Como me doy cuenta de que en muchas de mis palabras trasunta aún hoy la influencia de mi venerado maestro, creo que es conveniente evocarlo en forma más detallada. De su físico, baste decir que delataba a primera vista al hombre de ciencia: alto, un poco grueso, las profundas entradas que dejaba en su frente rojiza un pelo rubio ceniciento, siempre revuelto, revelaban la constante actividad interior de la cabeza, un poco más grande que lo normal y bien asentada entre los hombros vigorosos. Detrás de unos quevedos enmarcados de oro que, cuando no estaban encaramados en su nariz, bailoteaban contra su pecho suspendidos de una cadenita de oro que colgaba alrededor del cuello, brillaban sus ojos de un azul clarísimo, móviles y perspicaces, ligeramente irónicos, y que, en los momentos de gran concentración, desaparecían detrás de los párpados que se entrecerraban delatando la ocupación máxima de la mente. Su cara rubicunda y franca se ensombrecía un poco cuando examinaba a un enfermo, pero a la hora de la cena, después de una jornada de intenso trabajo, el vino y la conversación eran sus placeres principales. A casi diez años de su muerte, no cometo ninguna infidencia escribiendo que su pasión por el sexo femenino, aun a una edad avanzada, era más que ordinaria y que, como ocurre a menudo en los pueblos septentrionales, las razas oscuras merecían su predilección. Los lupanares no lo amedrentaban, más aún, ejercían sobre él una fascinación desmedida, y de las mujeres casadas parecían emanar para su sensualidad incomprensibles atractivos suplementarios. Como yo era su interlocutor principal, su ayudante, su discípulo fiel, y me encontraba tan a menudo a su lado que hubiese podido confundírseme con su sombra, me convertí por razones obvias en su confidente, de modo que considero con toda tranquilidad de conciencia ser la persona que, por lo menos en el último tercio de su vida, mejor lo conoció. Después que la Casa de Salud dejó de existir y que, de regreso a Europa, por causas ajenas a nuestra voluntad, debimos separarnos, y él regresó a Amsterdam mientras que yo entraba como interno en el hospital de Rennes, del que en la actualidad soy subdirector, hasta el día de su muerte seguimos escribiéndonos y mezclando en nuestra correspondencia, con soltura y jovialidad, los tópicos científicos con los personales. Su higiene corporal era meticulosa y, si el tiempo era cálido, le gustaba vestirse impecablemente de blanco, de modo que cuando estaba en Buenos Aires, en las noches de verano, cuando después de 1a cena salía a ejercer su pasatiempo favorito, no era raro que, desde los umbrales oscuros, desde las habitaciones en penumbra, por las ventanas abiertas de par en par buscando crear una imaginaria corriente de aire, al verlo pasar, alguna voz masculina murmurara en la oscuridad, entre socarrona y comprensiva: ái va el doctor rubio a buscar putas. Creo que la mejor manera de describir al doctor Weiss tiene que ver con esa capacidad que poseía de practicar libremente sus vicios a la vista de todos sin perder respetabilidad. Probablemente la razón fuese que nunca mezclaba los placeres con el trabajo y que era hombre de palabra: jamás le oí decir una mentira ni prometer nada que no estuviese dispuesto a cumplir. Su gusto inmoderado y misterioso por las mujeres casadas lo obligaba a veces a no pocos malabarismos morales, y en dos o tres ocasiones, empujado por las circunstancias a una inevitable duplicidad, lo vi renunciar con resignación a goces que ya le estaban asegurados. De sus inclinaciones había hecho un estilo de vida, una disciplina del saber y del vivir, casi una metafísica. En una carta del último período me escribió: El instante, respetado amigo, es muerte, sólo muerte. El sexo, el vino y la filosofía, arrancándonos del instante, nos preservan, provisorios, de la muerte. Si bien no parecía establecer ninguna distinción entre sanos y enfermos, era a los enfermos a quienes trataba con mayor probidad; parecía considerar que les debía más respeto que a los sanos. Y en cierto sentido era exacto: abandonados por sus familias, que rara vez venían a verlos, los locos estaban enteramente en nuestras manos, de modo que para ellos representábamos el último puente con el mundo. Al inaugurar la Casa de Salud, el doctor Weiss nos había advertido, a mí y a los otros miembros del personal, que mentirles a los locos era un acto insensato, y que si lo hacíamos seríamos percibidos por los enfermos igual que las personas sanas perciben a esos locos que hacen todo lo posible por disimular su locura, sin darse cuenta de que son esos esfuerzos los que los traicionan. Según el doctor Weiss el engaño es superfluo porque la locura, por el solo hecho de existir, vuelve a la verdad problemática. Un detalle que me intrigaba cuando lo oía dialogar con los enfermos era que muchas veces, ante las afirmaciones más descabelladas de los locos, en sus ojos azules más que en sus labios, que se apretaban un poco, se encendía fugaz una sonrisa de aprobación.

Las enfermedades, y no únicamente las del alma sino también las del cuerpo, que aunque capaz de tratarlas con igual habilidad se abstenía de hacerlo para no malquistarse con los otros médicos de la ciudad, a los que no quería sacarles la clientela, no eran el único centro de interés de mi maestro: la naturaleza entera en sus más variadas manifestaciones, desde el giro periódico de los astros hasta las florcitas más insignificantes de la llanura, que coleccionaba en un herbario cuidadoso, despertaba en él la misma curiosidad, estimulando sus dones de observación y de razonamiento. Un insecto, la brisa benévola de octubre, el comportamiento de un caballo o las fases de la luna, tenían el mismo valor para él como objetos de reflexión, y más de una vez le oí decir que, a diferencia de lo que habían producido los hombres, no había jerarquías en la naturaleza, y que en cada fenómeno natural estaban implícitas las leyes que rigen al universo entero, de modo que explicando correctamente el salto de una pulga por ejemplo -le gustaba ejemplificar con lo nimio- se entendía el funcionamiento del sistema solar, pero que de todas maneras la interpretación correcta de un hecho natural era imposible, porque a medida que iba aumentando el conocimiento aumentaba también el lado oscuro de las cosas.

