No tenía miedo de que lo sorprendiera la guardesa. Estaba tan intoxicado por el aguardiente, el insomnio, la música y los espectros de las fotografías que no tenía miedo de nada ni se daba cuenta de su borrachera, y empezó a pensar que la sombra que lo había asustado unos minutos antes habría sido una figuración originada por la oscuridad. Ya no necesitaba recordar la melodía de Schubert ni intentaba silbarla, la sentía circular por su sangre mezclada con el alcohol, caudalosa, inapelable, tensándose en agudos como si estuviera a punto de quebrarse antes de llegar a su límite, apaciguándose luego, cuando casi le había paralizado el corazón, en unos instantes de serenidad que poco a poco anunciaban el regreso de la tormenta del dolor, el luto y la osadía. No recordaba luego cómo descendió simultáneamente a los sótanos de la Casa de las Torres y a las honduras submarinas de su propia alma enajenada por el schnapps y conmovida por la música. Se encontró frente al nicho donde seguía sentada la muchacha, con los ojos abiertos, con las manos juntas en el regazo, como si hubiera velado esperándolo a él. Le pareció un poco más pequeña y como desdibujada por el halo polvoriento de sus tirabuzones, reducida a una escala ligeramente inferior a su tamaño natural, menos hermosa y temible que en las fotografías, casi hogareña, desanimada, aburrida. Ahora que estaba frente a ella no sabía qué hacer y entre las tinieblas de la borrachera empezó a deslizarse un sentimiento todavía muy débil de inutilidad y ridículo. Mirados tan de cerca, sus tirabuzones parecían de estopa deshilachada, como los de las muñecas, y sus pupilas tenían una turbia opacidad, como si padeciera cataratas, y en las comisuras de sus labios había diminutas incisiones o arrugas que le recordaron las de esas mujeres cuyo maquillaje se estropeaba bajo los focos del estudio. Le tocó la cara con un desasosiego de profanación y la notó tan seca y tan fría y con una textura tan arenosa como la de las piedras del sótano. Pero su mirada, ahora visiblemente muerta y ciega, lo seguía atrapando, y el olor a polvo que despedían su ropa y su pelo lo mareaban como esos perfumes de adormideras que según había leído usaban las mujeres fatales. Le rozó la cara, los labios entreabiertos, el cuello, aproximó los dedos al escote y notó el filo de una hoja de papel. Era preciso extremar el cuidado, tenía que tranquilizarse para evitar que las manos le siguieran temblando. Le dio la espalda, por respeto, y bebió un poco de aguardiente, se frotó los dedos juntos y extendidos, como un ladrón que se dispone a averiguar la combinación de una caja fuerte. El papel podría pulverizarse cuando intentara desdoblarlo. Lo extrajo y lo abrió con la misma delicadeza con que separaría las alas de una mariposa disecada, pero no pudo evitar que se rompiera por los cuatro dobleces. No veía bien, se le juntaban las letras por culpa del schnapps, la luz de la linterna estaba debilitándose, muy pronto se apagaría del todo, y entonces qué, no encontraría la salida, se perdería por los sótanos golpeándose como un ciego contra las esquinas, derrumbaría muebles viejos y armazones de carrozas, lo descubriría la temible guardesa y al cabo de unas horas estaría condenado a la vergüenza pública y tal vez a la cárcel, ya imaginaba la cara impasible y lúgubre del inspector Florencio Pérez, la ruina de su estudio, la mendicidad, el asilo de indigentes. Como tempestades hostiles la música y el miedo le sacudían la conciencia, la música creciendo hasta la explosión definitiva del consuelo y el llanto, el miedo asediándolo como la oscuridad que apenas desvanecía la linterna, y en el centro, delante de sus ojos, en el recuerdo de un sueño y de una foto perfilándose bajo el líquido brillante y rojizo del revelado, la muchacha insepulta, desamparada y proscrita en el sótano de la Casa de las Torres, guardando entre sus senos de yeso un mensaje clandestino de amor que volvía a la luz después de tres cuartos de siglo y que Ramiro Retratista no leyó esa misma noche, sino a la mañana siguiente, después