– Pues su papá creo que era un pintor excelente. Mi esposo lo consideraba mucho. ¿Murió hace mucho tiempo?

– En la guerra, en Barcelona, de un bombazo.

– Ay, qué espanto!¿Usted lo vio?

– No. Yo estaba en Alemania.

Hubo un silencio, nadie lo rompía.

– Elvira también pinta -dijo Teo-. ¿Por qué no le enseñas a Pablo algo de lo tuyo? Seguramente él entiende de pintura.

– Sí, me gusta bastante. Una vez hice crítica de arte.

– Pero qué manía tenéis con que enseñe mis simples tentativas. Cómo le va a interesar a nadie una cosa así.

– Puede interesarle a usted lo que le digan los demás -dijo Pablo, volviéndose a mirarla-. ¿O es que le molesta que le ponga defectos otro que no sea usted misma?

Ella trató de sonreír pero le salió un tono agresivo.

– Es que no me hace falta, conozco bastante mis limitaciones.

– No, y que éste te lo decía como no le gustara -dijo Emilio-. No le conoces a éste. Le dice la verdad al lucero del alba.

Elvira se fue a la mesa y se puso a recoger las tazas de la merienda. Nadie le volvió a insistir para que enseñara sus pinturas y se pusieron a hablar de otra cosa. De viajes. De los viajes que Pablo había hecho. Ella salió con la bandeja de las tazas y no volvió en toda la visita.

Se echó en la cama turca de su cuarto, con la puerta cerrada y estuvo llorando de rabia mucho rato. Le estallaba la rabia contra todos y sobre todo contra sí misma. Luego se tranquilizó un poco y se puso a fumar un pitillo. Entreabrió la puerta. Del comedor venía el murmullo de una conversación animada y risas. Teo y Emilio no venían a estudiar. Apagó el pitillo, se miró en el espejo. Podía volver otra vez al comedor, pero le daba vergüenza. ¿Cómo iba a aparecer otra vez? Qué ridícula había estado, qué estú-pida; delante de él se volvía una retrasada mental. Le estaría extrañando que no volviera. (Pensará de mí que me analizo, que tengo orgullo.) Decidió que le odiaba, que no le quería volver a ver. (Si por lo menos viniera Emilio a saber lo que me ha pasado. Me echaría a llorar en sus brazos, le diría que le quiero, que nos casemos pronto.) Pero Emilio no vino.

Después de mucho rato, más de una hora, Teo la llamó desde el pasillo. Se había quedado medio dormida de aburrimiento encima de la cama.

– Elvira, sal a despedir a Pablo, que se va.

Salió sobresaltada.

– Me había quedado dormida-se disculpó-. Tengo tanto insomnio ahora por las noches…

Y vio que era inútil decirlo, porque nadie le pedía explicaciones de su desaparición. Emilio y Teo tenían puestos los abrigos porque se iban a acompañar un rato a Pablo.

– He pasado un rato muy agradable con usted -dijo la madre-. Espero que vuelva.

– Gracias, señora. Volveré. Adiós, señorita.

Cuando se fueron, Elvira se quedó con su madre en el comedor.

– Pero si ya son casi las diez. ¿De qué habéis estado hablando tanto tiempo?

– De viajes, de política. Es amenísimo ese chico. A Teo se le veía encantado con él. ¿Tú por qué te fuiste?

– Me aburría. Yo lo encuentro pedante. Oye, mamá, ¿sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Que me voy a casar con Emilio.

– ¿De verdad? ¿Sois novios?

– No somos novios, pero me voy a casar con él. ¿Qué te parece?

– Muy bien, siempre había notado que te quería. Pero tendréis que esperar a que sea la oposición.

– No. No vamos a esperar a nada. Nos casamos en seguida, en la primavera, o antes.

– Pero, ¿por qué tan pronto? ¿Cuándo lo habéis decidido?

– Yo lo he decidido ahora, hace un rato. No digas nada todavía.

Emilio volvió con Teo y se quedó a cenar para que recuperaran el trabajo por la noche. Venían animados, hablando mucho. La cena fue distinta de las de otros días, la primera un poco distinta desde que se había muerto el padre. La madre miraba a Elvira, y ella a Emilio. Hablaron de Pablo todo el rato. Discutieron de cosas que habían hablado con él.

– Es estupendo -dijo Teo-. No me vuelvo a dejar engañar nunca por la primera impresión. Me he llevado una sorpresa tan grande con él. Sabe de todo, lo cuenta todo tan bien, qué agradable es. Y sobre todo tan sencillo.

– Ya te lo decía yo siempre -dijo Emilio-. Que era de lo más sencillo. Sabía yo que te sería simpático.

La madre dijo a Elvira le parecía fatuo.

– ¿Fatuo? -dijo Emilio-. No, por Dios, cómo puedes decir eso.

– ¿De qué le conoces tú tanto a ése?-le preguntó Elvira, después de cenar, en un momento que se quedaron solos-. No sabía que le conocieras tanto. -¿Por que‚ lo ibas a saber? Conozco a tanta gente. Nunca te lo digo con quién voy.

