(¡Toro, veintiséis!) (¡Toro, cincuenta!:) Metía la cabeza para avisar y, a la luz de una bombilla que se encendía en el techo, todos mirábamos los bultos de los viajeros que se levantaban y salían. Las conver-saciones de dentro se hacían entonces un poco patentes, debajo de la débil luz del techo, como si sólo se hubieran revelado unos segundos, a guiños, de tan bisbiseadas, y los que estábamos callados nos soste-níamos la mirada de banco a banco, o la dirigíamos hacia arriba porque se oían en la baca los pasos vigorosos de una persona que levantaba y revolvía maletas. (¡Esa no es! ¡Esa marrón!) gritaban desde la calle los que habían salido. Y se destacaban las voces sobre los murmullos de risas y de pasos de la gente que paseaba allí afuera.

En una de estas paradas vi a la chica que venía de Madrid. Le vi la nuca, vuelta a otra persona. Hablaba de la amiga que se había echado en el viaje: (…una tal Goyita Lucas, dice que me va a presentar a amigas suyas…:) (Uy por Dios, mona. ¿Te fijaste en la rebeca rosa que traía de manga corta? Y el pelo largo así, con muchas horquillas y como mal rizado, ¿no sabes?) (…bueno, mujer, pero a ti que te meta en una pandilla de chicas jóvenes. No has tenido poca suerte ahora en ferias, con el barullo que hay.) (No es que fuera fea del todo, pero nos‚ cómo explicarte. Era también por el niño…), (…poco con el niño…), (…poco por el niño…) (…no, si no era antipática. Cursi, pero simpática:). (…simpática…:), (…antipá-tica…). Otra vez arrancamos. Otra vez parar. Me dormí con la cabeza apoyada en la pared de la izquierda.

Cuando abrí los ojos, ya se habían bajado todos los viajeros y el hombre del cuero estaba sentado enfrente de mí, junto a la cabina del chófer. Aparté el maletín y me incorporé. Se oían cánticos y campanas.

– ¡Rodea por la calle Antigua! -dijo el hombre.

Me volví hacia la ventanilla y saqué la cabeza. El coche había frenado a la entrada de una pla-zuela. Era una procesión. Pasaban mujeres en fila con velas encendidas; las llevaban separadas obli-cuamente para que la llama no les prendiese en el velo. Empezaba a oscurecer. Cantaban. Entraban a cantar cada una un poquito m s tarde y levantaban un conjunto de voces confusas e incomprensibles. Algo era del Redentor; a medida que unas se alejaban, las que venían detrás se habían cambiado a la estrofa anterior del cántico, y la traían reciente, como si a las otras se les hubiese desmayado y ellas la vinieran recogiendo. Una niña que iba de la mano, embobada mirando los monaguillos, se tropezó con una aleta de nuestro coche y se echó a llorar a grandes gritos.

– ¿Qué? ¿Echó usted un sueñecito?

– Sí, señor. Ya veo que se ha quedado esto vacio. ¿Me falta mucho para llegar?

– No, ya muy pocos. Si no hubiera sido por la procesión, habríamos salido más derecho.

Me pasé las manos por el pelo, me estiré los puños de la camisa.

El coche reculó. Pasaban cuatro señores de luto agarrando cintas de estandarte. Enfrente vi la iglesia y siluetas de niños en el campanario, con las piernas hacia afuera, contra la piedra, mirando abajo, hacia las primeras figuras de la procesión, que ya se metían por la gran puerta. Volteaban con fuerza las campanas.

– Pues si, hombre, sí. ¿Viene a pasar las ferias?

Salimos a otra calle solitaria. El hombre se había reclinado a lo largo del banco de enfrente, apoyándose sobre un codo, y se sujetaba la cara con la palma de la mano. Me estaba mirando. Yo le dije que sí con la cabeza. De pronto bajó las piernas y se corrió hasta quedar sentado justo enfrente de mí. Me dijo de plano, confidencial:

– Ya sabrá que pasado mañana no torea el monstruo. Sus ojos pillaban de frente los míos.

