Y de repente la catástrofe, como si un rayo lo hubiera partido cuando más a gusto se encontraba en la vida, a pesar de la escasez de los últimos meses de la guerra y de los rumores sobre el desmoronamiento de los frentes. A él eso ni le iba ni le venía, pensaba con su imperturbable suficiencia de siempre: ¿había hecho él algo malo? ¿Se había manchado las manos de sangre? «El que algo teme algo debe, Leonor», le dijo a mi abuela el último domingo de su libertad, «y como yo no he hecho nada de lo que deba avergonzarme no me pienso esconder». Todo en vano, todo perdido para siempre desde aquella mañana en que se lo llevaron esposado como a un criminal, con sus botas limpias, sus guantes blancos y su uniforme de gala, a él, que nunca se metió en nada, que hasta estuvo a punto de que lo fusilaran aquella vez que los milicianos ocuparon el cortijo donde había trabajado hasta el principio de la guerra y la señora, que lo quería mucho, lo llamó a su palacio de Mágina y se le hincó de rodillas y le dijo, llorando con tales veras que en nada estuvo que le contagiara las lágrimas: «Manuel, por lo que más quieras, tú no eres como esos ingratos, ve al cortijo y habla con ellos a ver si puedes salvar algo, que yo te sabré corresponder.» Pero cuando llegó aquellos vándalos ya habían incendiado la casa y no pudo rescatar del incendio más que unos pocos libros y unas cucharillas de plata, así como un busto bendecido de Nuestra Señora del Gavellar, patrona de Mágina, que se llevó oculto bajo la chaqueta, y no faltó mucho para que le dieran un tiro o lo arrojaran a la lumbre, no por lacayo del capital y traidor a su clase, como los milicianos le decían, sino por idiota, dijo mi abuela Leonor al verlo con la ropa chamuscada y la cara negra de tizne, como recién salido de las calderas de Pedro Botero, quién te manda, le gritaba, qué se te había perdido a ti en el cortijo, haberle dicho a la señora que bajara ella misma a defender lo suyo, si tanto aprecio le tenía.

Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él, aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en El Debate los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en ABC la carta de Alfonso XIII a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas, las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una resaca de licores mezclados.

La universalidad de su entusiasmo pobló mi infancia de desconocidos admirables: don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don Alejandro Lerroux, don Juan de la Cierva, Largo Caballero, el Lenin español, don Niceto Alcalá Zamora, don Miguel Primo de Rivera, Millán Astray, el general Miaja, el comandante Galaz, Azaña, los héroes del Plus Ultra, Madame Curie, a quien le atribuía el invento benéfico de los aparatos de radio, Roosevelt, Stalin, el doctor Fleming, Mussolini, Adolfo Hitler, y hasta el emperador de Abisinia, cuyo exilio le costó a mi abuelo Manuel lágrimas tan sinceras como el heroísmo de los italianos que lo derrocaron, y a quien llamaba Jaime Selassie, o el Negrus, imaginando que el color de su piel era el motivo del apodo que le daban en las crónicas internacionales. Las palabras esdrújulas y los latiguillos verbales relucían como joyas en su imaginación, y llamaba a la Guardia Civil «La Benemérita», aunque algunas veces se le enredaban las sílabas, y «La ciudad condal» a Barcelona, y sabía que las turbas de las que hablaban los periódicos de derechas eran multitudes amotinadas y que la Sociedad de Naciones estaba en Ginebra, si bien nunca logró entender un mapa. Se le confundían las líneas de las fronteras y los ríos tan insolublemente como las cantidades de una suma, y cuando yo quise explicarle en el mapa de mi enciclopedia escolar dónde estaba Mágina se negó a creerme: no podía ser tan pequeña y estar tan perdida y tan lejos del mar, si él lo había visto una mañana desde la cumbre del monte Aznaitín, desde lo más alto de la Sierra, tan cansado de andar que ya creía que iba a morirse, unos minutos antes de volver sus ojos hacia el norte y ver como un espejismo el valle del Guadalquivir cubierto por un océano inmóvil de niebla violeta sobre la que se levantaba como una isla muy distante la colina de Mágina.

