CUATRO

Catalina Godel abandonó la casa familiar a los diecinueve años, cuando se enamoró locamente de un maestro de escuela rural que estaba de paso en Buenos Aires. De nada valieron los llantos de la madre, los discursos del padre sobre la infelicidad que le depararía un hombre de otra religión y de clase social baja, ni las maldiciones de los hermanos mayores. Se fue a trabajar a la escuela perdida de su amante, en los desiertos de Santiago del Estero. Allí supo que él militaba en la resistencia peronista y, sin vacilar, abrazó la misma causa. A los pocos meses ya había aprendido a armar bombas molotov con rapidez, era diestra en la limpieza de armas y en el tiro al blanco. Se descubrió audaz, dispuesta a todo.

Aunque su compañero desaparecía a veces por semanas enteras, Catalina no se inquietaba. Se acostumbró a no preguntar, a disimular y a hablar lo imprescindible. El silencio sólo le pesó la noche del Año Nuevo de 1973, cuando quedó sola en la pequeña escuela, cercada por una tempestad de polvo mientras la tierra parecía arder bajo sus pies. Por la radio se enteró, días más tarde, que el compañero había caído preso cuando intentaba capturar un puesto caminero en la avenida General Paz, en Buenos Aires. La acción le parecía insensata, enloquecida, pero ella entendía que la gente ya estaba harta de abusos y que necesitaba actuar como pudiera. En una valija de tela guardó las pocas ropas que tenía, las fotos de la infancia, y un libro de John William Cooke, Peronismo y revolución, que sabía casi de memoria. Caminó hacia el pueblo más cercano y allí tomó el primer ómnibus a Buenos Aires.

– No podés imaginar cuánto empeño pusimos Martel y yo en averiguar cada detalle de esa vida, -me dijo Alcira Villar en el café La Paz veintinueve años despues, poco antes de que yo regresara a Nueva York para siempre.

La veía entonces al caer la tarde, a eso de las siete. Desde hacía dos meses yo vivía en un hotelito irrespirable, cerca del Congreso. El calor y las moscas no me dejaban dormir. Cuando caminaba hacia La Paz, el asfalto se hundía a mi paso. Aunque la refrigeración del café mantenía la temperatura a veinticinco grados constantes, el calor y la humedad tardaban horas en despegarse de mí. Más de una vez me quedé allí, tomando notas para este relato, hasta que los mozos empezaban a levantar las mesas y a lavar el piso. Alcira, en cambio, llegaba siempre radiante, y sólo a veces, cuando avanzaba la noche, se le marcaban las ojeras. Si yo se lo hacía notar, se las tocaba con la punta de los dedos y decía, sin el menor sarcasmo: "Es la felicidad de estar envejeciendo". Me contó que ella y el cantor habían descubierto la historia de Catalina leyendo las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, y, aunque no difería demasiado de otras miles, Martel quedó hechizado y durante meses no pudo pensar en otra cosa. Se obstinó en buscar testigos que hubieran conocido a Catalina en la Avenida de los Corrales o durante los años de militancia. Una pequeña anécdota nos iba llevando a la otra, -dijo Alcira, y así apareció en escena el pasado de Violeta Miller, uno de cuyos sobrinos polacos viajó a Buenos Aires en 1993 para litigar por el caserón vacío. Por el sobrino supimos cómo había empezado todo, en Lodz.

Tardamos casi un año en armar el rompecabezas, -siguió Alcira. Las dos mujeres tenían biografías afines. Tanto Catalina como Violeta habían sido judías sometidas a servidumbre, y cada una de ellas, a su manera, había burlado a los amos. Martel creía que, si hubieran confiado más la una en la otra, contándose quiénes eran y todo lo que habían sufrido, tal vez nada les habría pasado. Pero ambas estaban acostumbradas al recelo, y así, separadas, Violeta fue vencida por el temor y la mezquindad y sólo Catalina pudo defender su dignidad hasta el fin.

