Era ya noche cerrada y el sitio no estaba guardado por serenos ni reflectores. Avancé a ciegas entre las vigas y los restos de mampostería, sabiendo que acá y allá se abrían huecos en los que, si caía, iba fatalmente a fracturarme. Quería llegar al sótano como fuera.

Esquivé un par de ladrillos que se precipitaron desde los esqueletos del muro. Aun en aquella desolación de la que se habían borrado todas las referencias, estaba seguro de poder orientarme. El mostrador, me dije, los restos de la balaustrada, el cubículo de Enriqueta. Diez o doce pasos hacia el oeste debía estar el rectángulo por el que había visto asomar tantas veces la cabeza calva y sin cuello del bibliotecario. Salté sobre unas tablas erizadas de clavos y filosas uñas de vidrio. Tropecé después con un cerco de madera, más allá del cual se abría un foso. La oscuridad era tan espesa que intuía más de lo que veía. ¿Se trataba en verdad de un foso? Pensé que debía bajar a explorarlo, pero no me animé. Arrojé al fondo uno de los cascotes que tenía al alcance de la mano, y la piedra resonó contra otras piedras casi al instante. No era, por lo tanto, muy profundo. Quizá con el auxilio de una antorcha, por precaria que fuera, podría bajar. No llevaba conmigo ni un mísero fósforo. La luna se había ocultado hacía mucho tras una marejada de nubes. Estaba en su fase creciente, casi llena. Decidí esperar a que se despejara el cielo. Toque la cerca y mis manos palparon un papel arrugado, pegajoso. Traté de apartarlo, pero el papel no se despegaba de mí. Tenía una consistencia espesa y rugosa, como la de una bolsa de cemento o la de una cartulina barata. El resplandor fugaz de un auto que cruzó la calle me permitió vislumbrar de qué se trataba. Era una ficha de Bonorino, que había resistido a la destrucción, al polvo y a las palas mecánicas. Pude leer en ella tres letras: I A O. Tal vez nada significaban. Tal vez, si no las había dibujado el azar, equivalían a la idea del Absoluto que se encuentra en Pistis Sophia, los libros sagrados de los gnósticos. Ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. En ese instante se abrió un claro en el cielo y el foso apareció, inequívoco, delante de mí. Por las dimensiones, por el emplazamiento, advertí que la excavación ocupaba el lugar del antiguo sótano. Donde había estado la escalera de diecinueve peldaños, se divisaba ahora un enrejado vertical. Justo entonces, cuando a nadie se le ocurría construir en una Buenos Aires que se venía abajo, mi pensión había sido derribada por la fatalidad. El aleph, el aleph, dije. Traté de ver si quedaba algún rastro. Contemplé desolado los montículos de tierra removida, los bloques de hormigón, el aire indiferente.

Estuve largo rato ante las ruinas, incrédulo. Pocas semanas atrás, cuando nos despedimos en la pensión, Bonorino me había desafiado a que me acostara bajo el escalón décimo noveno, decúbito dorsal, seguro de que yo no lo haría. Puesto que lo sabía todo, sabía también que yo me negaría. Había previsto el trajín de las topadoras sobre los cascotes de la pensión, el vacío, el edificio que aún no habían erigido y el que se alzaría allí cien años después. Había visto cómo la pequeña esfera que contenía el universo desaparecía para siempre bajo una montaña de basura.

Aquella medianoche en la pensión yo había desperdiciado mi única oportunidad. Jamás tendría otra. Grité, me senté a llorar, ya ni recuerdo lo que hice. Vagué sin rumbo por la noche de Buenos Aires hasta que, poco antes del alba, volví al hotel. Afronté, como Borges, intolerables noches de insomnio, y sólo ahora empieza a trabajarme el olvido.