Tal vez está acordándose de ese amanecer cuando los ojos se le quedan fijos en el vacío y le brillan de lágrimas y no hace caso o no escucha si le preguntan en qué piensa. Nota demasiado tarde la humedad que le rebosa de los lacrimales, que se desliza luego por las mejillas sin que él pueda detenerla, paralizado en el sofá, como si hubiera perdido la potestad de mover sus manos adormecidas al calor del brasero, de buscar un pañuelo y detener esas dos lágrimas de las que se avergüenza en secreto como de una vejación, como si se hubiera orinado en los pantalones: eso sí que no, pensará, al menos todavía, hasta cuándo, ojalá muera antes. Como un avaro que desconfía más de quien tiene más cerca tal vez guarda para sí mismo sus instantes de lucidez y los aludes de recuerdos parecidos a sueños y a jirones de fábulas que irrumpen en la monotonía del estupor y la amnesia igual que fulgores visuales en la memoria de un ciego. Preferirá que no sepan, que no sospechen que todavía razona y que ha adquirido la potestad de presenciar los menores hechos de su vida con una clarividencia que nunca tuvo mientras le sucedían y que ahora no quiere compartir con nadie por avaricia y orgullo y también por miedo a que las palabras la degraden. Nunca volverán a decirle que ha inventado lo que cuenta, porque ahora sólo se lo cuenta a sí mismo y obtiene una satisfacción sombría al pensar que las cosas que vio y no le fueron creídas cuando las relataba perecerán con él como tesoros tragados por el mar. Nadie oirá nunca más las palabras que aún suenan en su imaginación como débiles ecos de las que tantas veces pronunció en voz alta, a nadie volverá a contarle que una noche muy oscura de invierno un hombre le pidió lumbre y vio a la luz del mechero que era Alfonso XIII, ni que una vez encontró entre la maleza de la orilla del río el esqueleto de un juancaballo, ni que él fue uno de los hombres que acompañaban al difunto don Mercurio cuando se descubrió en la Casa de las Torres aquella momia que unos días después robó alguien, él sabía quién… Y entonces, cuando advertía nuestra expectación, se quedaba callado, muy serio, con la cabeza baja, apretando los labios, como si lo agobiara la posesión de un secreto que a pesar suyo le era imposible revelar y que en cualquier caso no merecían los testigos incrédulos de su narración. Sigue contando, le pedía yo, un poco más, todavía no es hora de acostarse, quién robó la momia, por qué la habían emparedado. Sonreía mirándome con satisfacción y malicia, vigilaba la puerta por miedo a que apareciera en ella mi abuela Leonor y empezara a reñirle, chasqueaba la lengua, se pasaba la mano por la boca. Y añadía luego, cuando ya iba a acostarse, después de haberle dado cuerda al reloj de pared con una llave que guardaba en el bolsillo del chaleco y con la que yo estaba seguro de que regía el curso del tiempo: «No habiendo más asuntos que tratar, se levanta la sesión.»

Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, dice Nadia, recita, con el libro cerrado entre las manos, la gastada Biblia de los protestantes españoles con sus páginas de una densidad arenosa que don Mercurio le dejó a Ramiro Retratista en su testamento sin que él supiera por qué, imaginando una tardía extravagancia del médico, un signo de su improbable conversión en el lecho de muerte, como algunos pertinaces ateos a los que solía referirse en sus conversaciones de mesa camilla y rosario el inspector Florencio Pérez, apocado adalid del perdón evangélico y de la Adoración Nocturna, en una de cuyas sesiones trabó conversación con él aquel joven tan animoso y dócil que tanto prometía, Lorencito Quesada, supervisor de los futbolines de Acción Católica y dependiente inveterado -inveterarlo, decía él- de los almacenes El Sistema Métrico, los primeros que implantaron en Mágina la numeración decimal, corresponsal de Singladura, diario provincial del Movimiento, autor del volumen siempre inédito sobre los Hombres y Nombres de Mágina, donde tenía previsto que se reprodujeran las Cien Mejores Fotografías de Ramiro Retratista, entre las cuales no hay ninguna que alcance la majestad sobrecogedora de la que le hizo al médico don Mercurio unos meses antes de su muerte, meses o semanas, de eso Lorencito no estaba seguro, y no pudo estarlo porque cuando fue a consultar la fecha exacta con Ramiro éste había desaparecido sin dejar dirección, y el sordomudo, Matías, su ayudante de siempre, que ahora conducía tan ufano como un auriga un minúsculo isocarro dedicado al transporte de piensos, tampoco pudo darle ningún indicio de adónde se había marchado su maestro: se encogió de hombros, sonriendo, con aquella sonrisa idiota de felicidad con la que había despertado hacía treinta y tantos años de la catalepsia: ni él ni nadie sabía el paradero del fotógrafo, salvo el comandante Galaz, pero también éste desapareció entonces por segunda y última vez y casi nadie lo notó, igual que casi nadie, salvo Ramiro Retratista, el inspector Florencio Pérez y el teniente Chamorro, había notado su regreso a la ciudad, convertido en un extranjero que usaba en lugar de corbatas anticuadas pajaritas de profesor norteamericano y vivía tan retirado en su chalet de la colonia del Carmen como habría podido vivir en el suburbio de Nueva York de donde procedía. Sólo de él se despidió Ramiro, de él y de su hija, aquella chica pelirroja y callada, y luego supo Lorencito Quesada que el fotógrafo lo había estado visitando a lo largo de los últimos meses que los dos pasaron en la ciudad, contándole sus secretos más escondidos como a un confesor, sin que el ex comandante -que tal vez era ex coronel en realidad- lo interrumpiera nunca ni le preguntara el motivo de sus confidencias, siempre callado y atento, con una cortesía lejanamente militar, ofreciéndole tazas de té que Ramiro no probaba, porque no tenía costumbre, y copas de coñac que apuraba con la misma urgencia con que había bebido en los últimos años de su juventud el aguardiente alemán de don Otto Zenner, asintiendo en silencio cuando él le mostraba fotografías antiguas, aquella que le tomó la noche en que el comandante formó a las tropas en la explanada del ayuntamiento y se cuadró ante el alcalde anunciándole la lealtad de la guarnición de Mágina al orden constitucional de la República, y también las otras, las que casi nadie había visto, el retrato de don Mercurio y el de la muchacha emparedada, el de la novia que moriría de un tiro en la frente a las pocas horas de su boda. También le enseñó la Biblia de tapas negras que había heredado del médico, y luego la guardó en el baúl que Matías trasladó en su isocarro a casa del comandante como un legado embarazoso y más bien absurdo que él, por delicadeza, no supo rechazar, aunque no entendiera la razón de que Ramiro Retratista lo hubiera elegido para entregárselo, tal vez porque imaginaba que el comandante Galaz lo guardaría siempre y no tendría la menor tentación de abrirlo y de examinar su contenido, tan inmune a la curiosidad como a la más ínfima deslealtad o traición.