Dónde habrás aprendido a usar tantas palabras, la he oído decirle cada vez que lo sorprendía contándome alguna historia de cautividad o de heroísmo, riéndose de él, quién le mandaría hablar tanto y meterse tan sin juicio en las vidas de otros en vez de ocuparse de la suya, siempre acuciada de quebrantos y alimentada de palabras y embustes, de credulidad y de soberbia, para acabar luego así como te ves, le dice, medio inválido de tanto trabajar sin fruto ninguno, nada más que la miseria de una pensión que parece de lástima, y menos mal que te reconocieron los años como guardia de asalto, que si no de qué íbamos a comer. Uncidos como siameses el uno al otro por la vejez extrema y el miedo a la muerte y por una mezcla impredecible de rencor y compasión miran pasar las horas y los días frente al televisor y en los últimos tiempos dice mi madre que ya no discuten ni se echan en cara los agravios que a pesar del olvido tal vez los siguen envenenando como sustancias letales que actúan en la sangre sin que lo sepa la conciencia. Cuarenta y nueve años después del día en que salió del campo de concentración sin más hacienda que un capote viejo y un hato en el que llevaba un par de botas, un chusco negro y duro y una longaniza de carne de caballo, mi abuelo Manuel, ahora mismo, en Mágina, logra ponerse en pie con una lentitud mineral y tantea el suelo con la contera de goma del bastón y mira a una distancia inaccesible las puntas de sus pies, que avanzan centímetro a centímetro sobre las baldosas, y el dolor de las plantas le trae la imagen fragmentaria de alguna caminata olvidada, la sensación de que los pies van a abrírsele como si los partiera una cuchilla, de que las piernas y el cuerpo entero y la conciencia se deshacen en légamo porque desde hace muchas horas es de noche y él no ha dejado de caminar desde que amaneció, no sabe cuándo ni hacia dónde, sólo que no ha comido y que el camino no se acaba nunca bajo sus pies ni delante de sus ojos, una vereda perdida en alguna serranía, una carretera recta que el sol parece aplastar contra la llanura, un horizonte de colinas azules donde se extraviará cuando caiga la noche, sin más luz que la brasa del cigarro, sin oír durante muchas leguas nada más que sus pasos y el tintineo del cascabel atado a la jáquima del mulo. Era así como le gustaba contar, le digo a Nadia, explicándolo todo, inventándolo, la oscuridad de la noche, el aullido de los lobos, el brillo de un cigarro encendido, el cascabel que yo oía tan vividamente como si hubiera ido con él en aquellos viajes a través de la Sierra, circunstancias triviales que adquirían en su voz una cualidad tenebrosa de augurios. Se ha acordado del cascabel porque ha oído moverse una cucharilla en un vaso, el de la medicina que le ha preparado mi madre y que él no sabrá beber sin derramársela casi entera en la barbilla y en el pecho, pero eso le ha pasado siempre, dice mi abuela Leonor, nunca ha sabido beber jarabes ni medicinas ni leche, pero lo que es el vino no se le pierde ni una gota, aunque lo bebiera en porrón, mira tú qué misterio.

En su memoria, como en uno de esos sueños livianos tan fácilmente interferidos por la realidad, la cucharilla que mueve mi madre se transmuta en el sonido monocorde de un cascabel y la fatiga de sus piernas lo devuelve sin que él mismo lo sepa a una de sus expediciones al otro lado de aquella sierra azul que me señalaba con un ademán enfático desde la cima de su estatura, hablándome de aquellos tiempos en que se buscaba furtivamente la vida con el estraperlo, otra palabra indescifrable que aprendí de sus labios, comprando patatas y judías y trigo en aldeas y cortijadas remotas para venderlo todo luego en Mágina, no a lo grande, como su vecino Bartolomé, que disponía de capital y de influencias y en unos años dobló su fortuna, sino con tan pocos medios y tan acobardado por el peligro de que lo atrapara la Guardia Civil que nunca tuvo la menor posibilidad de salir de pobre y ni siquiera de pagar sin agobios los plazos del mulo que había comprado al emprender el negocio, y que una noche de invierno acabó reventado bajo una carga excesiva en el repecho más difícil de un camino al que llamaban la cuesta de los Gallardos, dejándolo a merced de la nieve y de los lobos, que olían desde lejos la sangre vomitada por el animal -en los relatos de mi abuelo Manuel siempre era de noche y llovía o nevaba y se oían los rugidos del viento o de las fieras -. Pero no sabe si está recordando o sueña todavía, da un paso más, se apoya en el bastón y teme que se quiebre, no distingue entre el recuerdo y el sueño, entre las imágenes de su propia conciencia y las que ve moverse en torno suyo o en el televisor: en su memoria se han roto las fronteras y las subdivisiones del tiempo, y este momento en el que vive ahora mismo carece de realidad o de verosimilitud, tal vez porque a los rostros y a las cosas les falta un relieve preciso, surgen sin motivo, desaparecen sin explicación, como los objetos que examina y derriba un niño de meses, como alguna vez llego y me desvanezco yo mismo, su nieto mayor, entro en la habitación y lo beso y le pregunto cómo está y de repente me mira como si se asombrara de no reconocerme, sonríe y se deja besar pero íntimamente desconfía de que yo sea quien le dicen que soy, y cuando quiere mirarme para confirmar su sospecha o vuelve a abrir los ojos después de dormir unos minutos resulta que ya no estoy en la habitación, que han pasado días o semanas en ese instante de sueño, pregunta por mí y mi abuela le dice, pero Manuel, parece mentira, ¿no te acuerdas que se fue de viaje, que has hablado con él hace un rato por teléfono?

