Subimos juntos al tren, pero Natalia se bajó en seguida. Era casi la hora de la salida. Julia y yo nos asomamos para verla desde el pasillo, en dos ventanillas contiguas. Estaba de pie muy quieta en el andén y nos miraba alternativamente, sonriendo. Luego bajó los ojos. El andén estaba casi desierto. Empezaba a levantar un poco el día.

Sonó una campana y el tren arrancó.

– Adiós -dijo Natalia, cogiendo la mano que su hermana le tendía.

Yo también saqué la mano y se la di. Empezó a andar un poco con nosotros al paso del tren, siempre mirándonos y sonriendo. Me miraba a mí, sobre todo, los ojos llenos de luz en la pequeña cara, subido el cuello del abrigo.

– Que tenga suerte-le dije, agitando el brazo.

Ella echó casi a correr, porque el tren iba más de prisa.

– Pero usted vuelve, ¿no?

– Oye, a Mercedes le he dejado una carta encima de la cama -dijo la hermana, de pronto, con urgencia-. Creo que la verá, pero si no la ve, dásela tú.

– Bueno…

El tren ya iba a rebasar la pared de la estación. Natalia corría con cara asustada.

– Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad…? A ver si no vuelve -dijo casi gritando.

No le contesté ni que sí ni que no. Seguí diciéndole adiós con la mano, hasta que la vi pararse en el límite del andén, sin dejar de mirarme. Se le caían las lágrimas.

– Adiós, adiós…

Habíamos salido afuera. Sonaban los hierros del tren sobre las vías cruzadas. Con la niebla, no se distinguía la Catedral.

Madrid, enero de 1955-septiembre de 1957.