Dio la luz pequeñita. Mercedes todavía no había sacado la cabeza del rincón, pero lloraba con hipos que le sacudían y se dejaba acariciar la cabeza por su hermana, sin oponer resistencia.

– Anda, llora, llora lo que quieras. No sé por qué soy tan mala contigo. Estabas muy guapa esta tarde con el traje azul.

Desde su cama, a oscuras, Tali oía el cuchicheo de las hermanas, a través del tabique.

TRECE

– Bombero, pequeño bombero!-me saludaron las niñas al verme.

Algunas no me conocían a lo primero por lo que he crecido y el peinado distinto. Estaban jugando a campos en el patio; debía ser hora libre. Paquita, la Viaña, la Roja, todas con sus bocadillos a medio comer y despeinadas. Me emocionó ver las pilas de abrigos y de cuadernos contra la pared y me puse triste acordándome de Gertru.

– Anda, pero si es Tali. ¿Cómo vienes tan tarde?

– Este curso creíamos que te habías muerto.

– Ven acá, has crecido.

– Gabardina nueva, oye, qué elegancia. Menos mal que te la han comprado más corta.

– Pero no vale, así ya no pareces un bombero.

Se rieron. Alicia Sampelayo, la rubia larguirucha, se puso colorada y vino también al grupo. Alborotaban mucho y hasta las de otros cursos me miraban y habían dejado de jugar. Les tuve que explicar que me he pasado casi todo octubre en la cama y que es por la fiebre por lo que he crecido. Ni siquiera hoy me querían dejar venir Mercedes y tía Concha, a pesar de que el médico ya me mandó levantar hace tres días: se empeñaron en que si quería venir, había que mandar a buscar un taxi porque esta tarde hacía mucho frío, y que hasta las cinco tenía que reposar. Menos mal que el taxista era En-

rique Blasco, y le pedí que me dejara en la Plaza del Mercado y que luego no me viniera a buscar, y me prometió que no diría nada en casa. Así que la cuesta me la subí a pie, y no tuvo que verme ninguna en el coche.

He comprado un membrillo grande y lo hemos repartido entre unas cuantas. Me han preguntado por Gertru, que les ha extrañado que no esté en las listas. Yo les he dicho que se va a casar pronto. Que con quién. Regina dio un silbido y puso los ojos en blanco cuando les dije que con un aviador; abría los brazos como si volara y todas se rieron mucho con los gestos y las bobadas que hacía. Que qué suerte, que si el chico era guapo. No me dejaban en paz con las preguntas. Después se aburrieron; unas se pusieron a hacer el problema de matemáticas y otras siguieron jugando. Yo me fui para arriba con dos o tres porque hacía un poco de frío. La última hora, de seis a siete, era de matemáticas, pero no vino el pro-

fesor. Casi todas se fueron a las seis y media, y yo esperé un poco más todavía para no llegar tan pronto a casa. Copié los horarios y Alicia me ha dejado algunos apuntes para que los vaya pasando. Ella se ha puesto medias. Yo todavía vengo con los calcetines altos y los zapatos de lluvia de hace dos temporadas, que ahora es cuando se empiezan a poner gustosos, y falta poco para que saque el dedo; los ando es-

condiendo como un tesoro, porque Mercedes me los quiere tirar.

Alicia se vino conmigo para abajo y por el camino no hablamos casi nada. Se había puesto a llover; al llegar a Sancti Spiritus me dijo que iba a entrar a rezar cuatro padrenuestros, que si quería entrar con ella; dije que bueno. La iglesia estaba casi sola, con dos velas de las más altas encendidas en el altar mayor, y unas mujeres esperando para confesarse. Estuve buscando el santo de la nariz descascarillada que se ríe muy simpático y nadie sabe qué santo es, pero no me acordaba si estaba el segundo o el tercero de la izquierda y apenas distinguía los bultos de las hornacinas.

A Alicia le salía una voz muy triste diciendo los padrenuestros, y cuando los terminamos se tapó la cara con las manos y noté que se le movían un poco los hombros porque estaba llorando. Algo oí contar el año pasado que esta chica tiene disgustos muy grandes con su madrastra, pero como casi no tengo confianza con ella, me parecía inoportuno quererla consolar. Esperé un rato, mirando los guiños de las velas sobre el retablo que brillaba poco, como si estuviera cubierto de ceniza; por fin, como no se destapaba ni se movía le toqué en el hombro y le dije que yo me iba porque tenía algo de prisa.

Al volver a casa me metí en seguida en mi cuarto y me quité la gabardina y los zapatos para que no notasen que venía mojada. Me dolían un poco las piernas, pero no me quise acostar. Ahora ya cena-mos otra vez a las nueve y media, como siempre en el invierno.

Esta mañana, que era el día de Todos los Santos, hemos ido al cementerio. Hacía un sol muy bueno y a mí me hubiera gustado más ir dando un paseo, pero llamaron al taxi de Enrique. Yo me puse delante de él. Cuando estamos solos siempre me dice de tú, pero hoy me llamó de usted y señorita. Le deben haber advertido algo las hermanas, lo mismo que a Candela, que también me llama de usted desde el verano.

Por el camino del cementerio iba mucha gente con ramos de flores; con el sol y las flores parecían grupos de romería. Las mujeres daban tirones de la mano a los niños pequeños al oír tan encima la bocina del coche. Pasado el campo de fútbol hay muchos baches y sonaban piedras que saltaban contra las aletas; tía Concha no paraba de decir: (Ay, Jesús), y Enrique de vez en cuando levantaba los ojos y se sonreía un poco en el espejito mirando a Candela, que venía en el silletín.