– ¿Cómo dice? Ah, no. No sabía nada.

– Le han cogido en la segunda de Alicante. Pronóstico reservado, siempre dicen lo mismo. Total, que con tan pocos días para ponerse bueno, ya ver usted como no viene a ninguna. Nos hundieron las corridas.

Yo hice un vago gesto de condolencia y escapé con los ojos a otra parte. Sin mirarle, le oía con mayor libertad.

– …Y que no hay que darle vueltas. El que animaba el cartel de este año era él. Aparicio, ¿qué pinta?, ¿no le parece?

– Claro.

Subimos por una cuesta muy empinada. Parecía que el auto se iba a escurrir para atrás. No podía. Metió la segunda. El hombre me preguntó que si era extranjero y me pareció como si hubiese estado pensando en hacerme esta pregunta desde que empezó a hablar conmigo. No sabía si decirle que sí o que no. Por fin le dije que no. Luego se hizo una pausa y la aproveché para preguntarle lo que le debía. Habíamos llegado a la cima de la cuesta y atravesado una avenida. Andábamos ahora sobre un terreno sin pavimentar y el coche daba tumbos igual que si anduviera sobre los surcos de un sembrado. De pronto se paró. El chófer se volvió de perfil y dijo:

– Debe ser ese primer edificio que hay detrás de la tapia.

Si a este señor no le importa, le dejamos aquí sin llegar a la puerta. Lo digo porque luego es peor para que demos la vuelta, señor Domingo, que está esto muy malo.

Yo dije que me daba igual. Esperé a recibir el dinero que me devolvía el hombre, y luego cogí mi maletín y me bajé e aparté a la escasa acera, al lado de una mujer que vendía caramelos, y esperé allí la maniobra que hacía el coche para dar la vuelta.

– Avíseme cuando llegue con las ruedas de atrás a la pared, haga el favor -dijo el chófer, sacando la cabeza. Se lo avisé. Se nos echaban encima a la mujer y a mí. Luego, cuando ya se iban, me dijeron adiós con la mano.

Eché a andar. Vi, a la derecha, la tapia de que habían hablado. Para llegar a ella, tuve que atravesar un puente debajo del cual pasaban las vías del ferrocarril. La tapia, que se iniciaba justamente a conti-nuación, era un paredón altísimo y muy largo, y sólo al final tenía acceso por un pequeño hueco cuadran-gular sin puerta que lo cerrase. La franqueé y entré a un patio grande y absolutamente desnudo, como el de una cárcel. Al fondo, a unos cien metros, estaba la fachada del Instituto.

Era de piedra gris, sin ningún letrero ni adorno, y tenía solamente tres ventanales uno encima de otro y encima, a su vez, de una puerta demasiado pequeña hacia la cual iba avanzando. Todo estaba arrin-conado en la parte de la izquierda, de tal manera que por el otro lado sobraba mucha pared. Chocaba la desproporción y la torpeza de aquella fachada que parecía dibujada por la mano de un niño. No había nadie. Graznaban en el tejado unos pájaros negros.

Me detuve en la puerta. Estaba entreabierta y no tenía timbre ni indicación alguna. Traté de empujarla, pero cedía con dificultad, y entré por la abertura que tenía, que era suficiente. Apareció una escalera blanca y una mujer que la estaba fregando, arrodillada en los primeros peldaños, de espaldas a mí. Me asusté un poco al vislumbrar, inesperadamente, el bulto de su cuerpo, porque todo aquello estaba bastante oscuro.

– Buenas tardes, señora.

Volvió la cabeza.

– ¿Es aquí el Instituto?

– ¿El Instituto? Sí. Aquí.

