– No son chicas para ti, desde luego-decidió.

– Pues Ángel les tiene mucha simpatía, le gusta que yo vaya con ellas. A mí tampoco me gustan.

– Es que Ángel tiene una cabeza de chorlito. Pero ya ves que sabe distinguir. Para casarse, bien te ha escogido a ti. A ver si ahora, cuando os casáis, le hacemos sentar la cabeza.

Hablaba muchas veces en plural, como si fueran las dos las que iban a casarse.

Ángel vino un poco bebido, las abrazó por el cogote, abarcándolas a las dos en el mismo brazo; dijo que era feliz con su madre y con su novia y pidió un san Patricio. Se puso a canturrear una copla flamenca que decía algo de la madre y de la novia y de la Virgen de San Gil. Gertru se puso triste, no se atrevía a decirle que no bebiera más. Se volvió a acordar de su hermana. Siempre que se ponía triste por una cosa, se le empezaban a venir a la cabeza todas las demás que podían aumentarle la tristeza. Ángel estaba besuqueando a su madre y, mientras tanto, iba bajando la mano izquierda con la que la tenía a ella cogida por la cintura, hasta acariciarle las caderas. Lydia se reía de los abrazos, le llamaba ganso.

Luego, ya bastante tarde, ángel acompañó a Gertru a su casa, y Lydia se quedó. En el portal de casa la estuvo besando y besando y metiéndole achuchones a lo bruto pero no hablaron nada, aunque ella se desprendía a cada momento.

– Ángel, vamos a hablar. No hablo nunca contigo.

– Pero de qué vamos a hablar, tonta.

– Quita, anda, has bebido.

– Claro, por alegría, por celebrar todo lo contento que estoy de casarme pronto contigo. Si no bebo estos días, para cuándo lo voy a dejar.

– Quita, que quites.

Llegó el día de la pedida y casi no había hablado ni media hora con él. Todos los diseños de muebles y las compras que había que hacer habían sido decretados por Lydia. Iban a tener dos aparta-mentos, uno aquí y otro en Madrid. Luego Lydia les arreglaría a su gusto una casita en la finca de An-

dalucía. Gertru estaba aturdida aquellos días con el ajetreo de modistas, clases de gimnasia, comidas fuera con la suegra, electricistas y carpinteros en su nuevo piso, invitaciones para el cóctel de petición. Ponía así, COCTEL DE PETICION, en unos tarjetones color garbanzo alargados, con las iniciales de los apellidos enlazados. Ella puso las señas en los sobres de acuerdo con lo que fueron diciendo sus padres y Ángel, de un modo maquinal. Solamente de uno de ellos, antes de cerrarlo, sacó la tarjeta y escribió en una esquina. (Tali, no quiero que faltes tú. No faltes, por favor. G.:).

Natalia y sus hermanas recibieron la invitación al día siguiente. Natalia dijo que no quería ir.

– Le ponéis un pretexto vosotras, le decís que me he puesto mala.

– Pero Tali, por Dios, ¿cómo se lo va a creer? Ya ves lo que te insiste, no le puedes hacer ese feo.

– Me aburriré, no sabré dónde ponerme; no conozco a nadie.

– La conoces a ella, tan amigas como habéis sido.

– Pues por eso, porque ya no lo somos. Seguro que no me hará ni caso. Me insiste por cumplido.

– Que no, mujer, si nos está preguntando por ti todo el día.

Por fin la convencieron. Tali se puso un vestido de lunares que se había hecho para las fiestas y lo tenía sin estrenar.

– Mejor ocasión-decía la tía Concha mirándola antes de que salieran-. ¿Ves, mujer, ves cómo cuando te arreglas un poco pareces otra? Anda, dame un beso, que os divertáis. Era la primera vez que las tres hermanas iban juntas a una fiesta.

En la calle, antes de llegar, se encontraron a Isabel, Goyita y otras chicas que también estaban invitadas, y siguieron camino con ellas. Miraron a Tali; unas la conocían y otras no. Dijeron que era muy mona. Alborotaban al andar como si con las risas se amparasen del azaro de ser tantas y de ir todas vestidas de fiesta debajo de los abrigos. Les sonaban los tacones y les salía vaho de la boca al hablar.

