– No deje que la riñan-le dije, ya en la calle, con mucha convicción-. No deje que la riñan de ninguna manera. No es tarde; hemos estado hablando de cosas que le interesan, ¿no le parece?

– Sí, pero eso no se lo puedo explicar en casa. Además me da igual que me riñan.

– Si me dice que van a reñirla, subo con usted.

Lo dije muy serio y se asustó.

– No, no. Les parecería muy raro. Adiós.

La vi desaparecer en el portal de su casa, pero antes se volvió a mirarme.

– Gracias, ¿eh? -dijo-. Gracias por todo.

Me fui a buen paso hacia la pensión por las calles vacías, y mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores.

DIECISÉIS

Que estudie en el salón. Que por qué esa manía de estudiar en mi cuarto con lo frío que está, que ellas no me molestan para nada. Por no discutir con la tía no le he dicho que no claramente, y he pensado que ya iré escampando como pueda. En el salón no es que se esté mal. Por las mañanas, vaya. Me han puesto una camilla pequeña al otro lado del biombo, y como el biombo es grande, me puedo aislar bastante bien. Lo malo es por la tarde, cuando vienen visitas, esas horas desde que salgo del Instituto hasta que cenamos, que son tan gustosas para escribir el diario y copiar apuntes. A lo primero creía que ni me verían las personas que entrasen por lo larga que es la habitación, pero en seguida lo noto, que están mirando para la luz de mi lámpara, como si quisieran curiosear lo que hay al otro lado de la ventana desconocida. Les oigo el mosconeo de lo que hablan, y no me importaría nada, si estuviese segura de que no estaban hablando de mí, pero me entra la impaciencia de estar siendo vigilada y entonces me distraigo y me pongo a atender a lo que dicen; y resulta que sí, que casi siempre están hablando de mí, más tarde o más temprano. Cuando no acaban por llamarme, salgo yo porque no aguanto más y prefiero que me vean y se quedan tranquilas de una vez. Dice tía Concha que no ponga esa cara de mártir cuando me están hablando y preguntando cosas, que no ve ella que me vaya a pasar nada por alternar un poco con la gente.

– Tú serás un pozo de ciencia, no lo dudo-me ha dicho-, pero a los dieciséis años y un buen pico, resulta que no sabes ni saludar, y, vamos, digo yo que tampoco es camino.

Ahora están empeñadas en que van a traer a una tal Petrita López para que seamos amigas. Se le ocurrió la idea a una señora que vino el otro día y me quiso conocer, de esas señoras que al besar dejan un roce de bigote y salivilla, y luego de los besos se apartan y dicen: (Va a ser muy guapa, muy guapa). Dijo que ella tenía una sobrina en mis mismas condiciones, pero como me llamaron cuando ya se estaban despidiendo y continuaban seguramente una conversación de antes, no pude enterarme de las circuns-tancias que quería decir. Estaba de pie, pero tardó todavía un rato en irse.

– Estoy segura de que podréis ser muy buenas amigas. A ella le hace tanta falta como pueda hacerte a ti. ¿Te gustaría que fuerais amigas?

Me daba risa la pregunta, porque sin haber visto ni siquiera una foto de la chica, era rarísimo que pudiera tener curiosidad por conocerla. Dije que con los estudios estaba todo el día ocupada y tenia poco tiempo, pero creo que ni se enteraron de lo que yo decía. Discutían por su cuenta y una vez la señora con un gesto compasivo me pasó una mano por el pelo, distraída, para acompañar a las razones que daba. Mercedes puso el pero de que ella conocía a Petrita y que Petrita era mucho más mujer. Parecía que arreglaban un negocio.

– Apariencia, pura apariencia -dijo la señora-. Pero en la manera de ser y reaccionar, el vivo retrato de ésta, os lo digo. ¡Y de retraída y tímida, igual!, todo igual.

Estos adjetivos, aunque yo los oí perfectamente, los decía volviendo la cabeza hacia la tía y Mercedes, en voz más baja, medio oculta por una risa de disimulo. Yo aproveché para despedirme y decir que tenía mucho que estudiar.

Esa tarde había venido Alicia a preparar conmigo la traducción de griego, y cuando volví a la mesa le estuve contando lo idiotas que son las señoras que vienen a casa, me desahogué con ella de la rabia que tenía. Ella no dijo nada, pero luego, cuando habíamos vuelto a la traducción, levantó de repente la cabeza.

– Yo a tu tía no le gusto nada, ¿verdad?

Me pilló tan de sorpresa que me puse colorada. La tía siempre dice de ella (esa chica), y nunca la saluda más que cuando no tiene más remedio.

– Y a mí qué me importa si le gustas o no, eres mi amiga -dije-. No me ha dicho nada.

– Pero yo lo noto.

– Pues me da igual. A ver si vas a dejar de venir por eso.

– No.

Desde que viene Alicia, han vuelto a hablar varias veces en las comidas de lo conveniente que habría sido que yo este año no me hubiera matriculado en el Instituto. Dicen que mientras estaba Gertru, menos mal, pero que ahora he perdido todo contacto con la gente educada. Yo no quiero saltar y prefiero irlo llevando por las buenas porque bastantes disgustos recientes ha habido por lo de Julia, que se quiere ir este invierno a Madrid y el novio le ha escrito una carta a papá y han armado la de San Quintín. Estoy esperando a que todo esté más sereno para hablar yo con papá, conque no conviene que se enfaden también conmigo ahora. Al fin ya estoy matriculada y con Alicia directamente no se han metido todavía, así que les oigo como quien oye llover. Procuro pasar lo más inadvertida posible. Me he dado cuenta de una cosa: de que en casa para pasar inadvertida es mejor hacer ruido y hablar y meterse en lo que hablan todos que estar callada sin molestar a nadie. Siempre que me acuerdo canto por los pasillos y tengo cara de buen humor, y he empezado a mirar figurines y a dar opiniones sobre los trajes de las hermanas, y a decir que qué buen sol si veo que está despejado. También he dicho que quiero unos zapatos nuevos.