Hablaba con un tono indiferente, mirando el periódico.

– Pero yo lo quiero saber -dijo Elvira, violenta-. Mírame, habla conmigo. Saber los sitios donde vas y la gente que tratas. Me voy a casar contigo. ¿O ya no me voy a casar contigo? Hazme caso. Ven. Te digo que vengas.

Se lo llevó al sofá.

– ¿No tienes miedo de que vengan y sospechen algo? ¿De qué podemos estar hablando ahora tú y yo? Fiera; pones cara de fiera, para pedirme cuentas.

Cuando vino Teo, Elvira tenía la cabeza reclinada en el hombro de Emilio. Teo los miró sin decir nada. Dijo que si se ponían a estudiar.

– Sí, chico, venga. Yo hoy tengo un ánimo -dijo Emilio levantándose.

Se fueron al despacho de Teo. A la media hora llamó Elvira a la puerta, y les pidió que la dejaran echarse en el diván de allí. Estaban diciendo un tema de Procesal.

– Mamá ya se ha ido a la cama, pero yo estoy desvelada. En mi cuarto me pongo triste. No os molesto nada, os lo aseguro. No os hablo.

Ponía un tono humilde.

– Pero te vas a aburrir -dijo Emilio.

– No, hombre, déjala.

– Me tumbo en el diván y no dijo una palabra. Hasta que…

– Te entrará sueño en seguida.

Teo se levantó y le puso una bata por los pies. El diván estaba en la parte oscura. Elvira miró la cabeza de Emilio inclinada sobre los libros iluminados, sobre el cenicero con colillas. Cerró los ojos.

– Gracias, Teo -dijo-. Hace frío. Esta noche va a caer escarcha.

QUINCE

Vino el frío. Ni en París, ni en Berlín, ni en Italia había yo pasado un noviembre tan duro. Era un frío excitante, que gustaba, y el cielo estaba casi siempre azul. Lo peor era dar las clases en el Instituto en un aula grande de baldosín, con orientación Norte, donde las alumnas apenas llenaban los dos primeros bancos. La calefacción no la encendían por falta de presupuesto, y siempre estaban esperando que vinieran unos papeles aprobados de no sé qué Ministerio para saber si podían comprar el carbón. En las otras alas del edificio, que pertenecían a los jesuitas, tenían una calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de calor. Muchas alumnas, en las horas libres, cuando no lucía el sol, salían a estudiar sus lecciones sentadas en los escalones de mármol ennegrecidos. Un día, cuando yo iba a salir para marcharme, me tropecé con un grupo de ellas que se metían a toda prisa en el pasillo, dándose empujones, y riéndose por lo bajo. No entendí su agitación. Luego, en el primer rellano, me tuve que apartar a un lado. Bajaba un oleaje de sotanas negras y apresuradas de los pisos superiores: novicios o seminaristas en filas de a tres, mirando para el suelo. Me iban rozando sin levantar los ojos. Allí mismo, antes de salir a la calle, había una puerta pequeña que el primero abrió con una llave que traía, y entraron todos por el hueco ordenadamente, agachando un poco la cabeza al pisar el umbral. Se veían árboles al otro lado.

Don Salvador Mata me explicó, al otro día, que la parte que ocupaba ahora el Instituto no era más que un ala muy reducida de los grandes pabellones que estaban a continuación, propiedad todo de los jesuitas.

– Todo eso de ahí, ¿no lo ve usted?

Estábamos de pie junto a la ventana de la sala de visitas, y se veía un jardín muy hermoso, con campo de fútbol. Al fondo y a la izquierda corrían unas altas edificaciones de piedra con ventanales. Don Salvador extendió la mano, abarcándolas, y me señaló la parte que ocupaba el Instituto al principio, recién instalado, mucho más amplia y con acceso por la entrada principal, pero luego la Orden había necesitado más espacio y se iban adueñando cada año de lo que habían cedido al Instituto, como si lo reconquistaran.

– Nos terminaron aislando en este rincón de acá, ¿verdad usted?; bueno, llevábamos dos cursos así. Pues ya el año pasado por el verano desalojaron el tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos encontramos con ese piso de menos, que lo han habilitado para ellos, con derecho de escalera.

Yo le dije que aquello del derecho preferente de escalera no lo entendía, y es que por lo visto, los que habían venido a alojarse en esta parte, cuando iban a utilizar la escalera para bajar al recreo, si era la hora de las clases femeninas, tocaban antes una especie de gong muy sonoro para poner en aviso a las alumnas y evitar así probables encuentros turbadores para los seminaristas. Las chicas, cuando lo oían, se abstenían de salir a la escalera. Me dijo también que ya estaban construyendo desde hacía dos años un nuevo Instituto, pero que las obras marchaban con mucha lentitud.

Todo en aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del edificio. Nos sentá-bamos en el terraplén de las vías, y les iba explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato, recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas le buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas. No se acababan de acostumbrar a la confianza que yo les brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase no le había seguido nunca nadie en el Instituto.