– Chicas, vaya frío. Vamos de prisita.

– Cógete. Espera que cambie el bolso.

Ya antes de que las abrieran la puerta de la casa, se oía el jaleo de dentro. Les abrió un camarero de guante blanco y les quitó los abrigos. Lo habían puesto un poco distinto lo de la entrada. De todas las habitaciones salía mucha luz. Tali miró de reojo, según avanzaban por el pasillo, a la puerta del cuarto donde ella y Gertru solían estudiar y donde alguna noche de mayo, cuando el lío de los exámenes, se habían quedado a dormir. Salió Josefina a saludarlas y las pasó al cuarto de estar del fondo. Olía mucho a nardos. A Gertru no se la veía por ningún sitio.

– Está en el comedor, con las personas mayores-explicó Josefina-. Luego vendrá cuando acaben la ceremonia de la petición. Tú, Tali, qué mona estás, más mayor. Hacía lo menos dos años que no te veía.

– Sí -dijo Tali-. Antes de que tú te casaras.

– Es verdad, pero entra, mujer.

Desde el umbral, medio oculta por los vestidos de las otras, Natalia se sintió encogida y con muchos deseos de marcharse. Habían puesto una mesa larga en medio, llena de emparedados, de cosas fritas y de bebidas y estaba bordeada de caras desconocidas que se miraban y gesticulaban ante sí. Toda gente de pie. Pensó que le gustaría estar en la parte de allá. Encajonada entre la pared y la mesa y siguió a Mercedes y a Josefina que iban hacia aquel sitio. Era difícil pasar. Un camarero, por el camino, les ofreció una bandeja con copas de distintas formas.

– Jerez, limonada, champán, ginebra…-decía, inclinándose.

Tali cogió una copa cualquiera y en cuanto llegó a la pared y pudo apoyarse, se la bebió de un sorbo. Allí al lado Mercedes se puso a hablar con Josefina y con otras chicas casadas que estaban en un grupo. Eran chicas de la edad de Mercedes, que habían salido con ella cuando solteras y que ahora ya tenían su casa y sus hijos. Algunas la habían visto con Federico Hortal y le preguntaron que si eran novios.

– ¿Novios? -dijo Mercedes plegando la boca-. Eso quisiera, le he dado una lección. Él se creía que yo soy como todas, eso es lo que ha pasado. Nunca se había encontrado con una como yo, que le dijera las cosas claras.

– Pues no sé quién me dijo a mí que a ti te gustaba.

– ¿Gustarme? Pero si le he hecho unos feos!Fíjate, el otro día estábamos Isabel y yo en Bur-gueño, y entró él, claro, en cuanto me vio por el escaparate, muy sonriente, como si nada, y me quería invitar a un cóctel, empeñado. Pues le dije, Isabel estaba y os lo puede decir, digo: (Me estás molestando, no me vuelvas a molestar más:). Se quedó frío. Ahora está que no sabe lo que le pasa, no entiende que no quiera nada con él. A los chicos hay que tratarlos así, a zapatazos.

– Hija, pues lo que es así, no te vas a casar nunca.

– Ni falta que me hace.

Tali bebió la segunda copa, de una cosa distinta, más dulce. Otras chicas habían empezado a hablar de sus maridos. En algunas cosas de las que decían, de más confidencia, bajaban un poquito la voz porque los maridos estaban más allá, en otra esquina de la mesa. El marido de una bastante gorda, un tal Tomás, era una especie de santo modelo de atenciones, él mismo le curaba todas las mañanas las grietas de los pechos con una pomada marrón asquerosa. Ahora, por el tercer niño le había regalado un picup. Una cosa estupenda, de esos que ponen diez discos de cada vez.