Era un hombre ameno y servicial, o tal vez más que ameno y servicial: proclive a la compasión. Ese rasgo de su carácter era mucho más meritorio en él que en ningún otro, si se tiene en cuenta que, en materia religiosa, nunca vi ateo más convencido. En una de sus cartas desde Amsterdam me decía: Como Dios no existe nos toca a nosotros los hombres corregir las imperfecciones del mundo. ¡Cómo me hubiera gustado dejarle la tarea -al fin de cuentas, si existiese, el mal sería su responsabilidad-y poder dedicar todo mi tiempo a la única cosa perfecta que ha sabido crear, el sexo femenino! Su ateísmo me dejaba a veces perplejo: daba la impresión de considerar la inexistencia de Dios como una circunstancia euforizante. Aunque yo compartía sus convicciones, debo confesar que no pocas veces, en la intimidad de mi pensamiento, la situación me parecía más bien desalentadora, menos por la nada infinita que acechaba a mi propio ser, que a causa del despilfarro increíble que suponía la existencia de un universo tan inmenso, variado y colorido, que había irrumpido un buen día porque sí para, en cualquier momento, fletado generosamente como estaba, brusco, derrumbarse y desaparecer. Al doctor Weiss esa eventualidad no lo impresionaba sino que, por el contrario, parecía estimularlo, y creo que si hubiese estado en la boca de un volcán en erupción -aventura que por otra parte creo que vivió en Nápoles unos años antes de conocerme-, en vez de emprender la fuga se hubiese frotado las manos preparándose a estudiar la materia ígnea que estaría a punto de abrasarlo. Para los catorce años que duró nuestra Casa de Salud, ese símil no es inadecuado. Por todas partes lava hirviendo nos amenazaba: indios, bandidos, ingleses, godos, en ese orden creciente de ferocidad, para no hablar de tormentas, inundaciones, sequías, langostas, denuncias, pleitos, guerras y revoluciones. Nuestro hospital-laboratorio, como lo llamaba el doctor, que habíamos concebido blanco y apacible, terminó siendo la ruina miserable que, según me ha informado un amigo, existe todavía hoy día entre la maleza. Al parecer, después de la dispersión trágica de nuestros pupilos -los buscamos sin resultado durante semanas- dos de ellos volvieron al año siguiente y se instalaron en las ruinas, sin que ninguna familia los reclamara. (Hasta su muerte, los indios los veneraban y les traían de comer todos los días. Después se supo que eran unos indios cristianizados de Areco que, en secreto, practicaban una especie de culto hacia los dos locos, a los que trataban bien para que los preservaran de las fuerzas del mal.)

La política y el dinero son sin duda útiles, pero distraen de lo esencial: así es como las guerras sucesivas y la avaricia de ciertas familias, que pagaban los costos del primer año para desembarazarse de sus enfermos, y una vez que los confiaban a la Casa se olvidaban de seguir pagando, terminaron con nuestra empresa. En cuanto a las autoridades, si bien algunas personas esclarecidas nos estimulaban, muchos gobernantes, en general hombres de negocios, leguleyos, hacendados, eclesiásticos y militares, casi todos ellos ávidos, oscurantistas y sin instrucción, nos vigilaban de un modo constante y ponían toda clase de obstáculos a nuestro desenvolvimiento. Únicamente aquéllos que tenían trato directo con el doctor Weiss nos eran incondicionales, por haber percibido a través de ese trato su bondad, su sinceridad y su eficacia. Y tal vez porque dependían de él y más de una vez él había sabido calmar sus sufrimientos, los enfermos lo idolatraban. Pretendiendo que los tenía prisioneros sin ninguna razón y que los torturaba, trato que ni siquiera a los locos furiosos era capaz de darles, aun los enfermos que lo consideraban como su enemigo y que no se abstenían de injuriarlo o de amenazarlo, le tenían a pesar de sí mismos un respeto evidente, del que tal vez ni se daban cuenta, y cuando simulaban estar convencidos de que el doctor era la causa de todos sus males se notaba en sus palabras y en sus actitudes que no creían mucho en lo que afirmaban. Con sus insultos calumniosos, que el doctor soportaba con su sonrisita impasible, llegando a veces a sacudir de un modo afirmativo la cabeza como si los aprobara, parecían querer obligarlo a darles, de un modo u otro, un signo de que estaban equivocados, o tal vez un suplemento de atenciones o un interés exclusivo. También las personas que trabajaban en la Casa, a las que él mismo fue formando, le eran devotas. En su mayor parte se trataba de personas sin mucha instrucción, pero el doctor pensaba que los atributos que requería su trabajo, inteligencia, dulzura, fuerza física y paciencia, no dependían de la instrucción. Algunas damas de la ciudad quisieron colaborar gratuitamente, por beneficencia, con el trabajo de la Casa, pero, con habilidad diplomática, el doctor las convenció de que era un trabajo peligroso, lo cual en algunos casos, rarísimos, podía ser cierto, y cuando logró desembarazarse de ellas, me comentó en forma confidencial, con su habitual sonrisita y el chispeo de sus ojos clarísimos: Gratuitamente, es otro tipo de servicios el que les pediría a las más jóvenes.