– No le pregunto si le conoce de los periódicos. Sino en persona.
– También. He tenido que negociar con él a menudo.
– ¿Y qué tal se lleva con él?
– No somos amigos, ni enemigos -explicó-. El cumplía con su papel, y yo con el mío. Las relaciones siempre fueron correctas, aunque no siempre tuviéramos el mismo punto de vista. Creo que es un hombre honrado, como político, quiero decir. De lo otro no sé más que lo que leí en la prensa.
– ¿Tomó alguna vez el señor Gómez Padilla, que usted recuerde, decisiones contrarias a sus intereses empresariales, señor Pizarro?
No podía dejar de ver la intención de la pregunta. Y eso era justamente lo que buscaba, que se viera en la línea de fuego, a ver qué hacía. Pero Pizarro no se arrugó, y optó por reaccionar de una manera didáctica:
– El interés de un empresario es siempre ganar el mayor dinero posible. El político tiene el interés de ganar las elecciones. A veces esos intereses no coinciden. Y el político resuelve. Pero no pasa nada. El juego es así.
– Entiendo que su respuesta a mi pregunta es sí.
– Gómez Padilla, y otros políticos antes y después de él, han tomado decisiones que no me convenían. Con ello contaba. Llevo treinta años en el mundo de los negocios. Debo bregar con disgustos peores que ésos.
– Ya veo -asentí.
PP aprovechó mi silencio, o más bien no quiso que durara.
– ¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de su compañera?
– No lo sé -respondí-. Puede que nada. O puede que algo, es una de esas miles de minucias que no tenemos más remedio que comprobar.
– Me obliga a hacer un ejercicio de deducción, entonces -advirtió-. Bueno, no me importa, soy lector asiduo de novelas policiacas.
– ¿Ah, sí?
– Me encanta Agatha Christie. Me relaja mucho la mente leerla.
– Puedo entenderlo. ¿Y qué es lo que deduce usted?
– Que su compañera andaba investigando algo en relación con Gómez Padilla. Lo que fuera en particular, no lo sé.
– No anda del todo descaminado.
– Era fácil pensar que por ahí iban los tiros.
Le observé con una media sonrisa que dejé que interpretara a su gusto.
– Hay un último detalle que quisiera consultarle -dije.
Apoyó la espalda en el asiento, disimulando su expectación.
– ¿Conoció usted o tuvo alguna vez relación con un chico que se llamaba Iván López von Amsberg? -inquirí.
– El chaval al que mataron hace dos años -precisó.
– Ese mismo.
– No. ¿Qué le hace pensar que pude haberla tenido?
Me encogí de hombros.
– No lo sé, señor Pizarro. Mi compañera y yo venimos de Madrid, no estamos demasiado al corriente de cómo funciona la sociedad de la isla. Quizá traemos ese prejuicio de la capital, que en los sitios pequeños todo el mundo se conoce y se relaciona, de una o de otra manera.
– De vista conoce uno a mucha gente, sí, pero no a toda. Y en cuanto al trato, pasa como en cualquier otro sitio. Uno trata con quien tiene algo en común con uno. Y la verdad, yo, con ese chico… Como no diera la casualidad de que fuera amigo de mis hijos… Pero por lo que sé de él, llevaba una vida muy diferente de la de ellos. Mi hijo está haciendo un máster en Estados Unidos y mi hija está en Madrid, terminando Arquitectura.
– Le felicito. Parece que le han salido estudiosos.
– No puedo quejarme.
– Está bien, señor Pizarro. No le molestamos más.
Nos pusimos en pie. El empresario, satisfecho de haber pasado la prueba, eso debía de creer, nos acompañó hasta la puerta del ascensor. Allí, mientras esperábamos, completó su faena de anfitrión cordial:
– Les deseo suerte en la investigación. Imagino que coger al asesino es el único consuelo que pueden tener tras la pérdida de su compañera.
– Sí -dije, abstraído-. Oiga, perdone si le parece una estupidez, y perdone que hasta en la puerta le siga haciendo preguntas. Pero, ¿no conocerá usted por casualidad a un tal Florencio Torres, al que le dicen el Moranco?
No se me escapó la dilatación de sus pupilas. Se apresuró a contestar:
– Ni idea. ¿Quién es?
– No, si ya me parecía una tontería. Disculpe.
Llegó el ascensor. Entramos. Pizarro sujetó mientras tanto la puerta.
– Sargento -dijo, antes de soltarla.
– ¿Sí?
– Verá, entiendo que está haciendo su trabajo, y que cumple con su deber. Si esa tarjeta estaba ahí, debe investigarlo. Pero no puedo dejar de temer que se esté haciendo ideas equivocadas, y más que nada, para serle sincero, me preocupa el tiempo que vaya a perder por culpa de esas ideas.
