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Capítulo 19 LA HORA DE PAGAR

No fue fácil persuadir a Morcillo y a Azuara de que debían regresar a Tenerife y pasar la noche en sus casas. Estaban empeñados en quedarse allí a dormir. Pero insistí en que no hacía falta y los convencí para que tomaran el último barco. Morcillo, no se me ocultó, se marchó un poco escamada. Qué se le iba a hacer. De todos modos esperaba poder decirle pronto por qué había actuado así. Para cerrar el círculo, llamé al teniente Guzmán, a quien le conté que habíamos recogido nuevos indicios en la línea de lo que ya le había avanzado pero que teníamos que profundizar y que prefería continuar al día siguiente, temprano. Guzmán se mostró comprensivo y me exhortó a que descansara, después de la acumulación de emociones del día.

Una vez cubierto ese frente, me quedaba el otro. Antes de nada, le expliqué a Chamorro lo que me proponía, y por qué. Me escuchó con atención, y no quise dejar de pedirle que me expusiera con toda libertad su criterio.

– Estoy de acuerdo -dijo-. Es sólido. Es más que sólido. Me revienta haberlo tenido delante de las narices todo el tiempo y no…

– Quién iba a pensar -la disculpé.

– Parece mentira, sí. Pero estas cosas pasan. Ya se sabe.

– No te lo quiero ocultar. La maniobra tiene peligro.

– Ya me doy cuenta yo.

– Quiero que andes pendiente del menor movimiento.

– No te preocupes.

Lo citamos en el parador, y con el pretexto del teléfono móvil descargado, que debía dejar conectado a la red porque esperaba llamada de mis superiores, le hicimos venir a mi habitación. No opuso resistencia. Si se hubiera resistido, habríamos tenido que salir a buscarle sin perder un segundo, y habría habido que hacerlo de otra forma. Pero era mejor así, fuera de su terreno. Primero nos avisaron desde la recepción. Les pedimos que le indicaran el camino. Un par de minutos después, sonaban unos golpes en la puerta.

– Atenta -le dije a Chamorro.

Mi compañera se colocó el arma entre la parte posterior de la cadera y el pantalón, al alcance de la mano. La había montado antes, como yo la mía.

– Hola, pasa -dije, tras abrirle la puerta.

– Qué tal -respondió, con gesto cansado.

Pasó al centro de la habitación. Me quedé a su espalda. Chamorro, desde el fondo, lo tenía cubierto desde el otro lado, en diagonal.

– Bueno, vaya paliza de día, ¿no? -comentó, mientras buscaba donde sentarse. No le invité a hacerlo en ningún sitio.

– Nava. Levanta las manos. Sobre la cabeza.

– ¿Qué?

– Que levantes las manos. Donde pueda verlas.

– Oye, ¿pero qué…?

– No te lo voy a decir otra vez -advertí, encañonándole.

Se volvió a Chamorro, que también le apuntaba, ahora.

– Joder, ¿qué es esto? -protestó, mientras obedecía.

Vi inmediatamente dónde traía el arma. Bajo el brazo.

Me acerqué despacio, sin dejar de encañonarle. Me miró con una especie de desolación. Luego alzó el rostro y cerró los ojos. Exhaló un largo suspiro.

– No tengas miedo, Vila -dijo-. No voy a hacer nada. No soy un asesino.

Se dejó desarmar sin mover ni un músculo. Mientras retrocedía, comprobé el estado de su pistola. Sin montar, y con el seguro puesto.

– Vaya, qué mal rollo. ¿No vais a dejar que me siente, siquiera?

– Sí. Allí, junto al cabecero. Extiende la mano y déjala cerca. Voy a esposarte a la cama. Chamorro te va a estar apuntando. Y tira bien. Te aviso.

– Que no voy a resistirme, hombre.

Preferí, no obstante, mantener la precaución. Ni siquiera cuando le tuve inmovilizado me consentí relajarme. Me senté a buena distancia de él, y otro tanto hizo Chamorro, siempre formando un ángulo con mi posición.

– Bueno, ya está -dijo Nava, mientras se frotaba los ojos con la mano libre-. Ya se acabó. ¿Sabes qué te digo? Lo estaba esperando.

– Suele pasar -asentí-. La conciencia es una perseguidora más dura que todos los policías juntos. Y a poca gente le falta del todo.

– Tienes razón. Eso no lo sabía, fíjate. Lo supe después. Que se puede llegar a desear que llegue la hora de pagar.

– ¿Lo deseabas?

– Sí. Y si por mí fuera, habría llegado antes. Y se habría ahorrado una vida. Aunque ya sé que nadie se va a creer esto, nunca.

A mí me costaba un poco creerlo, desde luego. Pero las lágrimas que de repente inundaban sus ojos, y el temblor que había en su voz, no me parecieron de tristeza falsificada. Aunque eso, lo sabía bien, distaba de otorgarle un certificado de inocencia, a los efectos que a mí me incumbían.

– En todo caso, no quiero que parezca que no soy deportivo -se recompuso-. Vaya por delante mi felicitación. Sois unos sabuesos imbatibles.

– Comprenderás que no me alegre nada tu felicitación.

– Pues debería, creo yo. No estaba fácil. Otros lo intentaron y salieron trasquilados. Se dejaron enredar en la trampa que les habían tendido.

Le observé. Miré luego a Chamorro. También estaba sorprendida.

– Honradamente -dije-, creí que ibas a negarlo todo.

Nava me ofreció una sonrisa desvencijada.

