Nadie dijo nada. Me sentí el último sobreviviente del mundo.

Seguimos dando vueltas, sin detenernos nunca. Oía de vez en cuando motores de aviones, el tableteo rápido de algún tren y ladridos de perros. Ni siquiera pude orientarme cuando salió el sol y fijé las dos linternas en salientes opuestas del camión para que, al encenderse, la luz diera de lleno sobre el cadáver.

La persona que estaba al volante del camión, fuera quien fuese, era inhábil. Caía en todos los baches y se dejaba atrapar por todos los desniveles. Tuve miedo de que tantos saltos no me permitieran apagar las linternas a tiempo si entrábamos en alguna penumbra.

Voy a encender unas luces acá, avisé, a través de la pestaña de ventilación. Den dos golpes cuando estemos cerca de un túnel.

Dieron dos golpes, pero la luz del sol siguió en su sitio durante diez, quince minutos. Bebí café caliente del termo y comí dos bizcochos de grasa. Después, probé la firmeza de mi pulso. Debía mantener el objetivo abierto, sin temblores, por cinco segundos al menos. Iluminé el antro. Sólo entonces me di cuenta de que, debajo del cuerpo de Aramburu había otro, en una caja de madera de embalar. Era un poco más grande y no portaba medallas ni rosarios, pero la mortaja que lo cubría era casi idéntica. Si no hubiera visto los despojos verdaderos algunas semanas atrás no habría sabido discernir quién era quién, y aun ahora tenía dudas. Tomé por lo menos tres rollos completos de los difuntos, en planos generales y primeros planos. Cuando los revelara, estaría seguro. Al cabo de hora y media volví al colchón. Quién sabe cuánto tiempo llevábamos sin detenernos. No podíamos tardar mucho en regresar a la casa operativa. De pronto, nos deslizamos por una pendiente y advertí que estábamos en Parque Chas. Luego de unas pocas vueltas en círculo, el camión se movió con soltura en línea recta y salió del laberinto. Así seguimos hasta que cayó la noche.

Se me habían agotado el café y los víveres, las piernas me dolían y dentro de mi cabeza había una nube densa, que me entorpecía los sentidos. Ni siquiera me di cuenta cuando hicimos un alto. Como tardaban en abrir la puerta de la cisterna, llamé y llamé, sin que nadie respondiera. Así estuve largo rato, resignado a sucumbir en compañía de aquellos muertos. Poco antes de la madrugada me liberaron. A duras penas me mantuve de pie en el patio de la casa operativa, junto a los estribos de la cabina vacía. Alguien que parecía el jefe, un petiso de barba roja al que jamás había visto, me indicó un jergón en el altillo y ordenó que no saliera de ese piso hasta que me llamaran. Creí que iba a dormirme en el acto, pero el aire fresco me despabiló y, asomado a la ventana, contemplé el patio con la mente en blanco, mientras la luz viraba del gris al rosa, de allí al amarillo y a las glorias de la mañana. Una chica con un matorral de rulos oscuros se acercó al camión, desprendiéndose del agua de la ducha como un perrito, y examinó el contenido de la cisterna. Adiviné que era ella quien había viajado en la cabina, y sentí un ramalazo de vergüenza porque, en la estupidez de la asfixia, había olvidado retirar mis heces.

Era ya avanzada la mañana cuando una camioneta blanca estacionó al lado de la cisterna. El sueño me vencía pero yo estaba allí, despierto, sin poder apartar los ojos del patio, cuyas baldosas parecían arder. Supongo que más allá se abría una calle o un campo, no lo sé, ya nunca voy a saberlo. Tres hombres desconocidos bajaron el ataúd de Aramburu: lo reconocí, porque había fotografiado hasta la náusea el crucifijo de la tapa, con una aureola dorada sobre los brazos abiertos del Cristo y, debajo, la sucinta placa en la que se leía el nombre del general y los años de su vida. La chica de los rulos ordenaba cada uno de los movimientos del cadáver: Pónganlo a un costado, sobre la tarima, despacio, sin rayar la madera. Descúbranlo. Dejen lo que hay adentro sobre el catre. Lentos, lentos. Que nada se mueva de lugar.

El sopor se me disipó cuando descubrí lo que estaba sucediendo. Había que tener un estómago de hierro para no sentir horror ante los dos ataúdes abiertos -uno lujoso, imperial; el otro miserable, mal hecho, como los que se fabricaban de apuro en las ciudades apestadas-y ante las ruinas de los dos muertos que yacían a la intemperie. La chica de los rulos dispuso algo que, desde el altillo, me pareció un trueque, aunque no sé ahora si lo que vi es lo que creo que vi o era sólo una traición de los sentidos, el rescoldo de mis días de encierro. Con delicadeza de ebanista, retiró de uno de los cuerpos el rosario y la medalla militar, y los puso sobre el pecho y entre los dedos del otro cadáver. Lo que había estado en uno de los ataúdes fue llevado al otro y viceversa, no estoy seguro de lo que digo -contó el Mocho, y Alcira me lo repitió, y yo a mi vez estoy diciéndolo con un lenguaje que sin duda nada tiene que ver ya con el relato original, nada con la sintaxis trémula ni la voz sin arrugas que se demoró por unas horas en la garganta del Mocho, aquella noche remota del Sunderland -, sólo estoy seguro de que el ataúd lujoso quedó en la camioneta blanca y el miserable fue devuelto a la cisterna, con un cuerpo que quizá no era el mismo.

