– No es prudente ahora, -dijo el médico. Está reanimado pero sigue muy débil. Tal vez mañana. Cuando lo vea, no le haga preguntas. No diga nada que pueda emocionarlo.

Alguna gente caminaba por los pasillos con auriculares. Debían de estar oyendo las radios porque, cuando se cruzaban, comentaban excitados noticias que sucedían en otras partes: ¡Ya van tres en Rosario!, le oí decir a una mujer que se apoyaba sobre un bastón en forma de trípode. ¿Y lo de Cipoletti? ¿Viste lo de Cipoletti?, respondió otra. ¡Más muertos, Dios mío!, apuntó una enfermera que bajaba del tercer piso. Esta noche me van a dejar clavada en la guardia de emergencia.

Alcira tenía miedo de que se cortara la luz. A la hora del almuerzo, en el televisor de un bar, había visto a personas desesperadas que saqueaban supermercados y se llevaban los alimentos. Miles de fogatas estaban encendidas en Quilmes, en Lanús, en Ciudadela, a las puertas de Buenos Aires. Nadie mencionaba disturbios en la ciudad. Me preguntó si había visto alguno.

– Todo parece tranquilo, -respondí. No quería mencionarle los signos de malestar que me habían asombrado: el color del cielo, las estatuas vivientes.

Estaba demasiado ansiosa para conversar. La sentí extraña, como si hubiera puesto el cuerpo en otra parte. Unas ojeras hondas ensombrecían su cara, que nada expresaba, ni pensamientos ni sentimientos. Parecía que todo lo que había en ella se hubiera marchado con el cuerpo que no estaba.

Mientras regresaba al hotel en el colectivo, vi que la gente corría agitada por las calles. La mayoría estaba casi desnuda. Los hombres llevaban el pecho descubierto, pantalones cortos y ojotas; las mujeres tenían las blusas desprendidas o vestidos sueltos, ligeros. En la esquina de Callao y Guido subió un anciano con el pelo duro por los fijadores, que habría desentonado con los otros pasajeros si no fuera porque su traje estaba tan gastado y lustroso que se le deshojaban los codos. Cuando llegamos a la calle Uruguay, una manifestación bloqueaba el tránsito. El conductor trató de abrirse sitio a bocinazos, pero cuanto más llamaba la atención, más compacto se volvía el cerco. El anciano, que hasta ese momento había mantenido la compostura, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: ¡Echen de una vez a esos hijos de puta! ¡Échenlos a todos! Luego se volvió hacia mí, que estaba a su izquierda, y me dijo con animación, tal vez con orgullo: Esta mañana me di el gusto de tirarle una pedrada al auto del presidente. Le rompí el parabrisas. Me habría gustado partirle la cabeza.

Lo que estaba sucediendo no sólo era inesperado para mí sino también incomprensible. Hacía ya semanas que se hablaba contra los políticos en un tono cada vez más violento, y hasta algunos habían sido atacados a golpes, pero nada cambiaba en apariencia. Los asaltos a los supermercados me parecían inverosímiles, porque la policía patrullaba a todas horas, así que los descarté como otro invento de las televisoras, que no sabían ya cómo llamar la atención. Sólo había oído voces descontentas desde mi llegada a Buenos Aires. Cuando no era por el clima era por la miseria -que ya se veía en todas partes, hasta en las calles donde en otros tiempos sólo había prosperidad, como Florida y Santa Fe-, pero las quejas nunca pasaban de ahí. Ahora en cambio, las palabras que salían al aire tenían filo y destruían lo que nombraban. ¡Echen a esos hijos de puta !, decía la gente y, aunque los hijos de puta no se movieran, la realidad estaba tan tensa, tan a punto de romperse, que el cimbronazo del insulto empujaba a los políticos hacia su perdición. O al menos eso me parecía.

Hasta el presidente de la República estaba siendo apedreado. ¿Sería verdad? A lo mejor el anciano del colectivo estaba jactándose, para darse importancia. Si había apredeado el auto y todos lo habían visto, ¿cómo podía estar sentado tan campante, sin que nada le hubiera pasado? A veces, el laberinto de la ciudad no estaba para mí en las calles ni en las confusiones del tiempo, sino en el comportamiento inesperado de las personas que vivían allí.

Esperé media hora y, como el tránsito seguía estancado, decidí caminar. Avancé por Uruguay hasta Córdoba y luego me desvié a Callao, en busca del hotel. No quería volver a la sofocación de mi cuarto, pero no veía adónde más ir. Las tiendas cerraban sus persianas, los cafés estaban desiertos, desprendiéndose de los últimos clientes. Atravesar la ciudad para refugiarme en el Británico era una locura. Las mareas humanas no cesaban. Todo estaba cerrado pero las calles ardían y yo me sentía solo como un perro, si acaso los perros sienten la soledad. Era ya tarde, las nueve o tal vez más, y los que andaban de un lado a otro daban la impresión de que acababan de levantarse. Llevaban cucharas de madera, cacerolas, sartenes viejos.

Empecé a tener hambre y me arrepentí de no haber comprado comida en el hospital. En mi hotel habían cerrado las persianas y tuve que tocar el timbre muchas veces para que me dejaran pasar. El portero también llevaba sólo calzoncillos. El abdomen enorme, con matorrales de pelos, le brillaba de sudor.

– Vea esto, míster Cogan, -me dijo. Mire el desastre que ha pasado en Constitución.