Desde la puerta del cementerio, qué bien se veía el campo y la fila de chopos del río. Candela sacó las flores y los paquetes de la limpieza y entramos. Hay muchas mujeres que se traen cubos y azadas y hacen labores de jardinería alrededor de sus tumbas; las tienen aisladas con verjas y se meten allí como en una casita a rastrillar y quitar hierbas. Luego se quitan el abrigo, se sientan en una esquina de la losa mirando para la tierra y comienzan su visita interminable. Si traen niños con ellas, les dan un bocadillo a media mañana.

Nosotros hicimos el recorrido como siempre: tío Gonzalo, doña Antonia Tejedor, el abuelo y por último el nicho de mamá. Ésta es la parada más solemne. Para mamá se reservan los seis crisantemos mejores, porque entran sólo tres en cada uno de los floreros finitos. Mercedes alzó la tapa de cristal y Candela la sostuvo y se puso a limpiarla con un líquido blanco. Ellas sacaron todas las cosas de dentro y le quitaron el polvo con gamuzas. A mí siempre me parece que sobran manos y que no necesitan que ayude, así que me quedé en una esquina mirando.

Hablaba de qué tal hace el pañito nuevo de damasco y del farol de la izquierda que se tuerce un poco. Yo miraba el retrato de mamá, desdibujado en su óvalo de relieve. Tiene el peinado alto y un traje oscuro de cuello muy cerrado, pero la expresión está borrosa y no se sabe si es de risa o de pena. Yo, como no la he conocido, me la he inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato. Antes de bajar la tapa, la tía besó las letras donde pone (R. I. P. Julia Guilarte), y luego nos pusi-mos a rezar la estación, y a ellas se les caían las lágrimas. Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al cementerio, por eso no lloré. Estaba, al contrario, muy alegre con el sol a la espalda y unos pájaros que cantaban en los cipreses.

Cuando salíamos había un chico y una chica de luto, de pie, santiguándose delante de un nicho como si ya se fueran, y las hermanas se pararon con ellos. Yo me quedé atrás porque no los conocía, mirando los letreros de aquella parte, los angelitos tan feos de merengue duro, y de pronto vi el nombre de don Rafael Dominguez, el catedrático de Historia Natural que murió hace poco tiempo. Me empiné para ponerle unas flores que habían sobrado y me dio por preguntarme adónde habrá ido a parar la colec-ción de piedras tan bonita que le entregué el año pasado cuando los exámenes.

– ¿Qué haces, Natalia?-se extrañó Julia, separándose de los otros.

Y al volver la cabeza, vi que la chica de luto me estaba mirando con mucha atención.

– De manera que tú eres la pequeña, la que va al Instituto-me dijo, cuando echamos a andar todos hacia la salida.

– Sí.

Se había puesto a mi lado y me pasó la mano por la espalda.

– Yo también he estudiado allí. Si vienes un día por casa, te puedo dar libros y apuntes que a lo mejor te sirven.

– Muchas gracias.

– No me des las gracias, pero ven. Tus hermanas saben donde vivo.

A la puerta nos separamos y me volvió a decir:

– ¿Vendrás a verme?

Y me extrañaba la insistencia, porque no comprendo que pueda tener nada de interés mi amistad para una chica mayor. Me besó. El chico dio la mano muy serio. Luego, en el coche, me he enterado de que son los hijos de don Rafael y de que ella se llama Elvira. Tiene los ojos más bonitos que he visto.

Hoy ha sido la tercera clase de alemán. A la salida me vine con Alicia por la cuesta de la cárcel. Ella vive bastante cerca de casa, en una callecita detrás de la Catedral, pero hasta este curso no lo había sabido. Desde la ventana de mi cuarto se ve el tejado de su casa. Alicia habla poco y me gusta estar con ella más que con las otras chicas, que se ríen siempre de todo y por las bobadas más grandes.

Hacía una tarde estupenda y andábamos sin prisa porque eran sólo las seis. Nos paramos en la Plaza del Mercado a oír al charlatán de la culebra, y daba pereza arrancar de allí. Por fin nos fuimos y yo saqué mi bocadillo. Le he dicho a Alicia que si ella no encuentra que el profesor de alemán está un poco triste, pero ella dice que no, que le parece muy simpático. Qué tiene que ver la simpatía; si además no es que esté triste tampoco exactamente, es que tiene un aire de estar en otro sitio, algo especial, que dan ganas de saber lo que está pensando. Se lo venía explicando bastante alto y con entusiasmo para ver si se lo hacía entender, y de pronto él en persona se nos puso al lado. Yo no sé ni cuándo apareció, porque me había parado un momento hablando, y al mirar a Alicia me chocó la cara que estaba poniendo; entonces es cuando le vi a él en la parte de allá. Dijo que buenas tardes y que si íbamos dando un paseo, pero no era un saludo de pasada sino que echó a andar con nosotras, a nuestro paso. Menos mal que se había puesto al lado de Alicia, y como ella me cogió del brazo para seguir andando, me lo tapaba casi comple-tamente; así oía lo que hablaba sin tenerle que mirar. Nos tenía que haber oído, seguro, lo que dijimos, si venía detrás. Ni a levantar la cara me atrevía.

Dijo que le gustan las clases como la que hemos dado hoy, con pocas alumnas, pero que le extraña el poco interés que tienen las chicas de todos los cursos, y más todavía que las que faltan le pongan pretextos de enfermas, habiendo advertido él desde el primer día que piensa dar aprobado general y no poner faltas de asistencias. Por lo visto siempre lo ha hecho así, también en otros sitios donde haya dado clase, en el extranjero o donde sea, esto de no obligar a nadie a aprender; dice que nada más aprende el que tiene ganas y que por eso no da sobresaliente ni nada, para que el que estudie no lo haga por la nota, sino por el interés de aprender.