El día que siguió a esa desgracia era víspera del Año Nuevo. Temprano, me di una ducha rápida y desayuné sólo una taza de café. Tenía prisa por llegar temprano al hospital. Dejé un mensaje en la unidad de terapia intensiva avisándole a Alcira que esperaría el llamado de Martel en las escalinatas de la entrada o en la sala de visitas. No pensaba moverme de allí. Los mensajes, los servicios, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La noche anterior, sin embargo, las cacerolas habían repiqueteado otra vez. El enésimo estallido de cólera popular había desalojado al Joker del poder, junto con su ristra de colaboradores y ministros. Me pregunté si el Tucumano habría vuelto a su trabajo incierto en Ezeiza, pero en el acto deseché la idea. Un sol que ha brillado tanto no se deja derribar.

En el fiel colectivo 102 sólo se hablaba del Joker -que también había huido, como el presidente del helicóptero- y del país hecho pedazos. Nadie pensaba que pudiera levantarse de tanta postración. Los que aún tenían algo para vender se negaban a hacerlo, porque se desconocía el valor de las cosas. Yo me sentía ya fuera de la realidad o, más bien, sumido en esa realidad ajena que era la vida agonizante de un cantor de tango.

Avancé por los pasillos del hospital sin que nadie me detuviera. Cuando entré en la sala de espera del segundo piso, reconocí al médico de cabeza afeitada con el que me había cruzado pocos días antes. Estaba hablando en voz baja con dos ancianos que lloraban con la cara entre las manos, avergonzados de su pena. Como había hecho con Alcira, el médico les daba palmaditas en la espalda. Cuando advertí que volvía a su trabajo, le di alcance y le pregunté si ese día podría ver a Martel.

– Tenga prudencia, -dijo. Espere. Hoy lo noto un poco caído al enfermo. ¿Usted es un familiar?

No supe qué contestar.

– No soy nada, -le dije. Luego, vacilando, me corregí: Soy amigo de Alcira.

– Deje que la señora decida, entonces. El paciente ha estado tomando calmantes fuertes. Supongo que está informado de la complicación que tiene ahora. Necrosis avanzada de las células hepáticas.

– Alcira me ha dicho que a ratos se recupera y parece que estuviera sano. Una de esas veces preguntó por mí. Dijo que podía pasar a verlo.

– ¿Cuándo le dijo eso?

– Ayer, pero fue por algo que sucedió hace tres días, o más.

– Esta mañana no podía respirar. La solución era entubarlo, pero apenas oyó esa palabra, sacó fuerzas de la nada y gritó que prefería morir. Creo que la señora lleva días sin pegar un ojo.

Era evidente que Alcira había hablado del tema con Martel, y que habían tomado juntos la decisión de resistir. Le di las gracias al médico. No sabía qué más responder. Mi cantor, entonces, había llegado al final y ya nunca tendría ocasión de oírlo. La mala suerte me perseguía.

Desde que habían clausurado la pensión de la calle Garay, sentía que estaba llegando tarde a todas las oportunidades de la vida. Para distraerme del abatimiento, llevaba semanas leyendo El conde de Montecristo en la edición de Laffont. Cada vez que abría esa novela olvidaba los infortunios de alrededor. Esta vez no: esta vez sentía que nada podía apartarme de la fatalidad que nos rondaba como un cuervo y que tarde o temprano se alimentaría de nuestra carroña.

Le pedí a una de las enfermeras que llamase a Alcira.

La vi llegar a los cinco minutos, con un cansancio de siglos. Ya había advertido el día anterior, en el café, que la tragedia de Martel empezaba a transfigurarla. Se movía con lentitud, como si llevara a la rastra todos los sufrimientos de la condición humana. Me preguntó:

– ¿Podés quedarte, Bruno? Estoy muy sola y Julio está mal, no sé qué hacer para levantarlo. Tanta pelea, pobrecito. Dos veces se quedó sin aire, con una expresión de dolor que no quiero volver a ver. Hace un rato me dijo:

– No aguanto más, Negrita.