No es que no se acuerde, es que no sabe o no quiere regir la disposición de su memoria: ve imágenes detalladas y absurdas como fragmentos de sueños, está mirando a mi madre que limpia el hule ante él con un paño mojado y de pronto quien se inclina sobre una mesa desnuda es otra mujer, mi abuela Leonor cuando era muy joven y acababan de casarse y lo enloquecía de deseo el resplandor blanco de su piel y la caliente suavidad de sus muslos. Sonríe entonces muy tenuemente, con los ojos entornados y húmedos y un gesto amargo de agravio en la boca cerrada, como si vislumbrara durante unos segundos los paraísos de su vida y se diera cuenta de lo lejos que están, el amor de las mujeres, la soberbia y el coraje de su juventud, la música de los desfiles cuando marcaba el paso por una calle soleada y alzaba los ojos hacia los balcones donde aplaudían muchachas acodadas sobre banderas tricolores. Cuarenta y nueve años después de emprender el regreso hacia Mágina desde los corralones del campo de concentración sueña o recuerda que camina de noche y está tan cansado que a veces se duerme sin que sus pasos se detengan, tan vívidamente se sueña a sí mismo caminando que a pesar de la fatiga y del hambre siente de nuevo el vigor de sus piernas subiendo desde los talones como un flujo de savia, el gozo del aire limpio en los pulmones, el olor a hinojo y a tomillo y a noche húmeda de octubre. «Veinticuatro horas estuve andando sin parar», me decía: ha decidido que no se detendrá hasta que llegue a Mágina, y para avivar el paso imagina que desfila, como en las paradas del catorce de abril, la cabeza alta, el codo en ángulo recto junto al costado izquierdo para sostener la culata del máuser, me explicaba, usando una azada como fusil, la mano derecha llegando con energía hasta la altura del hombro, la respiración acompasada, aspirando el aire por la nariz para matar los microbios y expulsándolo siempre por la boca: con su uniforme puesto era más gallardo que nadie, pero lo de marcar el paso nunca se le dio bien, se distraía mirando a las mujeres con vestidos claros y escarapelas tricolores que aplaudían el desfile, sobre todo a los gastadores, los más altos, los primeros de todos.

Sonríe y tal vez no sabe por qué, abre los ojos del todo y no recuerda el sueño del que ha despertado, mira a su alrededor y tampoco reconoce la habitación donde está, se palpa las piernas bajo las faldillas y las nota rígidas de frío, así que no puede ser él ese hombre que camina infatigablemente de noche y marca el paso con un hatillo al hombro en lugar de un fusil, pisando la grava de la carretera con unas alpargatas que no se quitará hasta que las suelas se le hayan gastado, pues quiere reservar para las veredas de la Sierra las botas que le ha cambiado un preso por su ración de tabaco. Se muere de sueño, de cansancio y de hambre y no quiere detenerse ni comer todavía la poca longaniza que le queda ni el chusco negro que apenas ha mordido dos o tres veces desde que echó a andar, cualquiera sabe lo que tardará todavía en llegar a Mágina, cuándo verá a lo lejos el perfil de sus torres sobre la colina y la muralla, el Guadalquivir, la llanura, los olivares, el verde reluciente y húmedo de los granados en las huertas. Se quedaba dormido caminando y lo despertaba de pronto el golpe de su cara contra la tierra, se incorpora y no sabe dónde ésta, en un sueño dentro de otro sueño, en la carretera sin luces que lo llevará más tarde o más temprano a Mágina, en una habitación grande y caldeada donde suena la música de un programa de televisión y una voz que tarda en identificar lo reprende, pero Manuel, será posible, otra vez te has dormido.

Pero no duerme, no quiere dormir, sólo camina y marca el paso y sigue buscando en la negrura del cielo los primeros indicios del amanecer, le parece mentira haber sido tan joven, un día y una noche caminando como si lo empujara la corriente de un río, sin comer apenas, hablando para no dormirse, cantando flamenco por lo bajo con aquella voz que se parecía a la de Pepe Marchena: lo llevaba dentro, en cuanto bebía dos copas de aguardiente y escuchaba palmas animándolo se arrancaba por derecho, entonando bajo, o rompiendo en un grito como Miguel de Molina, y con el cante y el alcohol se le olvidaba todo y volvía a casa borracho y sin un céntimo, pero no iba a ser todo doblarse sobre la tierra desde que Dios amanecía y encerrarse a la caída de la noche como los animales en la cuadra. Eso mi abuela Leonor no quería entenderlo, por muy tarde que llegara lo esperaba despierta y le llamaba golfo, sinvergüenza, borracho, como si él anduviera siempre por ahí y no se matara trabajando por el pan de sus hijos. De haber podido elegir su destino le habría gustado ser cantaor, aunque lo de guardia tampoco estaba mal, colocación para toda la vida y paga del gobierno, cartilla del economato, tarjeta gratis para los tranvías, y luego lo que más le gustaba, el respeto del uniforme, el halago de que las mujeres se lo quedaran mirando por la calle, tan alto como un artista de cine, lo recuerda mi madre, con el mentón ceñido por el barbuquejo y aquella voz de autoridad que ponía, vamos, circulen, abran paso, respeten el orden de la cola o me veré obligado al uso de la fuerza, quién iba a decirle a él que de mozo de mulas llegaría a gastador de la Guardia de Asalto.