– Qué callada estás, mujer.

– Sí, no sé qué me pasa, estoy como dormida.

– La viudita del Conde Laurel.

Delante del mirador se ensanchaba la calle en una especie de plazuela triangular. Había un coche de línea con el motor en marcha y lo rodeaban algunas mujeres de oscuro que hablaban con los viajeros por las ventanillas abiertas. Auparon a una niña para que le diese un beso a uno de los de dentro. En un cartel que había arriba, sujeto a la baca, ponía los nombres de los pueblos.

– Porque tu novio no viene ese año a las ferias, ¿no?

Julia se encogió de hombros y puso un gesto de fastidio.

– Hija, no sé. Que haga lo que quiera.

– ¿Qué es? ¿Que estáis reñidos?

– No, no es que estemos reñidos. Estamos como siempre.

– ¿Entonces?

– Estamos siempre medio así -dijo Julia haciendo un gesto de desaliento con la mano-. Por las cartas se entiende uno tan mal…

– Desde luego. Los noviazgos por carta son una lata. Ya ves lo que me pasó a mí con Antonio. Dos años, y total para dejarlo.

Julia se puso a morderse un padrastro, con los ojos bajos. Se le empezaron a caer lágrimas en la mano.

– Claro que fui yo la que le dejé. Me aburrí de esperar, hija, y de calentarme la cabeza. Con un chico de fuera, todo lo que no sea casarse en seguida… ¿Pero qué te pasa, mujer, estás llorando?

Había bajado la barbilla hasta apoyarla en el pecho y lloraba con los ojos cerrados. Cuando oyó la pregunta de Isabel y sintió que la presión de su brazo se hacía más estrecha, se tapó la cara con las manos.

– Es que si vieras lo cansada que estoy -dijo con la voz ahogada-, si vieras… ya no puedo estar así.

De pronto levantó la cara y se limpió los ojos bruscamente.

Dijo con urgencia, sin volver la cabeza.

– ¿Viene Mercedes?

– No. ¿Por qué?

– No le digas nada de esto…, si no te importa.

– No, mujer. Descuida. Pero dime, ¿qué es lo que te pasa?

– Nada.-La voz se le había vuelto más tranquila-. Que nos entendemos mal, que me vuelve loca en las cartas, con las ventoleras que le dan de que le quiero poco, y siempre pidiéndome imposibles, cosas que yo no puedo hacer. Que no se hace cargo… Fíjate: por ejemplo, se enfada porque no voy a Madrid. Si mi padre no me lleva, ¿qué querrá que haga yo? Pues con eso ya, que no le quiero.

– Ah, eso siempre, eso todos. ¿Por qué te crees tú que reñimos Antonio y yo? Pues por eso, nada más que porque no me daba la gana de hacer lo que él quería.

– No, si nosotros no creo que terminemos. Si me quiere mucho.

– Tú, de todas maneras, no seas tonta, no te dejes avasallar. Yo por lo menos es lo que te aconsejo. Si te pones blanda es peor. ¿Que riñes? Pues santas pascuas. Ya ves yo, me pasé un berrinche horrible. Acuérdate, la primavera pasada, que ni ganas de ir al cine tenía; pero luego se alegra una, yo por lo menos…

Se oyó un chirrido cercano y luego las tres campanadas de menos cuarto en el reloj de la Catedral. Julia tenía los ojos fijos en la baca del coche de línea atestada de bultos y cestas.

– Si pudiera venir por lo menos un día o dos, ahora por las ferias. Hablando es otra cosa. De cartas se harta una, cuando te contesta a una de enfadada, ya ni te acuerdas de por qué era el enfado, porque a lo mejor ya has recibido luego otra suya, y estás contenta. Te aburres de escribir, te aseguro…

– Pero ¿y cómo viene tan poco a verte? ¿No puede?

– No. Siempre tiene cosas que hacer. Ya te digo, dice que es más lógico que vaya yo, que a él aquí no se le ha perdido nada, y que en cambio yo allí podría hacer muchas cosas y que sé yo qué. Ayudarle, animarle en lo suyo aunque sólo fuera.

– Pero y tú, ¿cómo vas a ir, mujer?

– No. Eso no. Podría ir a casa de los tíos como otras veces que me he estado meses enteros. Pero bueno es mi padre. Como que me va a dejar ahora, como antes, sabiendo que está él allí.

– Y É1 ¿qué hace? ¿Cosas de cine, no?

– Sí.

– ¿Es director?

– No, director no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tiene mucho porvenir, una cosa nueva. É1 escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.

– Sí-resumió Isabel-. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película.

– Sí. Lo que pasa con ese trabajo es que hay que esperar mucho para colocar los guiones y ver mucha gente; conocer a unos y otros. Pero luego, cuando se tiene un nombre, ya se gana muchísimo, fíjate.

Julia hablaba ahora con cierta superioridad y la voz se le había ido coloreando.

– Y documentales y todo. Teniendo suerte…

Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mujeres de luto se quedaron quietas un momento hasta que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lentamente.

– Pues Mercedes decía que os casabais este año que viene para verano, ¿no? ¿No te estabas haciendo ya el ajuar?

– Sí. Me lo estoy haciendo a pocos. Ya veremos. A él todo esto de ajuar y peticiones y prepara-tivos no le gusta. Dice que casarse en diez días, cuando decidamos, sin darle cuenta a nadie. Ya ves tú.