Alicia, la pobre chica, viene muy mal vestida, y debe pasar un poco de frío, con esa chaqueta de traje sastre que trae encima del vestido azulina. Dice que a ella no le pasan balas porque ha vivido mucho en un pueblo de Burgos de donde es su abuela, que es uno de los más fríos de España, y que se levantaba tempranísimo y nunca gastaba abrigo. Lo dice con mucho orgullo, y me toca por la calle para que vea que siempre tiene las manos calientes. Del pueblo de su abuela me ha hablado mucho, del jefe de estación que es su tío, de una alberca muy grande, cerca de un melonar, de las fiestas de verano con baile; y de la trilla. Ella vivió una temporada en casa de su tío, en la estación, y veía pasar los trenes. Estar aquí no le gusta, le gustaría hacer la carrera de maestra y que la destinaran al pueblo, vivir con su abuela hasta que se muriera, enseñarles a leer y a escribir a los niños de allí, que los conoce a todos. Yo le digo: (Bueno, y casarte), pero se ríe y dice que no, que eso ella no lo piensa, que si yo lo pienso.

– Pues, no, tampoco. Pero aunque no lo piense, me casaré, me figuro. Tienes razón, son cosas que están lejos.

A Alicia le he hablado algo del profesor de alemán, de las dos veces que me ha acompañado a casa y de las cosas que me ha dicho, y un día me vio el diario. Como somos tan amigas, me pareció mal no enseñárselo, pero luego me he arrepentido un poco, no porque lo vaya a hablar con nadie, pero porque ella tiene una manera de ser que algunas cosas no las entiende. Dice que ella a mí me debe parecer muy vulgar.

– Que no, qué tontería. ¿Por qué lo dices?

Se rió porque siempre se ríe cuando está muy convencida de una cosa pero no es capaz de explicarla bien.

– Pues porque sí, porque nuestra vida va a ser muy distinta. Basta ver las cosas que escribes tú, y lo que piensas y eso. Verás cómo luego, dentro de un par de años, no seremos amigas ya, no lo podremos ser.

– ¿Pero por qué?

– Porque sí. Lo verás.

– Pues ahora somos amigas, Alicia. Lo más amigas.

– Ahora sí, bueno.

Nunca dice las cosas con tristeza, pero siempre con una seguridad que te convence. Yo he pensado que a lo mejor tiene razón, que sólo me agarro a ella ahora porque estoy un poco sola. Gertru. Desde luego es completamente distinta a Gertru, mucho más prosaica y con menos preocupación de analizarse, pudorosa. Algunas veces me hace avergonzarme de mis fantasías. Le pregunté que por qué no hacía ella diario y dijo que no me enfadara, pero que le parecía cosa de gente desocupada, que ella cuando no estudia le tiene que ayudar a la madrastra a hacer la cena y a ponerle bigudís a las señoras. Otro día le hablé del color que se le pone al río por las tardes, que si no le parecía algo maravilloso, a la puesta del sol, y me contestó que nunca se había fijado.

– ¿Pero cómo puede ser? ¿No se ve el río desde tu ventana?

– Pues, sí. Pero nunca me he fijado. A mí me parece tan natural que ni me fijo. Un río como otro cualquiera. Agua que corre.

Dice que me he enamorado del profesor de alemán, que lo saco a relucir para cualquier cosa, aunque no tenga nada que ver. Ese día que lo dijo me enfadé un poco con ella y desde entonces hablamos menos y siempre que nos juntamos es para estudiar. Todo el tiempo estudiando. Me cunde el tiempo con ella más que con nadie. Cada vez estoy más decidida a hacer carrera.

Hoy me encontré a Julia que salía del portal de casa, cuando yo volvía de clase. Le pregunté adónde iba.

– No sé. A lo mejor al cine, o a dar una vuelta por ahí.

– ¿Tú sola?

– Sí. Es que he reñido con Mercedes, no la aguanto. ¿Por qué no te vienes conmigo? ¿O tienes que estudiar?

– No, voy contigo.

Me ha estado contando Julia que Mercedes está de muy mal humor estos días por culpa de un chico que ha salido un poco con ella y que ya no la hace ni caso, un tal Federico. Yo no sabía que Mercedes saliera con ningún chico, siempre ha dicho que a los hombres los odia por principio. Le he estado preguntando a Julia que cómo es el chico.

– Nada, un borracho, un idiota. Ha ido con ella por tomarla el pelo. Antes era amigo mío, pero ya no le hablo nunca. Mercedes ha hecho el ridículo con él, le ha estado buscando todo el tiempo, se ha hecho unas ilusiones horribles. Decía que no, pero se lo notaban todas las amigas. Mira que se lo advertí yo, pero nada. Como ha ido tan poco con chicos. Ahora en cambio lo pone verde, dice que de ella no se ha reído ni él ni nadie. Está incapaz, no se le puede hablar. Conmigo sobre todo, es que me tiene verda-deramente manía. No sé cómo no lo notas tú también, ¿no lo ves el mal humor que tiene? Acuérdate ayer qué discusión tan tonta contigo, por lo de la sobrina del comandante, a ella que‚ más le dará.