Poco antes del operativo en la Recoleta -le dijo el Mocho a Martel, y Alcira me lo repetiría mucho después-, el poeta había incautado uno de esos camiones cisterna que se usan para el transporte de nafta y querosén. No me preguntes cómo lo hizo, porque nunca nos lo contó. Sólo sé que durante un mes por lo menos nadie iba a notar que faltaba. El camión era nuevo, y los mecánicos de los montoneros habían abierto una puerta por la que se llegaba al tanque desde abajo. En lo alto, invisibles, se abrían tres respiraderos que dejaban pasar el aire y, a veces, algo de luz. Al poeta se le había ocurrido ocultar allí el cadáver y pasearlo por la ciudad, a la vista de los esbirros. Si sucedía algún accidente, debíamos proteger el trofeo con la propia vida. Uno de nosotros montaría guardia dentro del tanque, con un arsenal para las emergencias. Calculamos para cada uno turnos de ocho días en la oscuridad, y cuarenta y ocho horas al volante del camión. A veces nos estacionaríamos en lugares seguros, otras veces iríamos a la deriva por Buenos Aires. El de la cabina debía mantenerse alerta. El que iba en la cisterna disponía de un colchón y una letrina. Éramos cuatro, como dije. Echamos los turnos a la suerte. Al poeta le tocó el primero. A mí, el último. El azar dispuso, a la vez, que yo manejara durante las cuarenta y ocho horas iniciales.

El plan se fue cumpliendo sin el menor tropiezo. Llevamos el ataúd hasta la tierra de nadie que hay entre la cancha de River Plate y los blancos del Tiro Federal, y allí lo mudamos del furgón al tanque. El poeta me permitió tomar fotos durante cinco minutos pero, antes de que nos dispersáramos, entregó la cámara en custodia a otro de los compañeros.

– Ya vas a sacar todas las fotos que quieras cuando te toque ir adentro, -dijo.

Me puse al volante. Nadie más estaba en la cabina. En la guantera llevaba una Walther nueve milímetros y, al alcance de la mano, un walkietalkie para informar, a intervalos regulares, cómo andaba todo. Atravesé la ciudad de un extremo al otro, hasta la madrugada. El camión era dócil y doblaba con elegancia. Descendí primero por la avenida Callao, luego retomé por Rodríguez Peña y enfilé hacia Combate de los Pozos, Entre Ríos y Vélez Sársfield. Era la primera vez que andaba sin rumbo, sin plazos, y sentí que sólo de esa manera la vida valía la pena.

A la altura del Instituto Malbrán entré en Amancio Alcorta y luego me desvié al norte, a Boedo y Caballito. Iba despacio, para ahorrar nafta. Las calles estaban llenas de baches y era difícil evitar los barquinazos. La voz del poeta me sobresaltó:

– En ninguna parte se escribe mejor que en las tinieblas, -dijo.

No sabía que el tanque podía comunicarse con la cabina del camión a través de una pestaña de aire casi imperceptible, que se abría desde atrás de la letrina.

– Voy a llevarte a Parque Chas, -dije.

– Que el punto de llegada sea el punto de partida, -contestó. Siempre vamos a tener la culpa de todo lo que ocurra en el mundo.

Cuando empezó a clarear, estacioné el camión en la esquina de Pampa y Bucarelli y salí a comprar café y bizcochos. Luego crucé las vías del ferrocarril y me detuve a un costado del club Comunicaciones. Nadie podía vernos. Abrí la entrada de la cisterna y le dije al poeta que bajara a estirar las piernas.

Me despertaste, se quejó.

Tenemos pocas paradas, dije. Y es mejor salir ahora y no cuando te esté enloqueciendo la claustrofobia.

Apenas lo vi alejarse unos pasos, eché una mirada al interior del tanque. A pesar de los respiraderos, el aire era pesado y a la altura de la cabeza flotaba un olor agrio y a la vez seco, que no se parecía a ningún otro. Ceniza rancia, me dije, aunque toda ceniza lo es. Cal y flores. Abrí el ataúd. Me sorprendió que la chapa de protección estuviera desprendida, porque cuando lo retiramos del cementerio no oí el ruido de piezas sueltas. La sombra que yacía allí dentro debía de ser nomás la de Aramburu: tenía enlazado un rosario en lo que alguna vez fueron sus dedos y, sobre el pecho, llevaba la medalla del Regimiento 5 de Infantería que habían encontrado en la calle Bucarelli. La mortaja estaba deshilachada y lo que quedaba del cuerpo era muy poca cosa, casi las migajas de un niño.

Apoyado en uno de los guardabarros del camión, el poeta mordía un bizcocho.

– No tiene sentido ir de un lado para otro, -dijo. Me sentí madame Bovary viajando toda la noche con su amante por los suburbios de Ruán.

– Yo era el cochero, -dije, y no estaba tan desesperado como el de la novela por bajarme en un bodegón.

– Habría sido mejor que te bajaras y te quedaras quieto. A mí se me pasó el tiempo escribiendo un poema, a la luz de la linterna. Si enganchamos un camino monótono, te lo leo.

Cuando retomamos la marcha, elegí el camino más monótono que conozco: la avenida General Paz, en la frontera norte y la oeste de Buenos Aires.

– Tinieblas para mirar -me dijo el poeta, desde el tanque-. Se están agotando las pilas. En cualquier momento voy a quedar ciego.