– ¿Cómo no vas a aguantar?, le -contesté. ¿Y los recitales que te faltan? Ya le avisé a Sabadell que el próximo es en la Costanera Sur. No lo vamos a dejar de a pie, ¿no? Por un momento pensé que iba a sonreír. Pero cerró otra vez los ojos. No tiene fuerza. No vas a dejarme sola, Bruno, ¿verdad? No me dejés, por favor. Si te quedás acá leyendo, esperándome, voy a sentir que estamos menos desamparados. Por favor.

Qué iba a decirle. Si no me lo hubiera pedido, me habría quedado igual. Le ofrecí comprar algo para comer. Quién sabe desde cuándo estaba así, sin nada.

– No, -me detuvo. No tengo hambre. Cuanto más vacío y limpio tenga el cuerpo por dentro, tanto más despierta voy a sentirme. No me vas a creer, pero hace tres días que no voy a mi casa. Tres días sin bañarme. Creo que nunca dejé pasar tanto tiempo, tal vez cuando era muy chica. Y lo más raro es que no siento la suciedad. Debo tener un olor horrible, ¿no? Me importa, pero también no me importa. Es como si todo lo que me sucede estuviera purificándome, como si estuviera preparándome para no tener vida.

Me extrañó aquel torrente de palabras. Y la confesión, de la que no la hubiera creído capaz. Hacía poco más de dos semanas que nos conocíamos. Apenas sabíamos algo el uno del otro y, de pronto, estábamos de pie, hablando de los olores de su cuerpo. Me desconcerté, como tantas otras veces. Sé que ya lo he dicho antes, pero no ceso de pensar que el verdadero laberinto de Buenos Aires es su gente. Tan cercana y al mismo tiempo tan distante. Tan uniforme por fuera y tan diversa por dentro. Tan llena de pudor, como pretendía Borges que era la esencia del argentino, y a la vez tan desvergonzada. Alcira también me parecía inabarcable. Creo que fue ella la única mujer con la que quise acostarme en toda mi vida. No por curiosidad sino por amor. Y no por amor físico sino por algo más profundo: por la necesidad, la sed de contemplar su abismo. Y ahora no sabía qué hacer viéndola así, desolada. Habría querido consolarla, apretarla contra mi pecho, pero me quedé inmóvil, dejé caer los brazos y la vi alejarse hacia la cama de Martel.

No sé cuántas horas me quedé en la silla del hospital. Parte del tiempo estuve como en vilo, leyendo a Dumas, atento a las sutiles urdimbres de la venganza que iba tejiendo Montecristo. Las conocía ya y, sin embargo, siempre me sorprendía la perfecta arquitectura del relato. Al atardecer, poco antes del envenenamiento de Valentine de Villefort, me quedé dormido. Me despertó el hambre y fui a comprar un sandwich al café de la esquina. Estaban a punto de cerrar y a duras penas me atendieron. La gente tenía apuro por regresar a su casa y las persianas de los negocios bajaban casi al unísono. La realidad del hospital, sin embargo, parecía pertenecer a otra parte, como si lo que contenía fuera demasiado grande para su forma. Quiero decir que había en ese lugar más sentimientos de los que podían caber en una tarde.

Volví a la novela y, cuando alcé la cabeza, todo lo que se veía a través de la ventana estaba teñido por una luz dorada. El sol caía sobre la ciudad con una belleza tan invencible como la de aquella madrugada en el hotel Plaza Francia. Con extrañeza, advertí que también ahora sentía una congoja sin remedio. Volví a dormir un rato, tal vez un par de horas. Desperté sobresaltado por los petardos que rasgaban la noche y por el tumulto de los fuegos artificiales. Nunca me habían gustado las celebraciones del Año Nuevo y más de una vez, luego de oír por televisión a las multitudes de Times Square contar los segundos y de ver caer el invariable globo de luz anual en su cápsula de tiempo, apagaba la luz del velador y me ponía de costado en la cama para dormir.