Tenía encendido un televisor minúsculo detrás del mostrador de la entrada. Estaban exhibiendo, en directo, el saqueo de un mercado. La gente corría con bolsas de arroz, latas de aceite y ristras de chorizos, entre banderas de humo. Una vieja sin edad, con un mapa de arrugas en la cara, caía con las piernas hacia adelante, frente a un ventilador. Con una mano empezaba a limpiarse la herida abierta en la cabeza mientras se sujetaba la falda con la otra, para que no la levantara el viento. Una mano desenchufó el ventilador y se lo llevó, pero la vieja siguió cubriéndose del viento que ya no estaba, como si flotara al otro lado del tiempo. Formados en arco, en grupos de a seis, los policías avanzaban protegidos por cascos y viseras que les cubrían la barbilla y el cuello. Algunos repartían golpes con bastones pesados, otros disparaban gases.

– Fijesé en los que están detrás de los árboles, -me dijo el portero. Ésos están hiriendo a la gente con balas de goma.

– ¡Corran! ¡Corran que estos desgraciados van a matarnos!, -gritaba una mujer a los camarógrafos de la televisión, mientras desaparecía en la humareda.

Me senté en el vestíbulo del hotel, vencido. No había encontrado nada de lo que fui a buscar en Buenos Aires, y ahora además me sentía ajeno a la ciudad, ajeno al mundo, ajeno a mí. En lo que estaba sucediendo fuera se adivinaba un alumbramiento, un principio de la historia -o un fin-, y yo no lo entendía, yo sólo pensaba en la voz de Martel que jamás había oído y que tal vez nunca oiría. Era como si el mar Rojo estuviera abriéndose delante del pueblo de Moisés y de mí, y yo, distraído, mirara para otro lado. El televisor repetía escenas fugaces, que duraban sólo segundos, pero cuando la memoria unía en un haz todas las imágenes, aquello era una tempestad.

Creo que me quedé dormido. A eso de las once de la noche me sacudió una trepidación de sonidos metálicos que no se parecía a nada que yo conociera. Me dio la impresión de que el viento o la lluvia se habían vuelto locos, y que Buenos Aires se desarmaba. Voy a morir en esta ciudad, pensé. Hoy es el último día del mundo.

El portero balbuceó frases atropelladas de las que sólo entendí unos pocos significados. Mencionó un discurso amenazante del presidente de la República. ¿Que somo grupo violento nosotro? ¿Oyó eso, míster Cogan: grupo violento? Eso dijo el boludo. Enemigo del orden, dijo. Má enemigo del orden será él, digo yo.

El tremolar de la calle me despejó. Sentí sed. Fui al bañito de la entrada, me lavé la cara y bebí del cuenco de las manos.

Cuando salí, el portero subía a los saltos las escaleras tramposas del hotel, -por cuyos peldaños flojos me había desbarrancado más de una vez-, mientras me llamaba, excitado:

– ¡Venga a ver lo que es esto, Cogan! Cuánta gente, mamma mía, qué quilombo se está armando.

Nos asomamos a un balconcito del tercer piso. Las mareas humanas avanzaban hacia el Congreso blandiendo tapas de cacerolas y fuentes enlozadas, y golpeándolas con un ritmo que nunca salía de su cauce, como si estuvieran leyendo todos a la vez la misma partitura. Repetían con voz bronca un indignado estribillo:

¡Que se vayan todos!
¡Que no quede uno solo!

Un muchacho de ojos negros y húmedos como los del Tucumano marchaba al frente de un grupo de quince o veinte personas: la mayoría eran mujeres que llevaban sus hijos en brazos o a horcajadas sobre la nuca. Una de ellas nos gritó, al vernos en el balcón:

– ¡Vengan a poner el cuerpo! ¡No se queden mirando la tele!

Sentí una punzada de melancolía por mi amigo, al que no había vuelto a ver desde que cerraron la pensión de la calle Garay, y tuve el presentimiento de que lo encontraría en la efervescencia de allí abajo. Imaginé que él me oiría, donde quiera estuviese, si yo lo llamaba con todo el deseo que llevaba dentro. Así que también grité:

– ¡Ya voy!, ¡ya voy!, ¿dónde van a juntarse? -En el Congreso, en la Plaza de Mayo, en todas partes, me respondieron. Vamos a todas partes-.

Intenté convencer al portero de que se uniera a la corriente, pero él no quería dejar el hotel desguarnecido ni vestirse. Me acompañó hasta la puerta, advirtiéndome que no hablara mucho. Tené un acento muy junado, vo, me dijo. Yanqui hasta la manija. Cuidáte. Me entregó una camiseta a rayas celestes y blancas, como la del seleccionado argentino de fútbol, y así me mimeticé con la multitud.

Ya todos saben lo que sucedió durante los días que siguieron, porque los periódicos no hablaron de otra cosa: de las víctimas de una policía feroz, que dejó más de treinta muertos, y de las cacerolas que tremolaban sin cesar. Yo no dormí ni volví al hotel. Vi al presidente fugarse en un helicóptero que se alzó sobre una muchedumbre que le mostraba los puños, y esa misma noche vi a un hombre desangrarse en las escalinatas del Congreso mientras apartaba con sus brazos la desgracia que se le venía encima, revisándose los bolsillos y los recuerdos para saber si todo estaba en orden, la identidad y los pasados de su vida en orden. No nos dejés, le grité, aguantá y no nos dejés, pero yo sabía que no era a él a quien se lo decía. Se lo decía al Tucumano, a Buenos Aires, y también me lo decía a mí mismo, una vez más.