Veo jactancias y humildades
apócrifas y bastante
sufrimiento disimulado.
Veo la luz compartida de las inconsciencias,
veo, veo, una ramita,
de qué color: no puedo decirlo.

Siguió así. Leyó el poema completo y siguió con otros hasta que la linterna se le fue enturbiando y apagando.

Veo y quisiera descansar
un poco, se entiende.

–  Veo poco, -dijo. A eso de las seis de la tarde fuimos a cargar nafta a la casa operativa, bajamos un momento a tomar café y sentí el peso del día en el cuerpo. No tenía sueño ni sentimientos ni deseos y hasta podría decir que ya no pensaba. Sólo el tiempo se movía dentro de mí en alguna dirección que no sé precisar, el tiempo se retiraba de la infancia sin infancia que compartimos -le dijo el Mocho Andrade a Martel, y Alcira me lo repitió después, en la misma primera persona que había ido pasando de una persona a otra-, y por alguna razón se perdía en lo que quizás era mi vejez, todos éramos viejísimos en alguna ráfaga perdida de aquel día.

Vi al poeta salir de las tinieblas de la cisterna con la edad de su padre. La cercanía de la muerte lo había desquiciado: un mechón de pelo le caía, como siempre, sobre la frente, pero estaba desteñido y mustio, y la mandíbula ancha, de buey, se le estaba desplomando. Esa noche acampamos en parque Centenario y al amanecer del otro día me puse a dar vueltas por Parque Chas, donde los vecinos no se sorprendieron cuando el camión pasaba una vez y otra vez por las calles con nombres de ciudades europeas: Berlín, Copenhague, Dublin, Londres, Cádiz, en las que el paisaje, aunque era siempre el mismo, tenía vetas de bruma u olor a puerto, como si realmente atravesáramos esos lugares remotos. Una vez más me perdí en el enredo de las calles, pero esa mañana lo hice a propósito, para que el tiempo se me fuera yendo en encontrar una salida. Seguía la curva de la calle Londres y sin saber cómo ya estaba en la dear dirty Dublin de Jimmy Joy, sí, o el camión retozaba por el Tiergarten rumbo al Muro de Berlín , saludando a los vecinos que se mostraban siempre indiferentes, porque ya estaban acostumbrados a que los vehículos se desconcertaran en Parque Chas y fueran abandonados por los choferes.

Después que dejé el camión dormí dos días seguidos, y cuando tomé de nuevo el volante, una semana después, el poeta había volado de la cisterna. Advertí que la danza de las rondas no permitiría que volviéramos a encontrarnos sino al final, cuando a mí me tocara custodiar el cadáver.

A comienzos de noviembre cayó sobre Buenos Aires un sol incandescente. Yo vivía a la espera de que me llamaran para los relevos, durmiendo en hoteles ruinosos del Bajo con otra identidad. Cada cinco horas llamaba por teléfono a la casa operativa, para indicar que seguía vivo. Habría querido ver al poeta, pero sabía que era imprudente. Oí que el camión se desplazaba casi siempre cerca del puerto, disimulado entre centenares de otros camiones que iban y venían de las dársenas, y que la vida en la cisterna se estaba volviendo intolerable. Quizás Aramburu había encontrado también otro infierno en ese viaje perpetuo.

Una madrugada, a eso de las tres, fueron a buscarme para que cumpliera mi condena de ocho días en el tanque. Tenía ya preparada mi mochila de fotógrafo, en la que llevaba dos cámaras, doce rollos, dos linternas potentes con pilas de repuesto y un termo con café. Me habían advertido que no tomara fotos durante la noche, y que a la luz del día interrumpiera de inmediato cualquier trabajo si el sol dejaba de filtrarse por los respiraderos.

Reprimí una arcada al entrar en la cisterna. Aunque acababan de limpiarla y desinfectarla, el olor era ponzoñoso. Me sentí en una de esas cuevas donde los topos acumulan insectos y lombrices. A la fuerza de gravedad que la muerte imponía en el aire, se sumaba el olor orgánico de los cuerpos que me habían precedido y el recuerdo de las heces que habían vertido. Los fantasmas no querían retirarse. ¿Cómo el poeta había podido encontrar su lengua en aquella tiniebla?

Estoy por abrir las puertas, había escrito,
por cerrar los ojos
y no mirar más allá de mis narices,
no oler, no tocar el nombre de Dios en vano.

Me tendí, disponiéndome a dormir hasta que amaneciera. En el colchón se habían formado desfiladeros y jorobas, la superficie estaba un poco pringosa, no quería quejarme, no sentía que aquello fuera el fin de la juventud. Me desperté al rato porque el camión se zarandeaba, como si el compañero del volante manejara con descuido por un camino de fango. Me acerqué a la pestaña de ventilación y le dije:

– ¿Querés que cante para entretenerte? Tengo una voz única. Fui solista en el coro de la escuela.

– Si me vas a ayudar, no hables, no cantes -me respondió. Era una chica-. No tenés voz de persona, graznás como un bicho.

El que había comenzado la marcha conmigo era uno de los dos desconocidos del cementerio. No supe cuándo la chica lo había reemplazado. O quizá viajaran dos en la cabina.

– ¿Son dos, ustedes?, quise saber. ¿Y el poeta? Le tocaba manejar a él en este viaje.