Capítulo 17 EL REY DEL MAMBO
La muerte, en sí misma, no existe. Por eso es un desperdicio estúpido temerla. Lo atroz de la muerte, lo que debería infundirnos miedo, son los recovecos de la vida a los que impone su estigma. Lo verdaderamente temible es aquello que la muerte no se lleva; los vestigios que quedan ahí para recordarnos, hasta el fin de nuestra memoria (todo el tiempo que ante nosotros se extiende), que aquel que murió estuvo con nosotros y ya no está.
La situación más terrible que viví con ocasión de la muerte de Ruth vino desprovista de toda solemnidad y de cualquier truculencia. Más espantoso que ver su pecho taladrado por la bala, más desgarrador que imaginarla agredida por los bisturíes y las sierras de la forense, fue el instante en que junto a su padre, el brigada Anglada, y su madre, que estaba y a la vez no estaba allí, entré en la habitación que ella había ocupado en el parador y descubrí todo aquello: su ropa en las perchas, su neceser en el baño, sus zapatillas en el suelo, su camiseta naranja sobre la cama que habíamos compartido. Mil veces más desolador que cualquier otra imagen que hubiera registrado mi retina en las horas precedentes, fue ver luego a aquella mujer recoger en silencio las cosas, mientras el padre lloraba y se limpiaba las lágrimas, también en silencio. Pero lo que hizo que me doliera el alma hasta resultarme intolerable fue oír al brigada decirme, apenas unos minutos después:
– Sólo tenía esta hija, sargento. No siempre la entendí, pero no era mala. Sé que no hace falta que te lo pida, pero te lo pido. Encuéntralo.
Ni una sola palabra de reproche brotó de sus labios. Ni una mirada que no fuera la limpia mirada de un animal herido salió de sus ojos pertinaces. Y cuando nos separamos y me dio la mano, en sus dedos había la fuerza y el calor de quien quiere sentirse contigo y que te sientas con él.
Hubo naturalmente un funeral oficial, con todos los requisitos. El ataúd con la bandera, el subdelegado del gobierno, jefes, periodistas, un sacerdote prometiendo la resurrección y la vida a los creyentes y tratando de animar a los que se quedaban, o mejor dicho, nos quedábamos sin Ruth. Asistí, y cargué el féretro a la entrada y a la salida del templo, aunque no tenía uniforme y desentonaba con Guzmán, Azuara, Nava y los demás compañeros que allí estaban tratando de contener el llanto que una y otra vez se les venía a los ojos. Luego la subimos a un coche que la llevaría al aeropuerto, donde embarcaría junto a los padres en un avión rumbo a Valencia. Del acto fúnebre no hay mucho más que contar. Los periodistas se marcharon, los jefes también, y el cura fue a quitarse sus adornos y a continuar con la rutina diaria. El subdelegado del gobierno, en su honor debo decirlo, no quiso irse sin saludar al personal de infantería. Se acercó a donde estábamos los que habíamos cargado el cajón en el coche y nos dio la mano a todos. A Guzmán y a mí nos llevó luego a un aparte. Con aire confidencial, nos comunicó:
– Ya he hablado con la juez, ya me he echado todas las culpas y creo que he conseguido darle gusto. Sólo necesitaba que alguien se humillara ante ella, y bueno, asumo que va en mi sueldo. Creo que he conseguido convencerla de que confíe en nosotros y no nos complique la vida. Tendremos que mimarla un poco, pero descuiden, esa cruz ya la arrastraré yo.
Aquello iba más allá de sus obligaciones, y me dio la sensación de que se lo echaba a la espalda como una especie de compensación por habernos expuesto con su iniciativa a las iras de su señoría. También venía a decirnos, de forma más o menos sutil, que le suministráramos puntualmente la información que le permitiera mantener apaciguada a la autoridad judicial. El teniente Guzmán, que era lo bastante largo como para captar la indirecta, se apresuró a hacerle un breve resumen de las últimas novedades:
– Hemos comprobado la huella dactilar. No es de Ruth, pero por desgracia tampoco hemos conseguido cuadrarla con la de nadie que esté fichado.
– Bueno, eso ya es un dato, ¿no?
– Sólo hasta cierto punto -dije.
– Hemos enviado los cabellos al laboratorio -añadió Guzmán-, para compararlos con los que se encontraron del coche del concejal. Tendremos algo antes de veinticuatro horas, o eso nos han prometido.
– Bien -asintió el subdelegado del gobierno.
– Aparte de eso, está la autopsia, con el resultado que ya le comenté, y la verdad es que ayer no pudimos avanzar mucho más. Pero Vila se va ahora mismo a La Gomera con el equipo para meterse en faena.
– ¿Cuál es la idea que tienen?
– La idea es que con algo de lo que hicimos removimos el nido de avispas -expliqué-. Vamos a volver sobre nuestros pasos, y vamos a atacar donde nos parece más probable que podamos sacar alguna luz. Ahora la situación ha cambiado un poco. Han matado a una guardia. Los que decían no saber nada hace tres días van a tener que esmerarse mucho para hacernos creer que no circula ningún rumor por ahí. Por ahí empezaremos.
– Me parece sensato.
– Hay algo que en mi opinión habría que poner en marcha -dije-. Lo tendría que ordenar la juez, y me temo que le pueda parecer que es un poco prematuro. Pero sinceramente creo que no tenemos más remedio y que habría que convencerla para que se la jugara.
– Dígame, sargento, y yo me encargo.
– Una orden de búsqueda y captura para Florencio Torres y Consolación Requero. Los dos presuntos contactos y proveedores de droga de Iván López que se esfumaron antes de que pudiéramos hablar con ellos.
