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Chamorro meneó la cabeza.

– Estás como una cabra. Y hasta ahora no me había dado cuenta.

– Tranquila -dije-. No le mataré si no es imprescindible. De hecho, prefiero que viva, para que pueda sufrir el martirio de estar consigo mismo.

– La verdad, no sé si me ha salido el mejor defensor.

– Confía en mí -le pedí, ahora en serio-. Si no está loco, sólo se trata de quitarle la sensación de que le sale gratis darte la tabarra. En cuanto no se sienta impune, se achantará. Y si está loco, habrá que averiguarlo y andar atentos, para encerrarlo en un cuarto acolchado o ponerlo a hacer cestos de mimbre antes de que pueda perjudicar a alguien.

– No lo imagino haciendo cestos de mimbre, la verdad.

– Seguro que los hace divinos, bien apretaditos, con esos dedos fortalecidos por el uso diario de la porra.

– Mira que eres malo -se rió.

– Sólo si hace falta. Vamos a ver a PP.

Me gustó el lugar donde Pascual Pizarro tenía su oficina, en un edificio pequeño y blanco frente al mar. Aunque estaba muy cerca del centro, a apenas cinco minutos a pie, era muy tranquilo. En el portal lucían varias placas, con los nombres de diversas empresas. Las que le pertenecían.

Había un vigilante jurado, sentado tras un mostrador. En el interior del edificio reinaba una actividad escasa. No en vano ya eran las ocho de la tarde. También Pizarro podía haber dado por terminada la jornada laboral, pero tenía motivos para abrigar esperanzas de que no fuera así. No es infrecuente que los que trabajan para sí mismos, en parte por la codicia, en parte por la desorganización que acarrea el no tener a nadie que les marque el paso, prolonguen la actividad hasta agotar el último resto del día.

– ¿Tenían cita con él? -preguntó el vigilante, cuando le dijimos que traíamos intención de ver al señor Pizarro.

– No.

– ¿Puedo saber quiénes son ustedes?

– Claro -respondí, mientras sacaba la placa-. Guardia Civil.

El vigilante se quedó algo parado. Descolgó el teléfono.

– ¿Por qué asunto debo decirle que quieren verle?

– Ya se lo diré yo. Es una investigación rutinaria. No se preocupe.

El vigilante marcó un número.

– Hay aquí dos guardias civiles que preguntan por el jefe -informó a su interlocutor-. No me han dicho. Una investigación rutinaria, dicen.

Lo tuvieron esperando cerca de medio minuto. Al fin, asintió un par de veces y devolvió el auricular a su base.

– Pueden subir. Por ese ascensor. Cuarto piso. Ya les recogen allí.

– Muchas gracias -dije.

Cuando se abrió el ascensor en la cuarta planta, había, en efecto, una persona esperándonos. Era una mujer de treinta y muchos, vestida informalmente con vaqueros y una blusa liviana y suelta. Era amable, o amable se mostró con nosotros, aunque la tuvieran allí trabajando a esa hora.

– Vengan conmigo, por favor.

El edificio carecía de lujos. Era funcional, y el mobiliario, bastante desprovisto de elegancia, resultaba además anticuado. La mujer nos llevó hasta una zona en la que la vulgaridad y el desaliño quedaban subrayados por el ostentoso revestimiento de madera de las paredes. Quizá en otro tiempo aquella madera había sido aparente. Ahora se la veía deslucida.

La mujer llamó a una gran puerta que se abría en medio de la pared. Una voz atiplada gritó «adelante». La mujer giró el picaporte, empujó la puerta, se apartó a un lado y nos indicó que pasáramos. Al fondo, tras una mesa atestada de papelote, se acababa de incorporar un hombre.

Pascual Pizarro andaría por los cincuenta y tantos. Gastaba una buena barriga y un bigote entrecano y no iba a un buen peluquero o no iba a menudo. La ropa que llevaba era vieja y apagada, y no se veía muy limpia. Su despacho, angosto y feo, terminaba de dar cuenta de su personalidad. Estaba lleno de cuadros hasta el último rincón de pared disponible. Alguno parecía hasta bueno. Ninguno denotaba mucho gusto. Todos debían de ser caros.

– Pasen, por favor -pidió.

Avanzamos hacia él. Antes de que llegara, ya me tendía la mano.

– Pascual Pizarro -se presentó.

– Encantado -respondí-. Soy el sargento Vila. Virginia, mi compañera.

Estrechó también la mano de Chamorro, haciendo con ella una media reverencia. Sólo le faltó decir «a sus pies, señorita», o algo así de rancio. Luego nos invitó a tomar asiento en dos sillas que tenía ante la mesa.

– Gracias por recibirnos. Sé que no son horas -me disculpé.

– No se preocupe, yo trabajo hasta tarde. Pero la verdad es que me coge un poco de sorpresa, su visita, sobre todo cuando me han dicho que es para una investigación rutinaria. Supongo que no será exactamente así, porque algo rutinario, a fin de cuentas, siempre puede esperar.

– En parte se trata de algo rutinario y en parte no -expliqué-. El asunto que nos ocupa no es rutinario en absoluto. Lo habrá visto hoy en los periódicos, si no se ha enterado antes por otros medios.

Pizarro me observó, pensativo.

– Se refiere a lo de esa chica, la guardia civil que han matado.

– Sí.

– Me ha dado un vuelco el corazón, cuando me lo han contado. La muchacha estuvo un tiempo destinada aquí. Era muy maja, y parecía que también una buena profesional. Mi más sentido pésame, sargento.

