Algo más, sin embargo, podía suceder aún. Alcira entró en el café. Se instaló junto a la ventana y pidió una cerveza, encendió un cigarrillo. Nadie era el mismo en aquellos días, y ella tampoco era ella. La había

imaginado bebiendo sólo té y agua mineral, abstemia de tabaco. Mis intuiciones se estrellaron contra el piso. Estaba distraída. Echó una mirada a las noticias del diario que llevaba consigo, pero no las leyó. Con desaliento, apartó las hojas. La gente que veíamos pasar no parecía abrumada sino más bien incrédula. El país se iba a la mierda, decían todos, pero allí estaba. ¿Puede acaso morir una nación? Han muerto tantas y otras han vuelto a respirar entre las cenizas.

Decidí acercarme a su mesa. Me sentía vacío. Cuando alzó la cara hacia mí advertí el estrago que habían dejado en ella los últimos días. Llevaba los labios pintados y un poco de color en los pómulos, pero las desgracias estaban escritas en las ojeras que la envejecían. Le conté que había llamado con insistencia al hospital para preguntar por Martel. -Quise venir a acompañarte, -le dije, pero no me dejaban. Una y otra vez me repitieron que estaban prohibidas las visitas y que el enfermo seguía sin novedad.

– ¿Sin novedad? Ya no sé cómo hacer para levantarlo, Bruno. Le ha crecido el bazo, casi no orina, está hinchado. Hace tres días parecía haber resucitado. A eso de las seis de la tarde quiso que me sentara a su lado. Estuvimos hablando una hora, tal vez más. Me enseñó a memorizar los números y a combinarlos. Tres es un pájaro, treinta y tres son dos pájaros, cero tres son todos los pájaros del mundo. Es un arte muy antiguo, me dijo. Combinó diez o doce números de varias maneras y luego fue barajándolos al revés. Hablaba con esa cadencia monótona de los croupiers en los casinos. Como si estuviera actuando. No entendí por qué lo hacía y tampoco se lo quise preguntar.

– Tal vez para sentirse vivo. Para recordar quién había sido Martel alguna vez.

– Sí, ha de ser eso. Quiere levantarse pronto, -me dijo, y volver a cantar. Me pidió que comprometiera a Sabadell para un recital en la Costanera Sur. Es una ilusión, ya te das cuenta. Ni siquiera sabe cuándo podrá ponerse de pie.

– ¿Qué pasó en la Costanera?, -le pregunté. Ese lugar es un desierto ahora.

– ¿Cómo?, -Alcirita, me contestó. ¿No lo viste en el diario?

Recordé que había encontrado un recorte en el pantalón con el que vino al hospital, pero sólo alcancé a ver el título. Algo sobre un cuerpo desnudo entre los juncos.

– ¿Empeoró después de eso? ¿Me decís que empeoró?

– Esa misma noche se vino abajo. Le cuesta respirar. Creo que van a abrirle un canal. Yo no quiero que lo atormenten más, pero tampoco tengo derecho a decirlo. Llevo años al lado de Martel y, sin embargo, sigo siendo su nadie.

– Decíles lo que sentís, de todos modos.

– Lo que siento.

– Sí, los médicos siempre tratan de mantener viva a la gente, acá y en todas partes. Hay algo de orgullo en eso.

– Siento que no tiene por qué morir ahora. ¿Lo digo? Se van a reír a mis espaldas. No pienso en la muerte. Si quieren romperle la garganta para entubarlo, ¿cómo les puedo explicar que así se le iría la voz y, sin la voz, Martel sería otra persona? Se dejaría morir apenas se diera cuenta de lo que ha pasado. Aquella tarde, hace tres días, le hablé de vos, ¿te dije, no?

– No, no me lo dijiste.

– Le conté que llevás meses buscándolo.

– Ahora ya sabe dónde estoy, -me dijo-. Que venga a hablar conmigo, entonces. Que Bruno venga cuando quiera.

– No me dejarían verlo.

– Ahora no. Hay que esperar otra resurrección. Si estuvieras ahí todo el tiempo lo verías regresar a veces con tanta fuerza que dirías: Ya está, ya nunca más va a recaer.

– Ojalá pudiera yo estar siempre en el hospital. Sabés que no depende de mí.

Llevaba largo rato mirándola corno si no quisiera desprenderme de ella. Me retenían el cansancio de sus ojos, la lisura de su piel, el oscuro pelo alborotado por los huracanes del alma. Me parecía que aquellas señas de identidad resumían las de la especie humana. A veces la observaba con tanta intensidad que Alcira apartaba la mirada de mí. Habría querido explicarle que no era ella la que me atraía, sino las luces que Martel había dejado sobre su cara y que podía adivinar a medias, las reverberaciones de la voz moribunda que se inscribían sobre su cuerpo. De pronto, Alcira se dobló en dos para atarse las zapatillas blancas y chatas, de enfermera. Al erguirse miró el reloj, como si despertara.

– Qué tarde se ha hecho, -dijo. Martel ha de estar preguntando por mí.

– Sólo estuviste acá cinco minutos, -le dije. Antes te quedabas más tiempo.

– Antes no había pasado nada de lo que pasó. Ahora estamos todos caminando sobre vidrios. Cinco minutos es una vida entera.