– No puedo decir que me gusta una cosa, ni abrir la boca, ya es por lo demás. De bolsos… bueno, ya pierdo la cuenta de los bolsos que me ha regalado en dos años. Los he tenido que ordenar por la piel para encontrarlos en el armario, los de boxcalf, los de cerdo, porque si no es un lío…

Otra rubia, muy charlatana, acababa de venir de Madrid de pasar ocho días. Había ido con otros matrimonios a un cabaret que se llamaba Molino Rojo, en plan pandilla, como solteros, hasta las cuatro de la madrugada. Hablaba de la libertad que había, de que estaba lleno de prostitutas, y que una o dos al final se habían venido a la mesa con ellos, como la cosa más corriente.

– A mí, yendo con ellos, comprenderás que me daba igual, hasta me divertía, pero si me pasa aquí en el Casino, me muero. Y no tenían mala pinta. Si no lo dice Pepe luego que eran fulanas, yo ni lo noto.

– Pues lo que es Tomás, a mí a un sitio así nunca me habría llevado.

– Hija, por una vez; si hubieras visto el ambiente, te habría parecido natural. Yo lo pasé bárbaro, desde luego. ¿Sabéis quién estaba?

– ¿Quién?

– Jorge Mistral, el de (La Gata). Es de fenómeno.

– ¿Alto?

– Regular, parece más en el cine.

Sin cesar se alargaban los brazos blancos de uñas cuidadísimas, y colgantes de pulseras planeaban sobre los platitos rozando gambas rebozadas y galletas de queso. A Tali le dolía la cabeza. Se pusieron a hablar de una tal Estrellita, que no estaba allí. Unas la defendían, otras se metían con ella.

– Decís que es salada. Yo ni salada la encuentro. Todo el día bebiendo, con el marido, todo el día los dos medio trompas. Vamos, que no me digan.

– Pues fíjate, una mujer así era lo que le hacia falta a Ramón. Le rinde. Ahora por lo visto es siempre él el que quiere ir a acostarse temprano. A mí me lo ha contado Oscar; que ya no bebe ni la mitad. Le ha entendido. A los hombres así, sólo una mujer más juerguista que ellos.

– Sí, hija, pero tendré que tener dos criadas para que le hagan todo porque lo que es ella no para en casa.

– Tiene una casa que es una cucada. ¿No has ido?

– ¿Dos criadas tiene?

Empezaron con el tema de las criadas y poco a poco se fueron acercando las de todos los grupos, como si trajeran leña a una hoguera común, como si todo lo anterior hubiera sido preámbulo. Cada cual decía, lo primero, el nombre de su propia criada, metiéndolo en una frase banal todavía, pero ya se rego-deaban de antemano, igual que si empezaran a repartir las cartas para jugar a un juego excitante en el que siempre se va a ganar. La voz se les volvía altiva y sentenciosa. Las criadas se lavaban con sus jabones, se ponían sus combinaciones de seda natural. Las criadas…

Natalia cerró los ojos. Las veía rodeadas de trocitos de serpentina amarilla, desenfocadas. Se estaba mareando con la bebida. Josefina le preguntó que si quería que fuera a llamar a Gertru para decirle que estaba allí ella.

– No, déjalo. Ya vendrá, si puede.

Josefina estaba pálida y tenía los ojos con cerco. Más allá, entre los hombres, buscó Tali al marido y también lo reconoció. Estaba serio, hablando, y a la mujer no la miraba. Era Oscar, el novio. El novio con mayúsculas. El novio de la hermana mayor de Gertru. El primer novio que ella había conocido. Siempre entraba Josefina en el cuarto, cuando ellas estaban estudiando, y les daba alguna orden secreta. Se escapaba en ratos sueltos para verle, venía hablando muy bajo y se miraba en el espejito siempre aprisa. (Oye, Gertru, guapa, si pregunta mamá, le dices…) Ellas dejaban un momento los libros y la veían salir levantando el visillo; se quedaban respirando juntas contra el cristal hasta que desaparecía. Miraban la calleja por donde se iba a juntar con el novio prohibido. Esto era hace tres cursos, el primero de vivir Natalia en la ciudad, cuando ella y Gertru empezaron a escribir el diario.