Después del asalto al puesto caminero, -me contó Alcira-, el compañero de Catalina fue juzgado y recluido en la prisión patagónica de Rawson. Lo liberaron en mayo de 1973, pero año y medio más tarde ya estaba de nuevo en la clandestinidad. Perón había muerto dejando el gobierno en manos de una esposa idiota y de un astrólogo que acumulaba poder asesinando a enemigos imaginarios y reales. En esa época, Catalina decidió forjarse una falsa identidad, la de Margarita Langman, y empezó a trabajar como maestra en el Bajo Flores, donde le prestaron una piecita sin baño. Ya entonces estaba embarazada, y durante unos pocos días se le cruzó por la cabeza la idea de volver a casa de los padres, para que la cuidaran y permitieran a su hijo crecer en una atmósfera de felicidad doméstica. Esa debilidad burguesa le pareció después un mal presagio.

Su hijo nació a mediados de diciembre de 1975. Aunque el padre había sido advertido del parto por una llamada telefónica de la propia Catalina -que ingresó al hospital con el nombre de Margarita-, no apareció sino una semana más tarde. Al parecer, a la hora del nacimiento estaba sumergido en las aguas del Río de la Plata, colocando minas de demolición submarina en el yate Itatí, propiedad de los altos mandos de la armada. Durante enero y febrero estuvieron ocultos en la casa de un capataz de campo en Colonia, Uruguay, mientras el gobierno de Isabel Perón se caía a pedazos y a ellos los rastreaban por todas partes. En ese verano breve de Colonia, Margarita vivió las dichas de la vida entera. Ella y su compañero se tomaron fotos, contemplaron el atardecer desde la orilla del río y caminaron tomados de la mano por las callecitas de la ciudad vieja, empujando el coche del bebé. Regresaron a Buenos Aires cuando los militares, que ya habían dado su golpe mortífero, asesinaban a todos los que identificaran como subversivos. El ex maestro rural cayó entre los primeros, en abril de 1976. Apenas ella lo supo, dejó al niño al cuidado de la abuela y regresó al Bajo Flores. Sólo salía de allí para participar como voluntaria en los atentados suicidas que ejecutaron los montoneros aquel año.

Una celada la sorprendió catorce meses más tarde en el bar Oviedo, de Mataderos, donde había concertado otra de sus citas clandestinas. Al entrar, advirtió que el sitio estaba cercado por militares vestidos de civil. Corrió hacia las recovas. Trató de subir a un colectivo y alejarse. La acorralaron, sin embargo, en el zaguán donde está ahora el dispensario y la llevaron, ciega, a un sótano donde la torturaron y violaron, mientras la interrogaban sobre su vida sexual y sobre el destino de personas que ella apenas conocía. Al cabo de muchas horas -nunca supo cuántas-, dejaron las ruinas de su cuerpo en un lugar llamado Capucha, donde otros presos sobrevivían con la cabeza cubierta por una bolsa. Allí empezó a curarse como pudo, bebiendo a sorbitos el agua que le daban y repitiendo su nombre de guerra en la oscuridad, Margarita Langman, soy Margarita Langman .

Pasaron meses. Del chismorreo sigiloso de los prisioneros aprendió que, si fingía quebrarse y ganaba la confianza de sus verdugos, quizá podría huir y contar lo que le había pasado. Escribió una confesión en la que abjuraba de sus ideales, se la entregó a un teniente de navío y, cuando éste le propuso que la leyera ante una cámara de televisión, lo hizo sin vacilar. Así logró que la destinaran a un laboratorio de falsificaciones, donde se forjaban cédulas de propiedad para los autos robados, pasaportes y visas de consulados extranjeros. Con paciencia, fue familiarizándose con los nombres y grados de sus captores y acumulando papeles de carta con membretes oficiales. Hasta llegó a imprimir documentos para ella misma, en algunos de los cuales figuraba su nombre real. Siempre llevaba consigo esos documentos en un sobre para placas fotográficas que nadie abriría por temor a velar el contenido.

