadas por volúmenes encuadernados que eligió por la viveza de los colores y por los tamaños uniformes. Cuando la casa estuvo lista, se mudó a Buenos Aires sin despedirse de nadie.

Como en sus paseos por los valles de Catamarca se había aficionado a observar las constelaciones, dispuso que todas las habitaciones de la nueva casa tuvieran un techo de vidrio blindado, lo que obligó a los arquitectos a diseñar un trapezoide con un complicado sistema de desagües y finísimas membranas de impermeabilización, más dispositivos eléctricos que permitían abrir partes del techo en los días claros y cubrir la luz al amanecer.

El mayor de los lujos fue, sin embargo, una plataforma de mármol que se alzaba a la derecha del comedor, junto a la sala de recibo, cerrada por balaustres labrados, sobre la que montó un telescopio de astrónomo y un sillón que se ajustaba a su pequeño cuerpo como un traje. A la plataforma subía por un ascensor de jaula, movido por una maquinaria que sobresalía del techo, cubierta por un arco Tudor pintado de verde.

En Buenos Aires regresó a la religión de sus mayores. Frecuentó la sinagoga los viernes por la tarde, aprendió a leer en hebreo e hizo que le escribieran con la caligrafía más elegante una ketubah que certificaba su matrimonio falso de medio siglo atrás. Le puso un marco de bronce con símbolos en relieve de las cuatro estaciones y la mandó colgar en el lugar más visible del comedor. Junto a cada una de las puertas de la casa colocó una mezuzá de oro, con el nombre del Todopoderoso y los versículos del Deuteronomio.

La soledad, sin embargo, la desvelaba. Alcira me contó que dos mujeres se turnaban para limpiar la casa, pero las dos le habían robado cortes de seda y habían tratado de violar la caja donde guardaba las joyas. En 1975 se oían tiroteos casi todas las noches, y la televisión hablaba de ataques guerrilleros a los cuarteles. Sintió alivio cuando supo que los militares se habían hecho cargo del gobierno y que estaban capturando a todos los que se les oponían. Poco duró su calma. A fines del otoño de 1978 sufrió dos caídas al salir del baño y la acometieron unos invencibles ataques de asma. El médico le exigió que depusiera sus desconfianzas y contratara a una enfermera.

Entrevistó a quince postulantes que le desagradaron, algunas porque comían demasiado, o la trataban como a una niña imbécil, o pretendían dos días francos por semana. La última, que llegó cuando ya perdía las esperanzas, superó en cambio su imaginación: era diligente, callada, y parecía tan ansiosa por servir que prefería -le dijo- salir de la casa sólo lo imprescindible: una vez cada quince días para las compras. Llevaba cartas de presentación imbatibles, escritas por un teniente de navío que expresaba su "gratitud y admiración por la portadora, quien cuidó con devoción de mi madre durante cuatro años, hasta su fallecimiento", y por un capitán de fragata que le debía la recuperación de su esposa.