de despertarse en el jergón del laboratorio oliendo a vómito y a productos químicos y escuchando el chirrido de la aguja que giraba en el gramófono y parecía hendirle con obstinación circular el cerebro. Había dormido sin quitarse el abrigo ni las gafas de aviador, que no recordaba haberse puesto, y junto a su cara estaba la petaca vacía de aguardiente, que arrojó al suelo de un manotazo para evitar las náuseas. Consiguió abrir lentamente su mano derecha agarrotada y encontró en ella cuatro fragmentos iguales de un papel basto y amarillo. El regreso de la Casa de las Torres se había borrado de su memoria: eso era lo peor que tenía el aguardiente, le explicó al comandante Galaz, que lo despojaba a uno de horas enteras de su vida. Lo último que recordaba era el miedo a quedarse encerrado a oscuras en el sótano, los maullidos de un gato, la sombra inmóvil de un coche de caballos. Subió al estudio, donde el sordomudo se lo quedó mirando con la misma asustada tranquilidad con que vería a un muerto salir de su tumba, le ordenó por señas que se fuera, y sin quitarse todavía el abrigo ni las gafas de caucho, que por culpa de la transpiración alcohólica de toda la noche se le adherían pegajosamente a las sienes, se derrumbó en la silla de la pequeña habitación que usaba como archivo y dispuso ante sí, bajo una lámpara muy potente, los cuatro pedazos de papel. Ponme como un sello sobre tu corazón, leyó al fin, cuando pudo ordenarlos, y le pareció que mientras leía escuchaba de nuevo aquel cuarteto de Schubert y que la música de las palabras escritas con una floreada caligrafía masculina reavivaba su sangre y lo sumía en un naufragio de ternura sin explicación y lástima de sí mismo, como un signo sobre tu brazo; porque fuerte es, como la muerte, el amor; duro, como el sepulcro, el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte. Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán. Devastado por la resaca, cegado por las lágrimas, gimiendo como un becerro, Ramiro Retratista comprendió sin contrición ni esperanza que el gran amor de su vida era una mujer que había muerto emparedada treinta años antes de que él naciera. Pero ya no volvió a verla, le dijo al comandante Galaz como si le hablara de una mujer a la que había conocido viva: dos o tres noches después apuró una de las últimas botellas de aquel aguardiente de don Otto y se armó otra vez de valor y regresó a la cripta por los mismos pasadizos, pero su linterna sólo pudo alumbrar un nicho vacío.

Miro sus caras y tengo la sensación de que nunca los he conocido verdaderamente, de que nunca he sabido cómo eran, quiénes son fuera y lejos de mí, de qué se acuerdan, qué saben, cómo vivían en las edades oscuras del hambre y del terror, no hace siglos, sino años, no muchos, un poco antes de que yo naciera, cuando mi padre y mi madre se casaron y apenas tenían para pagar el alquiler de la buhardilla donde se fueron a vivir ni las fotografías que les hizo Ramiro Retratista, sin acordarse tal vez de que ya los había retratado cuando eran niños y llevaban escrito en la inocencia de sus caras todo el desamparo de su porvenir, mi padre con chaqueta y corbata y pantalón corto posando junto a una columna sobre la que hay un galgo de escayola, mi madre con alpargatas blancas y calcetines oscuros y un lazo en el pelo, con doce o trece años, llevando en brazos a uno de sus hermanos menores, sonriendo a la sombra de mi abuelo Manuel, junto a su estatura de árbol, ya sin el uniforme de la Guardia de Asalto, que estaría colgado desde mucho tiempo atrás en el mismo armario donde yo lo descubrí, calvo, sin el tupé rubio que aún tenía en su foto de bodas, con pantalones y chaleco de pana y una camisa sin cuello abrochada bajo la barbilla, solemne, como si al posar hubiera recordado que alguna vez fue gastador y seducía a las mujeres con sólo mirarlas bajo la visera de su gorra de plato, pasando su brazo derecho sobre el hombro de mi abuela Leonor en un gesto inusual de ternura, mirando de soslayo, con un poco de rencor, a mi bisabuelo Pedro, que no sabe que están