Llevaba ya algún tiempo en el laboratorio cuando le ordenaron marcar a los militantes que merodeaban por el barrio de Mataderos. Era la prueba decisiva de su lealtad, tal vez el paso previo a que la dejaran libre. Salió con una patrulla a las siete de la tarde. Iba en el asiento delantero de un Ford Falcon, con tres suboficiales detrás. Era invierno y caía una lluvia helada. Al llegar a la esquina de Lisandro de la Torre y Tandil, un colectivo embistió el Ford de costado y lo volcó. Los hombres que viajaban con Margarita quedaron sin sentido. Ella pudo escapar por una ventana del vehículo, con ligeras cortaduras en los brazos y las piernas. Su mayor problema fue desprenderse de los comedidos que pretendían llevarla al hospital. Pudo al fin escabullirse en la oscuridad del anochecer y buscar refugio en el Bajo Flores, donde los militares habían hecho estragos y casi no le quedaban amigos.

A la mañana siguiente, en la sección Clasificados de Clarín, leyó el aviso en el que Violeta Miller pedía una enfermera, fraguó las cartas de recomendación y se presentó a la casa de la Avenida de los Corrales.

– Ya sabés lo que siguió, -me dijo Alcira. La tarde en que iba a morir, Catalina Godel, Margarita, o como ahora prefieras llamarla, regresó desde el negocio del joyero con la Magen David, casi al mismo tiempo que Violeta terminaba de hablar con los verdugos. La anciana se apegaba a la vida con saña tenaz, como declama nuestro himno nacional. Tanto temía ser descubierta que fatalmente se delató. Comenzó a temblar. Dijo que tenía escalofríos, que le dolía la espalda y que necesitaba un té. Dejemos las friegas para más tarde, le respondió Margarita con altanería inusual. Estoy empapada en sudor y muero por tomar un baño.

Violeta cometió entonces dos errores. Tenía el estuche de la Magen David en la mano e incomprensiblemente no lo abrió. En vez de hacerlo, alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Margarita. Vio que por ella cruzaba un relámpago de comprensión. Todo sucedió en un soplo. La enfermera pasó junto a Violeta como si ya no existiera y alcanzó la puerta de calle. Corrió por el empedrado de la avenida, se refugió en la recova de la plazoleta del Resero y allí le dieron caza los verdugos, en el mismo punto donde la habían capturado por primera vez.

A Violeta Miller la pasaban a buscar todas las mañanas en un Ford Falcon y la llevaban a la iglesia Stella Maris, en la otra punta de la ciudad. Allí la interrogaba el capitán de fragata, me contó Alcira, a veces durante cinco, siete horas. Desenterró su pasado y la avergonzó por su doble conversión religiosa. La anciana perdió conciencia del tiempo. Sólo le pesaban los recuerdos, que aparecían sin que los quisiera. Se le agravó la antigua osteoporosis y, cuando los interrogatorios terminaron, apenas podía moverse. Tuvo que resignarse a contratar enfermeras, que la trataban con el rigor de las madamas de los burdeles. Nada la abatió tanto, sin embargo, como los desórdenes que encontraba al volver cada tarde a la Avenida de los Corrales. La casa se había convertido en el coto privado del capitán de fragata, que la iba despojando de las bañeras de mármol, la mesa del comedor los balaustres de la plataforma, el ascensor de jaula, el telescopio, las sábanas de encaje, el televisor. Hasta la caja fuerte donde guardaba las joyas y los bonos al portador fue arrancada de cuajo. Los únicos objetos intactos eran una novela de Cortázar que Margarita había dejado a medio leer y el costurero vacío, en la cocina. El techo de vidrio apareció un día perforado en dos puntos centrales de la biblioteca, y la lluvia empezó a caer sin clemencia sobre los libros en piltrafas.