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Capítulo 18 UNA SOLA DIRECCIÓN

Pasaban un par de minutos de las siete y media cuando nos reunimos con Azuara y Morcillo en un bar de la plaza. Su informe, después de varias horas y media docena de entrevistas, podía resumirse muy brevemente, y Morcillo, que no era propensa al derroche, obró en consecuencia:

– Nadie conoce a esa rubia. Fuera cual fuera la relación entre los dos, creo que tenemos que deducir que era muy reciente.

Medité sobre esa idea, y sus posibles implicaciones de cara a la investigación. Si ninguno de sus amigos había visto nunca a Iván con aquella chica, si la única que podía reconocerla, y no con seguridad, era Desirée, que estaba además en La Palma, parecía evidente que aquélla no era una pista llamada a ofrecer resultados inmediatos. Y había otra que estaba mucho más caliente. Decidí olvidarme por el momento de la rubia y concentrar todos los esfuerzos en lo que ahora me quemaba. Les puse en antecedentes:

– Nosotros hemos dado con algo, aunque todavía lo tenemos que confirmar. Parece que el Moranco es más importante de lo que hemos creído hasta aquí, y que está en relación con otro pájaro más importante aún. Da la impresión de que no nos hemos enterado de nada hasta ahora porque alguien ha impuesto una ley del silencio que alcanza a nuestros propios confidentes. Hace media hora quedamos con uno que ha faltado a la cita.

Morcillo me escuchaba con atención. Nunca había sido partidaria del móvil del ajuste de cuentas entre traficantes, pero eso no quitaba, interpreté, para que lo asumiera disciplinadamente si su superior se lo pedía.

– Chamorro y yo vamos a seguir un hilo que acaban de darnos -continué-. Lo que quiero que hagáis vosotros es moveros por todas partes, preguntando al mayor número posible de gente por el Moranco y la Cheli. Empezad por el local que tienen en las afueras, que ahora estará ya concurrido de clientes. Y luego seguid por los sujetos de la lista que os va a pasar Chamorro. Pero no dejéis de preguntarle a cualquiera, en cualquier bar. Y sacadle la placa a todo el mundo, y si a alguno lo veis nervioso le dais caña. Quiero que en toda la puta isla se sepa que la Guardia Civil está buscando a esos dos.

– A tus órdenes, mi sargento -acató Morcillo.

– Pero por favor, tened cuidado. Que uno pregunte y el otro ande atento y cubriendo siempre las espaldas.

– Descuida. Aquí éste, además de buena vista, tiene buen oído.

– Pues en marcha.

Morcillo, siempre seguida por Azuara, subió al coche y lo puso al instante en movimiento. Aunque no conducía tan al límite como Anglada, tampoco se andaba con melindres. Al pensar en Ruth, una ráfaga de recuerdos vino a turbar mi serenidad. Pero me la sacudí en seguida y cogí el teléfono.

Llamé al teniente Guzmán, para ponerle al corriente de los últimos acontecimientos. En eso habíamos quedado, de forma que él, a su vez, pudiera tener siempre informado al subdelegado del gobierno, en caso de necesidad. Después de hacerle el resumen de noticias, le pregunté si por casualidad sabía quién era el propietario del hotel que nos había dicho Johnny.

– Ni idea, Vila -respondió-. Eso, alguien de la propia isla.

– Bueno, le preguntaré a Nava.

– Lo que parece es que os está cundiendo -dijo.

– A ver, mi teniente. Yo no afirmo nada hasta que no lo compruebe.

– ¿Te hacen falta refuerzos? El subdelegado del gobierno me ha dicho que moviliza lo que le pidamos.

– No, creo que con los que estamos aquí es suficiente.

Tu gente es buena, aunque eso no hace falta que te lo cuente yo.

– Te agradezco que me lo cuentes, en todo caso.

– Seguimos. A tus órdenes.

– Espera un momento, Vila. ¿Puedes?

Por espacio de unos diez segundos, se hizo el silencio en la línea, apenas roto por el rumor de alguien que hablaba con Guzmán en voz no muy alta.

– Acaban de pasarme un fax -regresó la voz de Guzmán-. Te va a gustar lo que dice. Es del laboratorio, en Madrid. Coincidencia morfológica y de color entre las dos muestras de cabello. La de hace dos años y la de ayer. El análisis de ADN tardará un par de días, pero nos dan esperanzas. Por lo que se ve, han podido extraer del bueno en alguna de las muestras.

No dije nada. Debía asimilarlo, aún. Si era cierto lo que Guzmán suponía, teníamos la firma del asesino. Siempre puede obtenerse del cabello ADN mitocondrial, pero eso sólo sirve para descartar al sospechoso, en caso de divergencia, o para dar una alta probabilidad, en caso de que coincida. Sin embargo, si hay ADN del que Guzmán llamaba bueno, es decir, nuclear, lo que requiere que el cabello no sólo tenga la raíz, sino también que al desprenderse se encuentre en unas condiciones determinadas, la identificación puede realizarse con una probabilidad superior al 99,9 por cien.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

– Que andamos de suerte -opiné-. Que no es tan listo. Y está nervioso.

– Dale, Vila. Le estás pisando los talones. Ahora no cabe duda.

Apenas perdí un minuto en comunicarle la noticia a Chamorro y celebrarla. Marqué el número de la casa-cuartel, pero cuando iba a llamar, mi teléfono móvil se apagó súbitamente. Tardé en comprender lo que había pasado.

– Batería a cero. Déjame el tuyo -le pedí a Chamorro.