Dormí toda la mañana y me desperté a eso de la una. Había un enorme silencio en la casa y, por más que llamé, no vi a nadie. A eso de las dos, el poeta apareció en la puerta del cuarto donde me habían confinado. Lo abracé. Estaba flaco, desencajado, como si regresara de una enfermedad grave. Empecé a contarle lo que había visto y me dijo que callara, que lo olvidara, que las cosas nunca son como parecen.

Ya no soy de aquí , recitó:
apenas me siento una memoria de paso.
Ni vos ni yo somos de este mundo desgraciado,
al que le damos la vida para que nada siga como está.

–  Es la hora de irnos, -dijo.

Me cubrió los ojos con un paño negro y lentes oscuros. Así salí de la casa operativa, a ciegas, apoyado en su hombro. Durante más de una hora me dejé llevar por caminos que olían a vacas y a pasto mojado. Después, me envolvió un persistente tufo a nafta. Nos detuvimos. La mano del poeta me quitó los anteojos y la venda negra. Estábamos a pleno sol y mis ojos tardaron más de la cuenta en acostumbrarse. Advertí, a cien metros, los depósitos y torres de una destilería de petróleo. Había una larga fila de camiones cisterna idénticos al que yo conocía ante la puerta de entrada, mientras otros también iguales salían, cada cinco minutos o quizá menos. Estuvimos en silencio ya ni sé cuánto tiempo, contemplando aquel vaivén rítmico y tedioso.

– ¿Vamos a estar aquí todo el día?, -dije. Creí que el trabajo había terminado.

– Nunca se sabe cuándo algo termina.

En ese instante salió nuestro camión de la destilería. Era una imagen demasiado familiar como para no reconocerla. Le habíamos pintado, además, una imperceptible raya amarilla sobre la puerta del tanque y, desde donde estábamos, veíamos el fulgor de la raya tocada por el sol.

– ¿Lo seguimos?, -pregunté.

– Vamos a dejar que se aleje, -dijo el poeta. Hasta soplar las cenizas.

El imponente cilindro se perdió en la ruta, cargado con su pequeño lago de nafta. Llevaba un cuerpo que se desintegraría al paso de los años e iría dejando briznas de sí en los tanques subterráneos de las estaciones de servicio y, a través del escape de los automóviles, en el aire sin donaire de Buenos Aires.

– Te llevo. ¿Adónde vas?, -preguntó el poeta.

– Dejáme en cualquier parte, cerca de Villa Urquiza. Voy a caminar.

Quería pensar en el sentido de lo que había hecho, saber si estaba huyendo de algo o yendo hacia algo. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio por este mundo desgraciado, me había dicho el poeta. Le daré la vida para que nada siga como está.

Nos pasamos dando la vida por causas que no entendemos por completo sólo para que nada siga como está, le dijo el Mocho a Martel aquella noche del Sunderland.

Las parejas bailaban alrededor, indiferentes. Un cortejo de alevillas rondaba cerca de los reflectores. Algunas los rozaban y morían sobre el vidrio candente. Martel estuvo largo rato perturbado. La historia grande había rozado al Mocho con sus alas y él también oía el vuelo. Era un sonido más fuerte que el de la música, más dominante y vivo que el de la ciudad. Debía de abrazar el país entero y al día siguiente, o al otro, estaría en la tapa de los diarios. Sentía deseos de decir, como la señora Olivia ante la muerte, "qué poquita cosa somos, qué nada somos en la eternidad", pero tan sólo dijo: "Yo también canto sólo por eso: para que regrese lo que se fue y nada siga como está".

A la mañana siguiente, -me contó Alcira-, el Mocho quiso que Martel lo acompañara a visitar la casa de la calle Bucarelli, donde había empezado el laberinto de su propia vida. Las radios anunciaban el regreso del cadáver de Evita y el hallazgo de la camioneta blanca con el ataúd de Aramburu. Si lo que Andrade pretendía era poner fin a una historia y retirarse del pasado para empezar de nuevo -como le dijo al cantor en el Sunderland -, no le quedaba otro recurso que volver a Parque Chas y velar allí las ruinas de su vida.

La mañana se les fue en una decepción tras otra. La casa de la conspiración estaba cercada por vallas policiales y un patrullero montaba guardia junto a la puerta. A lo lejos, en las calles que se abrían en círculo y en las veredas que se interrumpían sin aviso, no se veía un alma y el silencio era tan opresivo que cortaba el aliento. Ni siquiera los perros asomaban el hocico a través de las cortinas. No pudieron detenerse a mirar las ventanas del piso alto para no despertar las sospechas del patrullero, de modo que doblaron por Ballivian hacia la calle Bauness y allí volvieron a subir la pendiente que desembocaba en Pampa. De vez en cuando, Martel se volvía hacia el Mocho y advertía en él un desconsuelo creciente. Habría querido tomarlo del brazo pero temía que cualquier gesto, cualquier roce, desatara el llanto de su amigo.

Al llegar a la parada del colectivo, Andrade dijo que en ese punto debían separarse porque lo estaban esperando en otra parte, pero Martel sabía que esa parte era nada, la perdición, que ya no le quedaba nadie a quien pedir refugio. Ni siquiera intentó retenerlo. El Mocho parecía demasiado apurado y se desprendió de su abrazo como si estuviera desprendiéndose de sí mismo.