– No se preocupe -traté de aliviarle-. No nos asusta el trabajo que haya que hacer, ni el tiempo que tengamos que dedicarle.
– Si puedo darle un consejo, hable con sus compañeros de aquí. Ellos me conocen. Le dirán a qué me dedico y quién soy en esta isla.
– Gracias por el consejo. Así lo haremos. Buenas tardes.
– Buenas tardes.
Soltó la puerta, no podía hacer otra cosa. Un minuto después, ya en la calle, tras dejar atrás al hosco vigilante jurado, Chamorro me dijo:
– Aquí hay tomate, mi sargento.
– De eso no cabe duda, Virginia. Lo que no quiero ni pensar es hasta dónde puede llegar, el tomate. A lo peor vamos a necesitar esos refuerzos que le dije antes a Guzmán que no nos mandara. Déjame el teléfono.
Chamorro rebuscó en su bolso. Sacó el teléfono. Estaba apagado.
– Pero qué… Se me ha quedado también sin batería. Olvidé recargarlo.
– Vale. ¿Cómo vivíamos cuando no había móviles?
Buscamos una cabina. Desde allí telefoneé a Morcillo. Le pedí que dejara lo que estuviera haciendo y viniera a buscarnos. Diez minutos después, aparecían ella y Azuara en el coche. Antes de nada, les pregunté por el resultado de sus gestiones. Morcillo resumió: muchas caras de susto, mucha saliva tragada y ninguna respuesta útil. Decidí continuar la reunión en el parador. Me urgía ante todo recargar la batería de mi teléfono. Me preocupaba que Guzmán o mi jefe pudieran estar llamándome y no me encontraran.
Por eso, en cuanto llegamos al parador, los dejé en la terraza y fui a mi habitación para buscar la fuente de alimentación del teléfono. Lo enchufé a la red y lo encendí para ver si tenía mensajes en el buzón de voz. Había nada menos que siete. Cinco no eran más que el ruido de la llamada al interrumpirse. Uno era de Guzmán y el otro de Pereira, confirmando mi intuición. Después de oírlos, decidí llamar primero a Guzmán. Pero antes de que pudiera marcar su número, empezó a sonar el aparato. Descolgué.
– ¿Sí?
– ¿Sargento? ¿Es usted?
– Sí -contesté.
– Al fin. Llevo llamándole un buen rato.
Creí que me engañaba mi oído. Pero no. Era ella. Desirée Gómez.
– Desirée. ¿Cómo estás?
– Creo que tengo algo importante que decirle.
– ¿Sí? Te escucho.
– Verá, esa chica rubia de la moto. Le dije que no había vuelto a verla. Bueno, le mentí un poco. Me pareció verla después, lo que pasa es que no estaba segura por una cosa que… En fin, que me daba, no sé…
– No te preocupes. Así que volviste a verla. ¿Dónde?
– Bueno, eso es lo de menos, ahora. Lo que le importará saber es que he vuelto a verla hoy. Y ahora sí que no tengo ninguna duda.
– ¿Que la has visto hoy? ¿En La Palma?
– No. En el periódico. Aquí tengo la foto. Viene su nombre, debajo.
Desirée me lo leyó, el nombre, con su cristalina vocecita infantil. La escuché decirlo, y tardé un rato en poder hablar. Le pregunté si estaba segura. Me dijo que sí, que era ella, aunque con el pelo recogido. Pensé que estaba equivocándose, hasta que recordé la foto que yo mismo había visto. Entonces en mi mente se deshizo aquel malentendido, y poco a poco fueron deshaciéndose otros. La voz de Desirée volvió a llamarme a la realidad.
– ¿Sigue ahí, sargento?
– Sí. ¿Dónde estás?
– En el hotel.
– No te muevas de ahí. Mando a alguien para que esté contigo.
– ¿Y eso?
– Sólo por seguridad. No te asustes. No pasará nada.
Aún tuve que tranquilizarla un poco más, aunque la impaciencia me mordía el corazón. Cuando conseguí apaciguarla, llamé a Pereira. Le pedí que hablase él con el subdelegado del gobierno, y que entre ambos se pusieran de acuerdo con la juez para organizar todo el dispositivo necesario, cuyas complicaciones y envergadura me superaban. Por mis propios medios sólo podía ocuparme de uno, que era, además, en quien quería concentrarme. Igual que yo había hecho con Desirée, mi comandante, no podía ser menos, me preguntó un par de veces si estaba seguro. Le respondí que de una parte no, pero que de la otra sí. Tan seguro como lo estaba de que en la vida no hay casualidad que explique la coincidencia de tantos detalles en una sola dirección.