haciéndole una fotografía, que se ha sentado como todas las mañanas de sol en el escalón y tiene entre las piernas a su perro sin nombre. Las caras de mis tíos, sus cabezas rapadas, sus rodillas de hambrientos y sus calcetines caídos, aquellas chaquetas de adultos que usaban, arregladas por mi abuela en noches sin dormir, cuando ya todos se habían acostado y no tenía que tejer las sogas y los capachos de esparto que le desollaban los dedos tan cruelmente como las aristas heladas de los grumos de tierra en las mañanas invernales de aceituna, mujeres y niños avanzando pesadamente de rodillas bajo las ramas de los olivos para recoger uno por uno los pequeños frutos negros, duros y fríos como balas, arrodillados sobre la tierra áspera o sobre el barro, irguiéndose con las manos en los riñones en un claro entre dos filas de olivos, mirando hacia adelante, hacia la hilada de árboles grises que los hombres golpean con sus varas de brezo provocando una granizada violenta de aceitunas sobre los mantones extendidos. No sé imaginar ni inventar y ya casi no puedo acordarme de sus palabras y es posible que no tenga ocasión de pedirles que me sigan contando, cómo era el campo de concentración donde te llevaron, le preguntaba a mi abuelo, qué sentía uno al saber que era fácil que lo condenaran a muerte, cómo es tener entre las manos un fusil y tenderse en una trinchera y mirar hacia el otro lado en busca de una cara o de una rápida silueta sobre la que disparar. «Yo cerraba siempre los ojos», decía el tío Rafael, «y era tan malo disparando que aunque no los hubiera cerrado no habría podido darle a nadie, me temblaban las manos y las rodillas nada más oler la pólvora, se me nublaba la vista y veía doble o triple el punto de mira y pensaba, hay que ver, si a mí no me han hecho nada esos que hay en la otra trinchera, qué iban a hacerme, si ni siquiera los conozco, así que cerraba los ojos y apretaba el gatillo y me decía, que sea lo que Dios quiera, pero me daba rabia cuando me paraba a pensarlo, hombres como castillos jugando al tiro al blanco y marcando el paso en vez de trabajar en lo suyo».

De eso hablaban a veces, del sentimiento del absurdo, de su incapacidad de comprender: les decían, «hay que tomar esa colina», y pensaban que aunque desalojaran al enemigo de ella no iban a tomarla, porque la colina seguiría exactamente en el mismo sitio, más pelada, estéril por las bombas, manchada de sangre, poblada de cadáveres sin rostro con las piernas abiertas y las vísceras derramadas sobre los calzoncillos sucios, pero en el mismo lugar, repetía moviendo la cabeza el tío Rafael, sin que nadie pudiera llevársela ni hacer nada de provecho con ella. Pero no tenían miedo, las cosas ocurrían demasiado aprisa para que lo tuvieran, tenían hambre, cuentan, les picaban los piojos y las chinches, se morían de frío bajo los capotes o los mareaba el calor bajo los cascos de acero, les hacían daño las botas militares, los martirizaban los sabañones, se acordaban de la cosecha que no podrían recoger ese año por culpa de la guerra y escribían a la luz de un candil cartas difíciles y ceremoniosas a sus mujeres o a sus padres, o se las dictaban a otros, apreciable Leonor, espero que al recibo de la presente estés bien, yo sigo bien a Dios gracias, escribía mi abuelo en una carta que encontré en su mesa de noche, y no hablaba de la derrota ni del terror a un juicio sumarísimo sino del tiempo que hacía o de lo que se acordaba de ella y de sus hijos en aquel lugar que yo imaginaba como los campos de concentración de las películas, barracones alineados, literas de tablas desnudas, torretas de vigilancia con reflectores y altavoces, alambradas eléctricas, nada de eso era verdad: cientos, miles de hombres deambulando como sombras por una accidentada extensión de rastrojos y olivos, me dijo cuando aún no había perdido la memoria o el gusto de contar, rodeada por una cerca de tablones y estacas como una dehesa, vigilada por un nido de ametralladoras, sin edificaciones ni campos de instrucción, sin un solo cobertizo donde refugiarse de