– Mira que llevarla a ver la Catedral, mujer, a quién se le ocurre. La tenemos que divertir de otra manera. Con las ganas que tiene.

– Hija, si es que estoy despistada todavía; no sé ni siquiera la gente que hay; es un lío venir del veraneo tan tarde. No te centras-se excusó Goyita.

– Nada, nada, que no tiene perdón llevarla a ver la Catedral.

– Sí, verdaderamente -dijo la de Madrid-. A mí todo me parece igual lo que construían en aquel tiempo. Venga bóvedas y más bóvedas.

A uno de los chicos franceses le hacía mucha gracia lo de prisa que hablaba.

– Sus cabellos son rubios -dijo-. En cambio tiene mucha característica vivacidad española.

Hablaron de Madrid. Ellos iban a ir a Madrid después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras de francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía. Se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, y que ella les acompañaría cuando fueran allí.

– ¿Tú qué prefieres, el ambiente bohemio o los sitios finos? Porque a los franceses a cada cual le da por una cosa.

Goyita antes de las dos se levantó y cogió su bolso.

– Pero, ¿te vas tan pronto?

– Ya sabes que a mi padre le gusta comer a punto.

– Mujer, estamos en ferias.

– Sí, pero él no mira eso.

– Bueno, mona, pues luego te llamo. A tu amiga la acompañaremos nosotros.

Le dolía la cabeza y se echó la siesta. Vino José María a hablar con ella un rato. Las había visto en la Plaza y le preguntó que quién era la chica nueva.

– Una amiga mía, ¿por qué?

– Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba.

– Anda, déjame en paz, ¿no ves que quiero dormir un poco?

– Pero yo no entiendo, ¿qué he dicho para que te enfades?

– Si no estoy enfadada, déjame.

– Entonces, ¿cuándo me presentas a tu amiga? Mira que la noticia que te doy a cambio es muy buena.

Goyita se quedó callada con los ojos en el techo, en las rayas de luz y sombra que proyectaba la persiana. Vio alargarse y borrarse la sombra de un vehículo que rodó en la calle. Luego otro detrás. Automóviles.

– ¿Qué es? Dímelo, anda, lo que sea. Valiente bobada será.

José Maria se puso a mirar un libro. La vio de reojo incorporarse sobre los codos:

– No es bobada. Bien que te importa.

– Deja eso ahora, no seas. Dímelo. Te presento a Marisol cuando quieras.

– Vaya, el nombre no está mal. ¿Me la presentas seguro?

– Que sí.

– Pues está aquí Manolo Torre.

Goyita le miró desconcertada, como queriendo descifrarle la expresión. Se le vino mucho calor a la cara.

– Mentira. Qué mentiroso eres.

– ¿Mentiroso? Bueno, como tú quieras.

– Claro que sí. Lo habrían visto mis amigas.

– ¿Por qué lo van a haber visto? Ha venido a la corrida de hoy con su tío.

– ¿Lo sabes tú?

– Naturalmente; eres tonta. ¿No ves que he estado tomando unas cañas con él en el Postigo? Como no me dejas contártelo. Goyita volvió a tumbarse. Se puso los brazos detrás de la nuca.

– ¿Y qué se cuenta el niño? ¿Por dónde ha andado este verano?

– Creo que en El Escorial. Traía una chaqueta… ¡Madre mía!

– ¿Por qué? ¿Cómo era?

– Así como de chica, jaspeada, más rara. Me preguntó por ti.

– Hombre, qué acontecimiento. Ya lo puedo apuntar en mis memorias.

– Ah, eso allá tú si lo apuntas o no; pero no me vengas ahora con que no te importa que haya venido.

Se había acercado a la ventana y miraba entre las rayas.

Vio destellar el sol de la siesta en el techo de un automóvil que desapareció velozmente.

– Pues no te digo que no; cuantos más chicos vengan, a más tocamos. Eso desde luego. ¿Te dijo si se piensa quedar muchos días?

– No. No me dijo nada.

Govita se puso un brazo por los ojos.

– Venga, hombre, déjame dormir. No levantes la persiana ahora.

– Si es que estaba mirando. Ha pasado el coche ese amarillo que te dije; seguro que es extranjero. Está lleno de americanos el Gran Hotel. Otro imponente, oye, ¡qué cochazo!Deben de subir ya para los toros.

– No me interesa -dijo Goyita con los ojos cerrados-. Vete a mirarlo desde el comedor.

Luego, cuando se fue su hermano, alargó la muñeca para ver la hora y se echó fuera de la cama. Las cuatro y cuarto. Se apoyó en la coqueta, delante del espejo. No se oía nada por la casa; en la calle un rumor amortiguado y superpuesto de claxons alejándose. Con la barbilla en las palmas de las manos y la ceja izquierda ligeramente levantada, estuvo un rato espiándose la expresión del rostro plano y vulgar. Luego dijo en voz lenta, parecida a la de los doblajes de las películas: (Te he echado tanto de menos, tanto…). Volvió a mirar la hora, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo. Cruzó enfrente y empujó otra puerta. Era el despacho de su padre, un despacho de adorno, para ninguna cosa. Olía a puro apagado y estaban bajadas las persianas. Fue al teléfono y marcó un número. Tardaban en ponerse. Se echó la blusa para abajo. Se miró los hombros y el escote.

– Diga.

Escondió la cara contra el rincón de la pared.

– Oiga, por favor. Don Manuel Torre.

