Yo iba muy tímida. Me admiraba la serenidad con que Alicia atendía y decía alguna cosa para contestarle, levantando la cara hacia él. Por ejemplo, le dijo que el certificado médico que yo le había presentado el otro día no era falso, que yo sí había estado mala todo el mes de octubre. Y entonces él se rió y dijo que qué buena amiga, y cruzó la cabeza por delante de ella para mirarme. Para mí lo peor era no saber qué hacer con el bocadillo a medio comer. Si seguía comiéndolo, se me quitaban del todo las esperanzas de llegar a decir una palabra con la boca llena, y llevarlo en la mano era tanto estorbo que sólo podía pensar en deshacerme de él; así que no dejaba de mirar por si veía algún pobre para dárselo, y por fin abrí la cartera y lo metí allí, sin envolver ni nada, como que se me ha llenado de grasa todo el cuaderno de limpio de literatura

A todo esto llegamos a la bocacalle de Alicia y pasó algo horrible, que el profesor llevaba mi mismo camino. Cuando quise recordar ya estábamos andando juntos los dos solos. Se salió y me dejó por dentro de la acera. Yo me puse a contar los portales que faltaban para llegar a casa, y me sentía ridícula sin decir nada. Me paré un momento en el escaparate de la librería: estábamos los dos en el espejo del fondo, él más atrás de mí, mucho más alto, y en ese momento se puso a hablar de unas revistas alemanas que había allí. Dijo el título con familiaridad como si yo tuviera también que conocerlo, y decidió com-prar algunos números para que leyéramos en clase Hablaba todavía en plural como si Alicia no se hubiera ido Entró en la librería y yo con él; ni siquiera pude hacer otra cosa porque se apartó para dejarme pasar delante.

Ya allí dentro, mientras esperábamos que nos atendiera, me parecía natural estar juntos y me daba menos apuro, sobre todo porque él había vuelto a hablar. Decía que el alemán es una lengua muy exacta y científica, indispensable para algunos estudios. Al salir de la tienda me hizo la primera pregunta directa, que qué carrera pensaba hacer cuando acabase el bachillerato. Le dije que no sabía, que ni siquiera sabía si iba a hacer carrera.

– ¿Cómo? ¿Estamos en séptimo y todavía no lo sabe?

Le expliqué‚ que dependía de mi padre, que le gustaba poco.

– ¿Qué es lo que le gusta poco?

– Los estudios en general, no sé; que esté todo el día fuera de casa. Como soy la más pequeña.

– ¿Y qué tiene que ver que sea usted la más pequeña? ¿Qué relación hay?

– Como las otras hermanas no han estudiado carrera.

– Porque no habrán querido. ¿O les gustaba?

– No sé.

Me siguió preguntando cosas, y lo de papá no lo entendía, aunque la verdad es que tampoco lo entiendo yo. Pero él menos todavía, claro, porque no conoce a papá y no ha oído las conversaciones que se tienen en boca y las críticas que se hacen, y eso. Le dije que de estudiar me gustaría ciencias naturales, todo lo que trata de bichos y flores y cosas de la Naturaleza. Creo que hay una carrera de esto, aunque no estoy muy cierta, porque sólo con Gertru lo he hablado alguna vez. Se quedó muy pasmado de que, queriendo yo, admitiera la duda de estudiar carrera o dejarla de estudiar. Dijo que era absurdo.

– ¿Pero usted ha tratado de convencer a su padre, ha insistido?

– No, no mucho todavía. Lo malo de esa carrera es que me parece que tendría que irme a Madrid.

– ¿Y qué? ¿No le gustaría?

– Sí, claro que me gustaría.

– ¿Pero qué es lo que pasa con su padre, qué objeción pone, vamos a ver, que no lo entiendo?

Me perseguía con una pregunta detrás de otra, y a mí me daba rabia no saberle contestar bien, casi sólo con balbuceos y frases sin terminar, con lo claros que eran en cambio sus argumentos y la razón que tenía. Traté de decirle que yo no puedo discutir mucho en casa porque soy la pequeña y se ríen de mí, y también que mi padre ha cambiado mucho y no suele escuchar ni hacerse cargo de las necesidades de nadie, que antes, de más niña, podía pedir cualquier cosa y siempre me lo daba. Pero me chocaba que estas cosas estuviera tratando de explicárselas a un desconocido. Claro que no me parecía un desco-nocido. Me miraba atentamente y completaba alguna de mis frases, animándome a seguir. Nos habíamos parado delante de casa y yo miré de reojo, por si había alguien en el mirador. No había nadie.

– Yo vivo aquí-le dije.

Se sonrió.

– Muy bien. Pero eso de su padre no está muy claro todavía. ¿No le apetece venir a tomarse un café conmigo?

– No-le dije-, muchas gracias. Es tarde.

Que era tarde, eso le dije, qué idiota soy. Allí, desde el portal, se veían unas nubes rosa al final de la calle, y era la hora más alegre y de mejor luz, el sol sin ponerse todavía igual que primavera. Dije que era tarde, la primera cosa que se me pasó por la cabeza, de puro azaro de que me invitara, de pura prisa que me entró por meterme y dejarle de ver. Pero en cuanto me vi dentro de la escalera, en el primer rellano, subido aquel tramo de escalones de dos en dos, me quedé quieta como si se me hubiera acabado la cuerda y sentí que me ahogaba en lo oscuro, que no era capaz de subir a casa a encerrarme; ni un escalón más podía subir. Entonces me di cuenta de lo maravilloso que era que me hubiera invitado y me entraron las ganas de marcharme con él. Me puse a pensar en todo lo que había dicho, en la conversación dejada a medias. Si volvía a bajar de prisa, todavía me lo encontraba. Le encontraba, seguro. Estaba parada, casi sin respirar y no se oía nada por toda la escalera. No me decidía. Luego oí una puerta y voces que bajaban, y me salí a saltos del portal, sin pensarlo más. Eché una ojeada parada en la acera. Volvía tía Concha del rosario, con otra señora.