la lluvia o del frío. Dormían en el suelo, bajo las ramas de los olivos, arrimándose a los troncos o a las protuberancias de las raíces, tirados sobre la tierra en las noches de calor, días y semanas y meses dando vueltas como viajeros perdidos, arracimándose y peleando entre sí cuando volcaban ante ellos los sacos de pan negro, mirando negrear en el suelo y entre las ramas las aceitunas que nadie había cosechado durante cuatro o cinco años, envilecidos por el hacinamiento, por el hambre y el tedio, esperando siempre una carta o un salvoconducto o una sentencia de muerte o de cadena perpetua, escribiendo si sabían hacerlo y si encontraban un lápiz y una hoja de papel: se despide tuyo affmo. este que lo es, tu marido, Manuel, la rúbrica tan fantasiosa como su voz o sus gestos, la letra inclinada, prolija, revelando el esfuerzo que le costaba elegir y transcribir cada palabra, el lápiz tan pequeño que casi desaparecía entre sus dedos, la breve punta humedecida de saliva, las palabras medio borradas después de tanto tiempo, desfiguradas de faltas ortográficas, me contarás como va por allí la cosecha aquí ha llovido mucho y están cargados los olivos pero nadie la coge y es una lástima, y ella, mi abuela, en Mágina, tan definitivamente lejos de donde él estaba porque no sabía calcular la distancia, oía los pasos y el silbato del cartero que venía por la calle del Pozo y corría hacia la calle antes de que sonaran al mismo tiempo el llamador y el silbato, sobrecogida de esperanza y de miedo, porque la mayor parte de las veces el cartero pasaba de largo, y además no era imposible que si se detenía fuese para notificarle una desgracia, que lo habían matado, que no iba a volver, igual que no volvió nunca el viejo de la casa del rincón, la que ocupaba ahora aquel ciego que no hablaba con nadie. Oía los golpes en el llamador y era como si resonaran dolorosamente en su estómago vacío, más arriba, en el centro de su pecho, abría la puerta y se quedaba con el sobre entre las manos que acababa de secarse en el mandil, leía con dificultad su propio nombre, Leonor Expósito, reconociendo con alivio la letra de él, miraba el remite, rasgaba con mucho cuidado el sobre y se quedaba mirando las misteriosas palabras, sin descifrar bien la escritura y sin poder entender la mitad de lo que él le decía, leyendo sílaba a sílaba en voz alta, mordiéndose los labios de humillación y de impaciencia, como cuando eran muy jóvenes y él la pretendía escribiéndole cartas copiadas de un manual de caligrafía y de correspondencia sentimental, comercial y amistosa. Al principio se las devolvía todas sin abrir, porque ésa era la costumbre, pero cuando empezó a aceptárselas muy pocas veces las abría, no sólo porque apenas supiera leer, ya que siempre habría encontrado a alguien que lo hiciera por ella, sino porque no imaginaba que pudiera existir alguna relación entre su propia vida y las palabras escritas, a las que en todo caso atribuía un poder maléfico: por obra de aquel diploma que aún seguía guardado en el armario él había dejado de trabajar en el campo para vestir un uniforme azul con botones dorados y quedarse en poco tiempo tan pálido de cara como un oficinista; los hombres que le avisaron de que él estaba preso le trajeron una carta dentro de un sobre amarillo; para visitarlo en la primera cárcel donde estuvo tenía que mostrar un papel al que llamaban salvoconducto; y ahora le hacía falta otro papel para que lo dejaran salir del campo de concentración. Su padre, Pedro Expósito, que era el único hombre a quien ella admiraba en la vida, no sabía escribir ni leer, y declaraba con huraño orgullo que él jamás había trazado una cruz ni estampado la huella de su dedo pulgar al pie de un documento. Y a su marido, a mi abuelo Manuel, fueron las palabras las que le hicieron perderse, no la lealtad ni el sentido del deber, únicamente el brillo de las sonoras palabras que tanto le gustaban, ruido y aire, murmuraba con desprecio mi bisabuelo hablándole a su perro, al que tal vez lo aliaba sobre todas las cosas el hábito común del silencio.