Me miraba fijamente. Yo le di las gracias y empecé a subir la escalera, pisando por encima de unos periódicos que había puesto en los escalones recién humedecidos. Cuando estaba llegando al primer piso y ya no la veía, oí su voz desde abajo, llamándome.

– Oiga…, señor…, usted.

Me asomé por el hueco, apoyándome en la barandilla.

– ¿Qué? ¿Me llamaba a mí?

Alzó la cabeza en la penumbra, sin incorporar su cuerpo, como si aquella postura de estar agachada, con las manos y las rodillas sobre el suelo, fuera en ella normal e inevitable. Dijo:

– No hay nadie arriba.

– ¿Nadie?-repetí yo.

Y miré para arriba muy desconcertado. Vi en el primer piso una puerta de cristales cerrada, con un papel pegado a la izquierda, como de horarios o con algún aviso. Blanqueaba vagamente este papel al res-plandor de una sucia bombilla encendida en lo alto de la puerta. También de más arriba, de una claraboya del techo con algunos cristales rotos, bajaba todavía una última y apagada claridad que se difundía por todo el hueco de la escalera. Esta luz y la de la bombilla luchaban débilmente, sin anularse.

– Pedro se ha ido hace un rato-añadió la mujer-. ¿Buscaba usted a Pedro?

Empecé a bajar despacio la escalera, tras una breve vacilación.

– ¿Pedro? No sé quién es. Pero tendrá que haber un bedel, o alguna persona.

Había llegado de nuevo abajo.

– El bedel es Pedro. Pero es que ya es muy tarde. Mañana empiezan los exámenes de los libres.

– Entonces, ¿la residencia del Instituto no es aquí?

La mujer se incorporó un poco. Se secó las manos con el delantal.

– ¿Qué residencia dice? A ver si viene equivocado. Aquí es el Instituto.

– Sí, de acuerdo. Pero yo digo la residencia de los profesores, creí que estaría en el mismo edificio. El sitio donde viven los profesores y los alumnos que no sean de aquí-aclaré impaciente ante sus ojos de asombro.

– No sé qué decirle. No he oído nada. Yo creo que viven todos en sus respectivas casas. Pero venga mañana y Pedro se lo dirá.

– Está bien. Muchas gracias.

– De nada.

Ya me iba. Salía por la puerta y me volví. -Oiga, perdone. ¿Sabe usted a qué hora suele venir el director por las mañanas?

No se había vuelto a agachar y me había seguido con los ojos, como si esperara verme entrar de nuevo. Dijo, inflando solemnemente la voz.

– El director se ha muerto.

– ¿Cómo? ¿Don Rafael Domínguez?

– No sé decirle cómo se llamaba de apellido.

– Pero, ¿está usted segura?-le busqué los ojos para cerciorarme-. Será hace pocos días.

– Cinco días hace. Bien segura estoy.

– ¿Vivía él en la calle del Correo?

– Sí, señor. En el doce. Fui yo a llevar un recado a la casa, y en ese momento, lo sacaban. Dijo (lo sacaban) con tono estremecido y lastimoso; como si se gozara evocando el fúnebre cortejo. Luego me miró a mí, maternalmente.

– ¿Era pariente suyo?

– No, no… ¿Correo doce, ha dicho usted?

– Doce, sí, señor.

– Adiós, se lo agradezco.

Salí al patio, bordeé la tapia, llegué de nuevo al puente del ferrocarril. Allí me detuve. Los muros de aquel puente eran de cemento deteriorado, no mucho más bajos que yo. Apoyé la barbilla en el borde. Vi las traseras de las casas que daban a la vía, en lo alto de un terraplén escurridizo, las ventanas abiertas y encendidas. Ventanas de cocina. Prepararían la cena. Era un barrio de casas pobres. Por las ventanas salían voces agudas, de mujer. Fui siguiendo las vías rectas y solas hasta que se me perdían de vista, juntándose allá en el campo. El campo se adivinaba desdibujado, bajo las nubes oscuras que todavía no se habían fundido con la noche.