– Gracias -me esforcé por decir.

– Y ya veo que el caso de rutinario no tiene nada. Lo que no entiendo muy bien, y le confieso que me tiene en ascuas, es cómo les trae aquí.

Si tenía algo que ocultar, no lo hacía del todo mal. Su extrañeza parecía auténtica y tenía la medida justa; ni excesiva ni escasa.

– Aquí viene la parte más o menos rutinaria -dije-. A la hora de investigar un homicidio, no hay más remedio que comprobar todos los detalles. Puede ser pesado, y muchos de los detalles que se comprueban luego no valen para nada, pero alguno acaba sirviendo y por eso hay que hacerlo.

– Pues en lo que yo pueda ayudarles, sea lo que sea…

– Le voy a decir sin rodeos por qué estamos aquí. En el cadáver de nuestra compañera había una tarjeta de un hotel. Y al dorso tenía apuntados los nombres de una inmobiliaria y una compañía de transporte marítimo.

PP demostró cierto dominio, y reaccionó sin grandes aspavientos ante la revelación. Pero no le dejó indiferente. Chamorro, aunque no le había adelantado cuál sería la patraña con la que intentaría hacer picar a nuestro adversario, supo fingir como si hubiera sido ella la que la había urdido.

– Hemos indagado sobre esas dos compañías, y sobre ese hotel -continué-, y lo primero que hemos averiguado es que los tres le pertenecen.

Pizarro siguió aún en silencio. Aunque mantenía la compostura, su rostro no aparecía precisamente relajado. Pensé que, si tenía algo que ver con el homicidio, debía de estar pasmado de que en tan poco tiempo hubiéramos llegado a él. Y no por abajo, por mindundis que le denunciasen y cuyo testimonio pudiera negar con una carcajada, sino después de establecer un vínculo directo y concreto, aunque sólo fuera una tarjeta con unas anotaciones, entre el crimen y el conjunto de su entramado empresarial.

– Le voy a ser franco -mentí-. No es mucho más lo que hemos averiguado. Por eso estamos aquí. Para preguntarle a usted.

– Me deja muy asombrado, todo esto que me cuenta -repuso.

– Le cuento lo que hemos encontrado, simplemente.

– Pues no sé. No tengo ninguna explicación -dijo.

Me quedé quieto, desafiándole a sostenerme la mirada. No la rehuyó, pero advertí en sus ojos, o creí advertir, la tensión del esfuerzo.

– Le voy a apuntar algo que hemos pensado, para tratar de hacer un poco de luz. Quizá haya alguien, alguna persona en particular, que trabaje a la vez para sus dos empresas, y que también tenga relación con el hotel.

Se tomó unos segundos para reflexionar.

– Algunas de las personas que trabajan en esta oficina tienen relación con todas mis empresas. Pero son contables, comerciales… No sé qué pueden tener que ver con el asesinato de una guardia civil. Yo si quiere le preparo una lista, faltaría más, pero temo hacerles perder el tiempo.

Había dos posibilidades: o Pascual Pizarro era ajeno a la conspiración, o no lo era. En cualquiera de las dos, aunque sin duda en una más que en otra, aquél de entregarnos a su gente para entretenernos y apartar la atención de sí era un gesto de insigne abyección. Supuse que no era por ingenuidad por lo que omitía considerar a quien de forma más inequívoca tenía que ver con las tres entidades, es decir, él mismo. Entre lo uno y lo otro, admito que cualquier simpatía que hubiera podido inspirarme quedó abolida.

– No sé -dudé, haciéndome el tonto-, a lo mejor las actividades de esas empresas tienen alguna relación, o a su vez hay alguna otra entidad con la que se relacionen o tengan negocios. Perdone si lo digo de una forma tan imprecisa, no estoy familiarizado con el mundo empresarial.

– Pues, no sé, pertenecen al mismo grupo, eso es todo lo que puedo decirle -respondió-. Tratos con otras empresas, pues claro, las tres tienen préstamos de los mismos bancos y de las mismas cajas, las tres tienen los mismos auditores, a las tres las asesoran los mismos abogados… Pero mire, de verdad que esto me resulta incomprensible. No alcanzo a imaginar por qué demonios tendría su compañera esa tarjeta con esas anotaciones…

Creí que ya había conseguido descentrarle bastante con aquella maniobra de diversión. Era el momento de acercarse al meollo del asunto.

– No voy a engañarle -dije, despacio-. La verdad es que tampoco nosotros acabamos de entender todo esto. Le agradeceré si puede prepararnos esa lista que nos dijo antes, con todas las personas y empresas que tengan alguna relación con el hotel, la inmobiliaria y la compañía de transporte. Observo que nos aguarda un trabajo poco prometedor, pero qué le vamos a hacer.

– Déme al menos un día. Y se la preparo.

– Gracias. Verá, hay otra cosa que quisiera preguntarle.

– Pregunte usted.

Le hice aguardar mi pregunta durante unos segundos. Y antes de formularla, miré de reojo a Chamorro, de forma que él pudiera percatarse de que lo hacía. Mientras tanto, mi compañera le escrutaba, hierática.

– ¿Conoce usted a Juan Luis Gómez Padilla?

Pizarro no se apresuró a responder. Pero cuando lo hizo, fue firme:

– Por supuesto.

– Perdone, ¿por qué por supuesto?

– Ha sido concejal durante años, ha sido vicepresidente del cabildo, y hasta hace un año salía en los periódicos un día sí y otro también. Ya sabrá usted por qué, me imagino que no necesita que yo se lo cuente.