Hablaba muy bajo, mirando para la puerta cerrada.

– ¿Cómo dice? ¿Quién?

– Señor Torre. ¿No es ahí el Nacional?

En el Hotel Nacional habían puesto barra de cafetería. Estaba lleno de gente.

– Voy a ver. Espere.

Zumbaban los turmix, subían y bajaban las manivelas negras de la cafetera exprés. El botones dejó abierta la puerta de la cabina: (Señor Torre… señor Torre:). (…¡dos para leche!)

– Han dejado esto demasiado cubista-le estaba diciendo Manolo Torre a un limpiabotas conocido que acababa de hacerle el servicio-. Me gustaban más las sillas de antes.

– Pero así es más negocio. Menudo.

El botones se asomó al arco que daba al comedor. Le vio sentado con otro, vestido de aviador, y al limpiabotas, al lado de la mesa, que cogía la propina sonriendo. Lo menos cinco pesetas. Vaya señorito rumboso que era.

El aviador cogió un retrato que estaba encima del mantel al lado de las tazas de café. Le dijo a Manolo:

– Bueno, entonces qué. ¿Quedamos en que te gusta?

– Es una monada, chico, desde luego. Le doy diez.

– Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Yo de meterme en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar.

– Que sí, hombre, que estamos de acuerdo. Y que debe ser lista la chavala. Mira que pescarte a ti. Se puede creer. Lo que menos me podía figurar cuando has dicho que me querías contar una cosa.

Se acercó el botones:

– Le llaman al teléfono.

– ¿A mí? ¿Quién es?

– No ha dicho.

– Vuelvo en seguida, Ángel.

– Sí, oye tú, date prisa, que decidamos lo que sea, porque se nos va a hacer tarde.

– No, hombre. Con la moto estamos en seguida. Si además no hay nada que decidir. Tú te vienes conmigo a la barrera y tu entrada para mi tío.

– Bueno anda, pues despacha pronto.

Se quedó solo el aviador, mirando alejarse al otro entre las mesas. De la de al lado se levantaron una mujer morena con un traje de seda brillante muy estrecho y un señor canoso. (Estupenda tarde, desde luego; hoy vamos a ver cosas buenas), iba diciendo el señor, que salía delante mordiendo su puro. Ella se demoró un poco estirándose el vestido por las caderas. Al pasar al lado del aviador, le tropezó la silla y se inclinó hacia él imperceptiblemente.

– Adiós, Ángel, orgulloso-le murmuró.

Atufaba a perfume francés. Un instante le sostuvo él la mirada entre pestañas y le mandó alargan-do el cuello una bocanada de humo con gesto de beso. Unos pasos más allá, el señor del puro le plantó la mano, a ella, en el brazo desnudo, muy cerca del sobaco.

Ángel volvió los ojos a la fotografía que había quedado encima de la mesa. Sacó la cartera, pero antes de guardarla todavía la volvió a mirar. La chica estaba de perfil y se le veían unas pestañas larguí-simas. Abajo ponía la firma (Gertru), en letra redondilla esmerada. Se le pusieron ojos soñadores, de codos en la mesa, esperando al amigo. Por la ventana se veían los soportales de la plaza, en primer tér-mino, y más allá el sol durísimo contra los adoquines. Pasó un autobús naranja atestado de personas que iban a los toros.

– Venga, ya estoy. Cuando quieras -dijo Manolo llegando.

– Has tardado poco. ¿Quién te llamaba?

– No sé. Han colgado cuando me he puesto. Alguna equivocación.

CUATRO

Durante dos días ni siquiera retiré el equipaje de la consigna, tal carácter de provisionalidad había adquirido mi estancia.

Muerto don Rafael Domínguez, desaparecía el pretexto de mi viaje, aunque la verdad es que yo mismo me daba cuenta, paseando por las calles de la ciudad, de que en el fondo nunca había pensado, ni aun antes de emprenderlo, que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto más que el que se estaba cum-pliendo ahora, es decir, el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad en la que había vivido de niño, y pasearme otra vez por sus calles, que sólo fragmentariamente recordaba. Casi todo lo veía como cualquier turista profesional, pero de vez en cuando alguna cosa insignificante me hería los ojos de otra manera y la reconocía, se identificaba con una imagen vieja que yo guardaba en la memoria sin saberlo. Me parecía sentir entonces la mano de mi padre agarrando la mía, y me quedaba parado casi sin respiro, tan inesperada y viva era la sensación.

No me fue difícil encontrar el barrio donde habíamos vivido aquellos dos inviernos, cerca de la Plaza de Toros. Ahora por allí estaban construyendo mucho, asfaltando calles y abriendo otras nuevas. Se levantaban las casas amarillas sonrosadas, lisas, con sus ventanas simétricas. La nuestra, un viejo chalet con jardín, la habían demolido. También encontré la Catedral y el rió. El río estaba cerca de mi pensión.

Bajaba en curva la calle de arrabal empedrada de adoquines grandes y se veían por la cuesta arriba camionetas v carros de arena tirados por una ristra de tres o cuatro mulas, su carretero al pie, avanzando lentamente al mismo paso de los animales. Crucé a la orilla de allá atravesando el puente de piedra, y caminé hacia la izquierda por una carretera bordeada de árboles hasta dejar lejos la ciudad. Luego la vi toda al volver, reflejada en el río con el sol poniente, como en tarjetas postales que había visto y en el cuadro que mi padre pintó, perdido como casi todos después de la guerra.