La vi alejarse y me di cuenta que, lejos de ella, yo no tenía nada que hacer. No quería regresar al hotel entre las fogatas y los mendigos. Al m enos sabía ahora que Martel había señalado otro punto en su hipotético mapa: la Costanera Sur, por donde yo había andado, sin saberlo, la noche del sábado. Un cuerpo desnudo entre los juncos. Quizá se podía encontrar el dato en las hemerotecas. Recordé que todas estaban cerradas y que hasta la puerta de una de ellas habían llegado los incendios. El episodio que citaba Martel no debía, sin embargo, ser tan lejano. El recorte aún estaba en su pantalón. Por un momento me ilusioné con la idea de que Alcira me permitiera verlo, aunque sabía que era incapaz de semejante deslealtad.

Abrí el diario que había quedado olvidado sobre la mesa y yo también pasé las páginas con desaliento: las lúgubres, ensangrentadas noticias. Me llamó la atención un artículo extenso, ilustrado con fotos de niños y hombres casi desnudos entre parvas de basura. "Me di vuelta y vi que eran balas”, decía el desafiante título. Arriba se leía una leyenda más explicativa: "Fuerte Apache, dos días después". Era una minuciosa descripción del barrio donde habían ido a dar Bonorino y mis otros compañeros de la pensión. Al parecer, desde allí habían partido los primeros saqueadores de supermercados y ahora estaban velando a sus muertos.

Por lo que leí, Fuerte Apache debía ser una fortaleza: tres torres de diez pisos unidas entre sí en un campo de diez hectáreas, seis cuadras al oeste de la avenida General Paz, en el linde mismo de Buenos Aires. Alrededor de las torres se habían construido unas casillas alargadas de tres plantas que se conocían como "las tiras". Pensé en el bibliotecario desplazándose de una casilla a otra con su ristra de fichas, como un topo. "A todas horas", decía el artículo, "la música retumba. Cumbia, salsa: los jóvenes bailan por los senderos de barro con litronas de cerveza en las manos". Me pregunté qué serían las litronas. Quizá la jerga fierita estaba infiltrándose en los periódicos.

"Fuerte Apache estaba proyectado para veintidós mil habitantes pero a fines del año 2000 ya vivían más de sesenta mil. Es imposible dar una cifra certera. Por los nudos no se aventuran los censistas ni la policía. Ayer había, a la entrada de las tiras, unas diez capillas ardientes. En algunas se velaba a villeros abatidos durante los saqueos por la policía o por dueños de supermercados. En otras, a víctimas de balas perdidas o de grescas entre pandillas dentro de las torres."

Al pie del artículo se abría un recuadro escueto con la lista de muertos. Con estupor, descubrí el nombre de Sesostris Bonorino, empleado municipal. Quedé paralizado. Me castigó una sucesión de recuerdos que se parecían a relámpagos. Recordé el rap que el bibliotecario había cantado batiendo palmas, antes de que nos despidiéramos en la pensión:

Ya vas a ver que en el Fuerte
se nos revienta la vida.
Si vivo, vivo donde todo apesta.
Si muero, será por una bala perdida.

Debí darme cuenta entonces de que una escena tan extravagante no podía ser casual. Bonorino estaba avisándome que había podido ver su propio fin, que no podía evitarlo y que tampoco le importaba. Contra mis torpes suposiciones, era posible, entonces, leer el futuro en la pequeña esfera tornasolada. El aleph existía. Existía. Lamenté que el epitafio del periódico fuera tan injusto. Bonorino había sido uno de los raros privilegiados -si no el único- que, al contemplar el aleph, se había encontrado cara a cara con la forma de Dios.

Tuve el impulso de ir hacia Fuerte Apache para averiguar qué había sucedido. No podía entender cómo un ser tan inocente había encontrado una muerte tan brutal. Me contuve. Aun si lograba entrar en las capillas ardientes, ya de nada servía. Fui resignándome a la idea de que el bibliotecario había podido verlo todo: mi noche con el Tucumano en el hotel Plaza Francia, la carta traicionera que escribí y la consecuencia inútil de esa traición. Me desconcertaba que, aun sabiéndolo, me hubiera confiado el cuaderno de contabilidad con las notas para la Enciclopedia Patria, que era la obra de su vida. ¿De qué podía servirle que yo u otro lo tuviera? ¿Por qué había confiado en mí?

Lo único que ahora tenía sentido era recuperar el aleph. Si lo encontraba, no sólo podría ver las dos fundaciones de Buenos Aires, la aldea de barro con sus apestosos saladeros, la revolución de mayo de 1810, los crímenes de la Mazorca y los de ciento cuarenta años después, la llegada de los inmigrantes, las fiestas del Centenario, el Zeppelin volando sobre la ciudad orgullosa. También podría oír a Martel en todos los lugares donde había cantado y saber en qué momento preciso estaría lúcido para que habláramos.

Subí al primer colectivo que iba hacia el sur y caminé, sin aliento casi, hasta la pensión de la calle Garay. Si alguien seguía viviendo allí, bajaría al sótano con cualquier pretexto y me acostaría decúbito dorsal, alzando los ojos hacia el escalón décimo noveno. Vería el universo entero en un solo punto, el torrente de la historia en una fracción infinitesimal de segundo. Y si el lugar estaba clausurado, violentaría la puerta o abriría la vieja cerradura. Había tomado la precaución de conservar las llaves.

Iba preparado para todo, menos para lo que hallé. La pensión había sido reducida a escombros. En el espacio que correspondía a la vieja recepción descansaba, siniestra, una máquina topadora. Aún seguía en pie el primer tramo de la escalera que llevaba a mi cuarto. En la calle, junto a la vereda, bostezaba uno de esos volquetes en los que se arrojan los restos de las demoliciones.