– Niña, ¿adónde vas tan sofocada? Métete bien ese abrigo antes de salir.

– Si no hace frío.

– ¿Adónde vas?

– A casa de una chica, a pedirle sus apuntes.

– Una chica, ¿qué chica?

– No la conoces tú, una que vive aquí cerca.

– ¿Y por qué no se los has pedido en clase?

– No ha ido.

– Llámala por teléfono.

– No tiene teléfono.

– ¿Tanta prisa te corren?

– Sí.

Estaba dispuesta a contestar a todas las preguntas en el mismo tono de voz, una respuesta detrás de otra, sin ceder en mi propósito de salir a la calle. Al profesor ya no se le veía por todo lo que yo abarcaba.

– ¿Qué miras?

– Nada, adiós, tía.

Por fin me fui. Para disimular me metí por la callejuela de Palomares; hice un poco de tiempo y volví a asomar. La tía ya no estaba. Pero él tampoco. Nada. Miré alrededor con más libertad. Ojalá le encontrara. Que había salido a comprar un cuaderno, le decía. Se me había pasado del todo la vergüenza. ¿Dónde podría haber ido? ¿A algún café de la plaza? Fui a la Plaza. Estuve dando vueltas; había muchos soldados. Delante de todos los cafés me paraba un poquito miraba por los cristales; ni siquiera tenía miedo de que me pudiera ver papá o algún amigo suyo. No podía de las ganas de verle; a lo mejor lo tenía cerquísima. Lo iba buscando por el tamaño, ni alto ni bajo, pero más bien alto. No lleva gafas en la calle; en clase las lleva y parece mayor. Andaría paseando. Seguramente no tiene amigos porque es nuevo, ¿qué iba a hacer él solo, con una tarde tan buena? Además, se le habían notado las ganas de pasear. Iba tan atenta, que me tropecé muy fuerte con unos soldados, y ellos, por broma, me hicieron un corro alrededor y no me sabía salir. Se rieron mucho. (Vaya un despiste que llevas, moza.)

Después de dar varias vueltas a la Plaza, ya empecé a pensar que el profesor me había invitado por cumplido y que seguramente se había alegrado de que rechazara, y me deshinché un poco, aunque no podía dejar la idea de encontrarle. Imposible que se hubiera ido a su casa.

Me bajé hacia el río. Me puse imaginar cómo sería nuestra conversación si me lo encontrara. Desde luego no estaría tan sosa, ni tendría nervios ni recelo. Hablaría con él seria y tranquila, como había hablado Alicia, y le miraría a la cara de vez en cuando.

Desde el Puente viejo vi anochecer. Estaban amarillos los llamos de la islita y se fueron poniendo grises hasta que parecían el fondo medio borracho de un dibujo. A cada paso de personas que oía detrás de mí, estaba esperando que fuera él y que viniera a ponerse de codos allí a mi lado, pero casi siempre era gente con burros, o mujeres que volvían al arrabal andando de prisa. Me quedé allí hasta que tuve un poco de frío. Me pesaban los pies, subiendo la cuesta, de las pocas ganas que tenía de volver a casa. Ya me daba igual tardar un poco más o un poco menos, iba a tener que dar explicaciones de todas maneras. Me metí por callejas y pasé por delante del portal de Alicia, una casa humilde. Nunca he entrado. Otro día no hubiera entrado por miedo de ser inoportuna, pero hoy tuve ganas; no podía por menos de verla. Me acordaba de ella con admiración por lo bien que había hablado con el profesor, tan segura y tan discreta. Otras chicas se habrían explicado mejor, luciéndose más en un caso así, pero unas con ese desparpajo que tienen para reírse luego entre ellas como Regina y Victoria, y otras por hacerse las amables, por pura pelotilla.

Del portal se entraba a un pasillo de ladrillos levantados. Casi no se veía. Iba pisando con cuidado para buscar la escalera, orientándome por el llanto de un niño. Al avanzar le distinguí al fondo, sentado en el suelo, las piernas abiertas sobre los ladrillos. De pronto se abrió una puerta que le iluminó mucho y una mujer salió, dándole voces. El niño lloró más fuerte y ella se agachó hasta donde estaba. Lo quería arrastrar a tirones por un brazo.

Me acerqué. No sabía si me había visto.

– ¿Alicia Sampelayo vive aquí?

– Alicia Sampelayo, parecéis duendes, ¿qué la quieres tú?

– Quería verla un momento. Soy una compañera del Instituto.

La mujer era alta y llevaba una bata blanca de enfermera. Se puso a amenazar al niño, sin hacerme mucho caso. Hasta que no consiguió cogerle del suelo no me volvió a mirar; estábamos en el trozo de luz que salía de la puerta.

– Entra conmigo -dijo-. Es aquí.

Entramos a una habitación que tenía espejos y sillones de peluquería. Una cabeza salió de debajo de un secador que estaba funcionando: una cara muy roja.

– Luisa, ¿adónde se mete? Me lo ponga más bajo, me abraso -dijo chillando.

La mujer se disculpó por señas, señalando al niño, que tenía agarrado por una manga. Yo me había quedado en la puerta. Estaba todo bastante revuelto y olía a leche agria. Vi una máquina de coser, estam-pas de artistas de cine recortadas y pegadas en un espejo.