– ¿Negarlo? ¿Para qué? Me tienes cogido. Lo sé. No sé todo lo que tienes, pero me consta que tienes más que suficiente. Sólo bastaba con que supieras interpretarlo. Y si estoy aquí, esposado a esta cama, es que has sabido. A partir de aquí, a palmar. Me va a tocar comerme hasta lo que no he hecho. Sólo voy a negar eso, lo que no hice, aunque no sirva de nada.

Admito que la reacción de Nava me cogía desprevenido. No me lo había representado así, cuando había tratado de imaginar cómo resultaría aquello. Pero tenía la obligación de no dejarme tomar la delantera, fueran cuales fueran las maniobras que él ingeniara para desorientarme, y me sentía fuerte y despierto; tanto como hiciera falta para conducir la situación.

– ¿Qué es lo que no hiciste, Nava?

– Que conste que ya te dije que no me ibas a creer. Pero tengo que intentarlo. Yo no maté al chico. Ni maté a Ruth. Sobre todo, no la maté a ella, y créeme, aunque te cueste. Si estoy aquí, es por haber dejado que ella me importara más de la cuenta. Nunca habría podido hacerle daño.

– ¿Quién iba en el coche rojo, entonces? ¿Quién iba con Ruth anteayer, y luego se tomó el trabajo de borrar las huellas dactilares?

Nava inspiró con fuerza.

– Yo. Eso ya lo sabes, y tendrás dentro de nada una huella cruzada y a lo peor un análisis de ADN que te permita respaldarlo. Y como sé que eres listo, no te diré que la huella que recogisteis la debí de imprimir cuando ella me llevó al centro a ver a esos conocidos, antes de dejarla sola. Primero porque eso, ser el último que la vio, ya me hace sospechoso. Y segundo, porque cuando todo se hunde, viene hasta la mala suerte a jugar en tu contra. Tenía que aparecer la dichosa huella en la puerta del conductor, una puerta que en condiciones normales yo no tendría por qué haber tocado.

– Te he escuchado, pero no sé si te entiendo -dijo Chamorro.

– Yo tampoco -reconocí-. Así que estabas allí, pero no hiciste nada.

– Sonará raro, pero es así. Yo fui el que llevó el cadáver del chico al lugar donde apareció. Pero lo había matado otra persona. Y yo estaba con Ruth, en el coche, cuando la bala la mató. Pero no apreté el gatillo. O si lo hice, no fue voluntariamente. Fue un accidente, Vila. Vamos, ya puedes reírte.

– Por qué. No veo que tenga gracia.

– Bueno, existe el humor negro. A veces es la única válvula de escape. Perdona que recurra a él alguien a quien se le ha arruinado la vida.

– En esta historia hay a quien se le ha arruinado la vida mucho más que a ti. Me va a costar tenerte lástima, mi sargento primero.

– Ya lo sé.

– Y devolviéndote la cortesía, ya que respetas nuestra inteligencia y no tratas de ofenderla, al menos en el detalle de la huella, supongo que eres consciente de que tu cuento te plantea ciertas dificultades.

– Claro.

– Por ejemplo, te exige un culpable alternativo para la muerte del chico.

– Lamentablemente, lo tengo.

– ¿Lamentablemente?

La expresión con que entonces me observó Nava no sé si era irónica, cruel o tan sólo desesperada. Pero me sobrecogió.

– Vamos, Vila -dijo-. Ya lo has pensado. Sería impropio de la astucia que me has demostrado hasta ahora no haberlo hecho. Sabes quién lo hizo.

– No lo sé, si no fuiste tú -me resistí.

– ¿También vas a decirme que no sabes quién era la chica rubia?

Noté que Chamorro me vigilaba. Le había contado mi conversación con Desirée Gómez, y le había razonado por qué, en combinación con otros muchos indicios reunidos aquí y allá, me llevaba a creer que Nava tenía que estar implicado; pero respecto de la otra cuestión que la revelación de la muchacha planteaba, había preferido ser bastante más ambiguo. Y ella, aunque había comprendido la evidencia, me había permitido que lo fuera. Lo que preguntaba ahora Nava, sin embargo, no admitía ambigüedad alguna.

– No sé de qué color tenía el cabello Ruth -dijo-. Siempre se lo vi teñido. Entonces iba de rubia. Poco después, cuando se dio cuenta de que la chica la había visto con Iván, aunque hubiera sido rápido y de refilón, prefirió teñirse de morena oscura. Creo que era tirando a castaña, en realidad. En todo caso, lo has tenido chupado, no puedo creer que se te haya pasado la fotografía de ella que publicaba hoy el periódico. Porque era precisamente una foto de aquella época. De cuando todavía iba de rubia. De rubia fatal.

Si sólo hubiera sido aquella foto, me habría empeñado en creer en una casualidad, por rocambolesca que pudiera parecer. Pero estaba todo lo demás. La peculiar actitud de Ruth durante la investigación; su empeño en menoscabar, aun con sutileza, cualquier pista que no condujera a Gómez Padilla; o cómo había coincidido la desaparición de ciertos testigos con el momento en que ella había sabido que nos acercábamos a ellos. Eran tantos detalles, tantas las razones que tenía para pensar que se había ofrecido voluntaria a colaborar con nosotros sólo para estar informada de primera mano y sabotear cuanto pudiéramos hacer… Y en cuanto a Desirée, ahora tenía una explicación bastante palmaria para algo que me había extrañado en su momento: que queriendo estar siempre en todas las salsas, Ruth hubiera dado un paso atrás cuando habíamos ido a ver a la chica, bajo el nimio pretexto de hacer las tareas domésticas. Como era lógico, no quería encontrarse con la que era, acaso, la única persona que podía vincularla con Iván.