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– Lo haré, mi teniente -repuso Morcillo, con su flema habitual.

– Sugiero que estéis atentos a la autopsia -agregó Guzmán-. La forense me ha dicho antes que pensaba hacerla en seguida. Tiene no sé qué luego.

Me representé lo que sería la autopsia, y comprendí que deseaba estar tan lejos de ella como fuera posible. Pero tenía un deber que cumplir.

– Gracias por la información, mi teniente. Me temo que sí, que eso es lo primero. Ya pensaremos en otras cosas después.

En ese punto nos separamos, Azuara y Guzmán camino del puerto, Nava y Valbuena rumbo a la casa-cuartel, y Siso, Morcillo, Chamorro y yo, al depósito municipal, donde iba a practicarse la autopsia. Mientras nos llevaba hacia allí, Siso no pudo reprimir por más tiempo la emoción.

– Me cago en la puta, no hay derecho, mi sargento -sollozó.

– Tranquilo -le puse una mano en el hombro-. Tenemos que aguantar.

– Me acuerdo de todas las horas que he pasado con ella -dijo-. Siempre estaba de coña, no recuerdo haber ido nunca de patrulla con alguien más cachondo, ni más inteligente, ni que tuviera tantas cosas dentro.

– Sin conocerla mucho, sé que era así -dije.

– Y ahora ya no es nada.

– Bueno, no sabemos. Algo es, si tú la recuerdas.

– Que si me voy a acordar de ella. Era una tía de puta madre, mi sargento. Este mundo es una mierda, cuando ella está muerta y tantos hijos de puta se pasean por ahí y se hacen viejos sin que nadie los moleste.

– Qué le vamos a hacer, compañero.

– No hace falta que se lo diga. Si lo coge, al que lo haya hecho, no me deje estar cerca en ningún momento. Porque le muerdo los sesos. Y me importa tres cojones que me manden a la cárcel veinte años.

– Cálmate. Lo vamos a coger. Y no vas a hacer nada de eso. Los veinte años se los va a comer él, y le darán para lamentarlo.

– No sé cómo puede verlo así de frío, mi sargento. Yo…

– No lo veo así de frío, Siso. Me estoy conteniendo para no pegarle un cabezazo a la ventanilla. Pero perdería tiempo limpiándome luego la sangre. Así que mejor centrarse y ponernos a lo que nos tenemos que poner.

Morcillo y Chamorro, en el asiento trasero, guardaban silencio. A partir de ese momento, Siso y yo dimos en imitarlas. Ninguno de los cuatro despegó los labios hasta que llegamos ante la fachada del depósito.

Fue triste incluso eso, el lugar donde se lo hicieron. Ya sé que la idea de una sala de autopsias, y cualquier género de alegría, vienen a ser extremos incompatibles. Y también conocía unas pocas de las instalaciones de esas características que salpican la geografía nacional, algunas de una desnudez y precariedad bastante acongojante. Pero ninguna me había producido la siniestra desazón que apenas me acerqué al umbral me produjo aquélla. La forense, ya vestida para faenar, nos saludó y no dejó de invitarnos:

– Si quieren asistir, voy a empezar ya.

Morcillo y Chamorro me miraron. Notaron que dudaba.

– Yo, si no es imprescindible, espero aquí -dijo Morcillo.

Si tienes oportunidad, y esta vez se nos ofrecía, es mejor ver todo lo que puedas de primera mano. Así lo creía yo, al menos, y Chamorro sabía por reiterada experiencia práctica que tal era mi opinión. Me había visto saltarme muy pocas autopsias de las que había tenido ocasión de presenciar. Pero tuve que admitir que no estaba en condiciones. Era embarazoso reconocerlo delante de todos. No me quedaba, sin embargo, otra opción.

– Chamorro -le dije-. Creo que yo no puedo. Y ya sé que así es un poco feo que te lo pida. Pero, ¿me harías el favor de pasar tú?

No sé qué pensaron la forense y Morcillo. Probablemente, que no tenía estómago y que además mi conducta rebelaba una desconcertante indelicadeza hacia mi subordinada. Las dos eran mujeres prácticas, expeditivas y bregadas, al menos en aquellos menesteres, y debieron de interpretar que estaban viviendo un aleccionador episodio de debilidad masculina. Pero no era nada de lo que ellas pudieran pensar lo que a mí me importaba. Lo que me preocupaba era lo que pudiera estar imaginando Chamorro, que me conocía como ellas dos no podían hacerlo, que sabía positivamente hasta dónde llegaba o dejaba de llegar mi estómago, mi delicadeza y, puestos a agotarlo todo, también tenía pistas para delimitar el territorio de mi debilidad. Me observó, sabiéndose a su vez observada, y no puedo decir si adivinó o no lo que había debajo de mi flaqueza. Nunca me dijo nada que me permitiera inferirlo. Nunca me será posible dejar de sospechar que algo se olió.

– Está bien. Paso yo -dijo.

Tampoco debió de ser un plato de gusto para ella. Pero si pude pedírselo, fue porque sabía que era capaz de encajarlo. Que entraría allí, y mientras la forense maniobraba, no dejaría de atender a cuanto hubiera de anotar. Y sobre todo, que lo haría sin dejarse entorpecer por lo que aquella mujer que estaba tendida en la mesa había sido para ella mientras estaba viva.

Cuando todo acabó, la forense salió la primera.

– Ya le dirá su compañera y les pasaré el informe, pero poca cosa, aparte de lo obvio. Si me disculpan, ya llego tarde a otro sitio.

Chamorro vino un poco después, sin prisa, sacándose con gesto ausente los guantes. En sus ojos se notaba el cansancio, un resto de horror.

– Apenas unas magulladuras en los hombros -informó-. Como si alguien la hubiera sujetado por ahí un poco fuerte, nada de golpes. Y el balazo. Muy cerca, a cañón tocante. La bala, confirmado, del calibre de su pistola, aproximadamente. Dudo que sea otra que la que recogimos.

– ¿Nada más?

– Nada más. El resto, intacto. Tersa como si no estuviera muerta.

Aún hoy me sorprende aquella póstuma ternura de Chamorro hacia Ruth. Me pareció, de pronto, que la muerte las había hermanado. Eso bueno tiene, al menos. Que nos muestra lo fútiles que son nuestras diferencias.