– No se preocupe. Se la consigo. ¿Algo más?
– No de momento.
– Cuando necesite algo, llámeme. Apúntese mi teléfono móvil.
Empezó a dictar el número, deprisa. Lo grabé en mi aparato.
– A cualquier hora del día o de la noche -ofreció-. Suerte. Y gracias.
Me llevé a La Gomera conmigo a Chamorro, Morcillo y Azuara. Para poder trasladarnos con el coche, embarcamos en el ferry. La travesía era mucho más lenta que con el hidroala, y también bastante menos movida. Aproveché para hacer una puesta en común y organizar el plan de acción.
– Utilicemos la lógica desde el principio -propuse-. A ver si podemos ir centrados y no desviarnos. Primera premisa: mientras no nos digan otra cosa, asumamos que la muerte de Ruth tiene que ver con la investigación en la que participaba y por tanto con la muerte de Iván. ¿Estamos de acuerdo?
– Es más que verosímil -opinó Morcillo.
– Bien. Segunda premisa: el hecho de que la mataran tiene que ver con algo que descubrimos o que estábamos a punto de descubrir o que ella descubrió. Os hemos contado lo que hicimos. A ver, qué puede ser.
– El contacto de Iván con el tráfico de drogas -apuntó Azuara.
– Sus tratos con los desaparecidos, el Moranco y la Cheli -dijo Morcillo.
– Por coincidencia en el tiempo, la rubia de la moto -sugirió Chamorro.
– Podríamos sumar dos posibilidades más, de entrada: las malas relaciones del chico con Stammler, y los detalles de su enemistad con el sospechoso de partida, el concejal Gómez Padilla. Pero estoy de acuerdo en aparcarlas. Stammler admitió su antipatía hacia Ivan, y el concejal está ahí como estaba desde el principio. No hemos encontrado nada nuevo sobre él.
Noté que Morcillo rumiaba algún reparo. Pero se lo guardó.
– Y ahora quisiera pediros un ejercicio un poco más difícil. Creo que si perdemos diez minutos en él, lo vamos a agradecer.
Los tres me miraron con curiosidad.
– Es para nota -advertí-. ¿Quién iba en el coche rojo, y qué pasó exactamente aquella noche de noviembre? Venga, dadle a la imaginación.
Dudaron, los tres.
– Sin miedo. Vamos, empiezo yo. Para poner el peor ejemplo, intento desarrollar la hipótesis de la que ahora dudamos: en el coche viajaban Gómez Padilla e Iván. Alternativa A: el concejal le había convencido para que fuera con él, no sé cómo, ni adónde. Por el camino, paró y aprovechando un descuido lo degolló. Luego se deshizo del cadáver y simuló el robo del coche porque la Guardia Civil lo había visto, lo había perseguido y tal vez le había tomado la matrícula. Alternativa B: el concejal iba con otra persona, e Iván ya muerto en el maletero. El resto, igual. Alternativa C: Iván iba en el asiento del copiloto, muerto pero sujeto para que pareciera vivo a quien lo viera. Por eso las gorras de visera, para ocultar el rostro.
Me contemplaron con un gesto extraño. Como si dudaran de mi cordura.
– Calma -los tranquilicé-. Simplemente era un ejercicio. Antes de invitaros a decirlas vosotros, prefiero decir yo las chorradas. Critiquemos ahora mi hipótesis. Lo hago yo. La alternativa A tiene unos cuantos puntos flacos. ¿Podemos creer que Iván fue de buen grado con el concejal hasta ese recóndito rincón del bosque? Recordemos que en el cadáver no había señales de violencia, aparte del tajo de cuchillo. Por otra parte, si le degolló en el asiento, no hay bastante sangre. Y si le degolló fuera, no debería haber ninguna. Pero en fin, quizá sucedió así, no es del todo inconcebible.
– No -opinó Morcillo-. Ésa fue siempre nuestra mejor hipótesis.
– La alternativa B es difícil -proseguí-. ¿Con quién pudo compincharse el concejal para hacer eso? ¿Cómo es que no había sangre en el maletero?
– Pero imposible tampoco es -dijo Azuara.
– La alternativa C es rarísima -rematé-. Buf, llevar al muerto al lado, arriesgándote a que te pillen. Para qué. Pero podría explicar ese detalle tan peculiar de las viseras, y por qué la sangre estaba en el asiento del copiloto y no era mucha. Porque a Iván lo habrían sentado en él ya desangrado.
– Dentro de lo extraño que es, eso encaja -dijo Chamorro.
– Pues a ver, ahora vosotros.
– Se me ocurre, así a bote pronto, la que nos contó el concejal -intervino mi compañera-. Que el coche lo robó alguien que sabía que era suyo, y que sabía también de sus roces con Iván, y lo usó para incriminarlo. Puede que ya hubiera matado al chico, o puede que tuviera pensado cargárselo y lo convenciera para que fuera con él al parque, donde lo hizo… En cuanto a las manchas de sangre en el asiento, se explicarían siempre. Podría ser que sentara a Iván muerto allí, como antes dijiste. O no. Al asesino le convenía no dejar de manchar el asiento con la sangre del muerto, porque justo eso era lo que iba a implicar a Gómez Padilla en el crimen.
– Bien visto -dije-. Y tu propuesta suscita varias reflexiones. Si Iván iba vivo en el coche, debía de tener confianza con el asesino. Si iba muerto, al menos el asesino le conocía. Por otra parte, cabe que el fin principal fuera eliminar a Iván o, por qué no, que estemos bregando con gente lo bastante desalmada como para matarle sólo para hundir al concejal.