– Uy, por Dios, qué cosa más rara. Lo dirá de broma.

Entró Candela con la bandeja del desayuno, y la puso en la camilla. En el pasillo, Mercedes estaba discutiendo con Natalia, sin entrar.

– Mentira, no has desayunado. En la cocina no hay ninguna taza sucia. Te vienes al mirador con nosotras, por Dios, qué manía de estar siempre en otro lado, como la familia escocida.

Isabel y Julia se volvieron y se sentaron a la camilla.

– No le digas a Merche que estaba triste y eso -dijo Julia de prisa en voz baja, mirando a la puerta-. Son cosas que se dicen por decir, que unos días te levantas de mejor humor que otros. Como ella a Miguel no le tiene mucha simpatía…

– Por favor, mujer, qué bobada, yo qué le voy a decir.

– No te vayas a creer que no le quiero por lo que te he dicho. Yo no le cambiaba por ninguno.

– Pues claro.

– Es que ella siempre está con que no le quiero. A lo mejor a ti también te lo ha contado, se lo dice a todo el mundo.

Entró Mercedes. Natalia entró detrás.

– Buenos días.

Vio el rostro de la chica de beige. No sabía si la conocía o no. Se parecía a otras amigas de las hermanas. Todas le parecían la misma amiga.

– ¿Conocías a Natalia?

Isabel miró el rostro pequeño, casi infantil.

– Pues creo que la he visto alguna vez en la calle, de lejos. Me parecía que era mayor. ¿Cómo estás?

– Bien, gracias -dijo ella, bajando los ojos.

Cogió el programa de las ferias y con una tijera de bordar le empezó a hacer dientes y adornos por todo el filo meticulosamente. Las briznas de papel se le caían en la falda.

– También es raro, ¿verdad?, que nunca nos hayamos conocido, con tantas veces como vengo a vuestra casa.

– ¿Esta?-la señaló Mercedes con el pitorro de la cafetera-. No me extraña; si nosotras la conocemos de milagro. Esto es más salvaje…

Isabel se sonreía, sin quitarle ojo. Detallaba las cejas espesas, los grandes ojos castaños.

– Uy por Dios, ¿no oyes lo que dicen? ¿A que no es para tanto?

– Me da igual. No, no me pongas café. Si ya he tomado.

– Bueno, pero estáte quieta con esas tijeras, ¿qué estás haciendo? Lo pones todo perdido de papelines.

– Ah, mira, las tijeritas pequeñas -dijo Julia-. Las estuve buscando ayer. Luego me arreglas un poco las uñas, ¿eh, Isabel?

– Sí, mujer, encantada. Pero tengo que llamar a mi madre. ¿Vas a ir al Casino a la noche?

– Creo yo que daremos una vuelta. ¿Tú qué dices, Julia?

– A mí me da igual. Total, está siempre tan ful.

– Sí, es verdad, no sé qué pasa este año en el Casino. Y cuidado que la orquesta es buena, pero no se.

– La mezcla -saltó Mercedes con saña-. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram. La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeller, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla…

– No, y que hay demasiadas niñas, y muchas de fuera.

Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegando, no te dejan un chico.

Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le sonrió.

– Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois las peores.

Ella desvió la vista.

– A ésta la pondréis de largo.

– No quiere.

– ¿Que no quiere? Será que no quiere tu padre, más bien.

– No. Soy yo, yo, la que no quiero-aclaró Natalia con voz de impaciencia.

– Hija, Tali, no hables así. Tampoco te han dicho nada. ¡Jesús!-se enfadó Mercedes.

– Bueno, es que es pequeña. Tendrá catorce años.

– Qué va. Ya ha cumplido dieciséis. Ella que se descuide y verá. De trece años las ponen de largo ahora. Pero se ha emperrado en que no, y como diga que no… Fíjate, si ya le había traído papá la tela para el traje de noche y todo, aquella que trajo de Bilbao, ¿no te la enseñé a ti?

– Uy, mujer, pues qué pena. ¿Es que no te hace ilusión?

– Tiempo tiene. Dejarla -dijo Julia, y Tali la miró con agradecimiento-. Tiempo de bailar y de aburrirse de bailar. Precisamente…

– Dieciséis años no los representa, desde luego. De todas maneras, cuánta distancia entre vosotras. ¿O es que hubo hermanos en medio?

– No, sólo uno que nació muerto. Y desde ése hasta Natalia, nueve años.

Mercedes se quedó mirando a Julia y le pesó el silencio que se hizo. Sabía que Isabel podía estar calculando los años de ellas.

– Mamá murió de este parto, ¿lo sabías, no? Eso de los partos qué horrible, ¿verdad? -dijo aprisa -. Menos mal que ahora se muere menos gente.

– ¿Qué es, que padecía del corazón?

– Sí. Del corazón. No llegó a conocerla a ésta.

– Gracias a tu tía. Es un sol vuestra tía, es como madre, ¿no?

– Fíjate.

Natalia se quitaba uno por uno, a pequeños pellizcos, los pedacitos de papel pegados a la falda. Siempre que estaba ella hacían las mismas preguntas y contaban las mismas historias. Siempre este largo silencio después de que se nombraba a mamá. Este ruido de cucharillas. Hoy cogería la bici y se iría lejos. Hoy iba a hacer muy bueno.