Mi compañera, antes de entregarme su aparato, tuvo que encenderlo. Seguía llevándolo desconectado, ya sabía por qué. En cuanto volvió a la vida, se puso a pitar desaforadamente. Tenía un montón de mensajes.

– Pasa de ellos -dijo, mientras me lo tendía-. Luego los borro.

Iba a marcar otra vez el número de la casa-cuartel cuando experimenté una repentina iluminación. Saqué mi cartera y rebusqué en ella hasta encontrar la tarjeta en la que el ex concejal me había apuntado su teléfono.

Le llamé. Mientras sonaba el tono, le dije a Chamorro:

– Acaba de ocurrírseme un atajo.

Mi compañera escuchaba intrigada.

– Sí -atendió la llamada el propio Gómez Padilla.

– Juan. ¿Cómo está usted? Soy Vila, el guardia.

– Ah, sargento. Cómo está. Mal, supongo. No sé qué decirle que no sea inútil. Imagino que ha sido un golpe duro.

– Ya ve. Pero estamos tratando de remontarlo, no nos queda otra. Y a lo mejor nos puede ayudar.

– Si puedo, lo haré. No lo dude.

Le di el nombre del hotel que nos había dicho Johnny.

– Lo conozco, sí, ¿qué pasa con él? -inquirió.

– ¿Conoce también a su dueño?

– Un poco, sí. Es difícil no conocerle.

– ¿Y diría que ese hombre le aprecia?

Gómez Padilla se tomó aquí un instante, antes de responder.

– No, no lo diría. ¿Adónde quiere ir a parar?

– No se lo puedo decir aún. Pero le agradecería que me facilitara el nombre de ese individuo, me contara lo que sepa de su vida y milagros y, si no es abuso y dispone de alguna información, me indicara dónde cree que podría encontrarlo en caso de que quisiera hablar ahora mismo con él.

El ex concejal, llegado a este punto, no podía dejar de sacar conclusiones. Era el riesgo que corría, pero creí que merecía la pena. Por lo pronto, Gómez Padilla accedió a mi petición. Cuando me despedí de él, apenas diez minutos más tarde, tenía en la cabeza un perfil, si no fiel (eso debería contrastarlo, como todo), sí bastante pormenorizado de aquel tipo. Y tenía también una dirección, la de su presunto centro de operaciones.

– ¿Qué? -casi me imploró Chamorro, devorada por la curiosidad.

– Se llama Pascual Pizarro, aunque los amigos, como los enemigos, prefieren llamarlo PP. Es promotor inmobiliario, hotelero, tiene una empresa de transporte marítimo. Gómez Padilla le denegó licencias para algunas tropelías en el litoral. Un par de ellas las está haciendo, ahora.

– No entiendo nada -dijo Chamorro-. ¿Y qué podría tener que ver alguien así con todo esto? ¿No estarán tratando de despistarnos?

– No lo sé, Chamorro. Estoy pensando demasiadas cosas a la vez como para poder elegir una y decírtela. Me ha dado una dirección donde cree que podemos encontrarle. Vamos allá y le probamos el temple.

– ¿Tú crees?

– No perdemos nada.

– A lo mejor es peligroso.

– Pues montamos la pistola antes de llamar. Y ya sabes, serenos en el peligro, que es lo que nos toca por ser tan capullos y meternos a esto.

El móvil de Chamorro empezó a sonar.

– Oh, no -dijo.

Examiné la pantalla del aparato. Indicaba el número desde el que estaban haciendo la llamada. Se lo mostré.

– ¿Es él?

– Apágalo, anda.

Me quedé mirando el número. Apreté la tecla de descolgar.

– ¿Qué haces? -susurró Chamorro.

La tranquilicé con la mano.

– Dígame -respondí.

– ¿Virginia?

No me gustaba su voz, aunque eso ya podía preverlo. Denotaba la falta de estilo y de discernimiento que caracteriza al varón desairado.

– ¿Quién es usted? -pregunté, calmosamente.

– ¿Quién es usted?

– ¿Va a repetir todas mis preguntas?

– Quiero hablar con Virginia, ¿quién coño eres tú?

No respondí en seguida.

– Para ti, si no aprendes modales, el aliento de Satanás.

– ¿Qué?

– Voy a explicarle una cosa, cabo. Conozco su nombre, el de su unidad, el de su jefe y el del jefe de su jefe. Y me permito recordarle que el uniforme que todavía le dejan vestir le exige, si recuerda usted la cartilla que debió estudiarse, no recurrir jamás a vejaciones, malas palabras ni malos modos. Eso incluye abstenerse de molestar a las personas que no desean tratarle.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Mire, cabo, escúcheme porque sólo se lo diré una vez. Valore la importancia que tiene para usted estar dónde está y hacer lo que hace. Porque si vuelve a marcar este número le garantizo que se le acabará y tendrá que emplearse de matón en un puticlub de carretera comarcal. Buenas tardes.

Corté la comunicación y le devolví el teléfono a Chamorro. Lo cogió sin articular palabra. Me encogí de hombros.

– Si es un psicótico, la he cagado -admití-. Pero si sólo es un mierda, como me parece, ese teléfono tuyo no va a volver a sonar.

Chamorro se quedó mirando el aparato mientras lo sujetaba con dos dedos, como si manchase o quemara.

– Dios te oiga -deseó.

– Si vuelve a llamarte, dímelo, y le fundo los plomos. Hay mil maneras de hacerlo, aunque mida uno noventa. Ten en cuenta que llevo una pila de años tratando con gente que se carga a otra gente. Torres más altas han caído, a manos de enemigos más pequeños. Me sé todos los trucos.