Absuelto, locuaz, educadamente borracho, casi heroico, sin quitarse, por miedo a contraer un enfriamiento, el abrigo y la bufanda azul marino que tanto le consolaba el cogote, Ramiro Retratista se recostaba en el sofá del comandante y miraba sin distraerse el jardín poblado de hojas secas y de gatos sin dueño o el grabado de aquel jinete que cabalgaba de noche junto a una montaña en cuya cima había una torre y hablaba como no había hablado nunca, como si sólo entonces tuviera la ocasión o el derecho de decir en voz alta todas las palabras que había guardado a lo largo de su vida, bebiendo sorbos tímidos y continuos de coñac y suspirando sin pudor, constituyéndose a sí mismo en el personaje secundario, aunque fundamental, de una historia que no estaba seguro de que le perteneciera, despojándose de ella igual que había decidido desprenderse de su estudio y de todo su archivo para irse más ligero de Mágina, para instalarse definitivamente en un fracaso tan apetecido y confortable como la jubilación, lejos de todo, en una ciudad donde no lo conociera nadie, donde ni él mismo pudiera encontrar en cada rostro y cada esquina informes apremiantes sobre su pasado, sobre la larga estafa de su vida, donde las caras que viera por la calle no fuesen recordatorios o sombras de las que atesoraba en su archivo como una onerosa memoria que lo mantenía desalojado de la suya. Tenía que averiguar quién era ella, le dijo al comandante Galaz, rondó en vano a la guardesa de la Casa de las Torres y a los vecinos desconfiados y hostiles de la plaza de San Lorenzo y luego, como último recurso, porque le daba escalofríos entrar en la perrera, acudió al inspector Florencio Pérez, pero no obtuvo ninguna explicación, probablemente porque el inspector carecía de ella, lo recibió como alelado en su despacho de la comisaría, asomado a medias al balcón que daba a la plaza del General Orduña, oculto tras los visillos, mirando a los hombres ociosos que se congregaban en los soportales y alrededor de la estatua, con un gesto vigilante y absorto, tamborileando con los dedos de la mano derecha en la pared y en su propio pantalón y en su escritorio, con un ritmo de una monotonía sin sosiego que a Ramiro lo ponía nervioso, el inspector no dejaba quietos los dedos ni atendía a lo que le contaban, como si estuviera en otra parte, como un poeta en busca de una rima difícil o un detective misántropo a punto de descubrir la clave de un misterio. El inspector, dijo Ramiro, habría querido ser como aquel detective gordo de las novelas que lo averiguaba todo sin moverse de su habitación, nada más que cavilando, deduciendo, penetrando en el espíritu de cada uno de los habitantes de Mágina. Como criminólogo y funcionario que era -y por reñida y fehaciente oposición, no como otros que él conocía y que subieron más alto en el escalafón sin más méritos que el color azul de la camisa remangada y el vibrante taconazo con que se presentaban al tribunal-, la delación y la tortura le parecían al inspector Florencio Pérez procedimientos tal vez necesarios, pero en todo caso indignos, de una rusticidad tan lamentable como el arado romano y el calzado de esparto, y hubiera querido suplirlos con los avances de la ciencia, el puro rigor del intelecto deductivo y los prodigios de la telepatía, del hipnotismo y los detectores de mentiras. Pero si en Mágina la agricultura y el comercio padecían un atraso medieval, ¿era extraño, le dijo melancólicamente al fotógrafo, que las fuerzas de orden público debieran recurrir en el cumplimiento de las tareas que la ley les asignaba a métodos tan rudimentarios como los de los tribunales de la Inquisición? ¡Micrófonos camuflados en alfileres de corbata, suspiró, cámaras cinematográficas ocultas en lugar de chivatos mugrientos y de ojos torcidos, suero de la verdad y no bofetadas y amenazas, silla eléctrica en vez de garrote vil!

«Insondables enigmas sin respuesta», anotó velozmente antes de guardar en un cajón de su escritorio la foto que acababa de entregarle Ramiro Retratista, y se encogió de hombros y su cara larga y quejumbrosa pareció descolgarse como la máscara de una fiesta fracasada: «Pregúntele a don Mercurio», le dijo, «puede que él sepa algo». «¿Le ha preguntado usted?» Ramiro pensaba en la foto que el inspector acababa de guardar, imaginando que el cajón del escritorio era una nueva sepultura, una afrenta añadida a la ocultación y el olvido. «A mí no me dirá nada. Se lo prohíbe su credo masónico.» Desde el balcón de su despacho el inspector podía ver, al otro lado de la plaza, las ventanas del consultorio de don Mercurio, con los visillos siempre echados, y luego su mirada descendía hacia los soportales, a donde los hombres empezaban a llegar cuando el sol transparente y frío del invierno del hambre daba en ellos, de uno en uno al principio, todavía solos y callados, con las cabezas bajas y las gorras caladas, quietos bajo el sol, en el filo de la acera, golpeando el suelo con los pies para quitarse el frío, las caras medio ocultas tras las bufandas y desdibujadas por el vaho espeso de las respiraciones y el humo de los cigarrillos, aguardando siempre, mirando la torre del reloj y la estatua del general Orduña y el edificio lóbrego de la comisaría con una especie de enconada paciencia que los hacía parecer al mismo tiempo invulnerables y vencidos, vigilantes y dóciles. Conforme se dilataba el espacio iluminado por el sol y retrocedía la sombra de la muralla y de la torre los hombres se iban agrupando en corros de los que ascendía un vaho más espeso y común y una sonoridad amortiguada y poderosa de voces que llegaban al despacho del inspector convertidas en un rumor monótono. Se olvidó de que Ramiro Retratista aún estaba con él y le dio la espalda frotándose las manos ateridas, pues nunca entraba en calor en aquel edificio tenebroso donde el sol no daba sino cuando se ponía y que por estar adherido a la torre y a un ángulo de la muralla recibía de ellas una humedad que se adueñaba del inspector subiendo desde los pies y calando poco a poco hasta el interior de los huesos, a pesar de los calcetines de lana y los calzoncillos tobilleras de felpa que usaba en secreto, no sin un sentimiento de vergüenza y ridículo muy semejante al que le producía su invencible afición a los versos, pues no estaba seguro de que la poesía y los calzoncillos largos fueran compatibles con la autoridad.

«Pero tendrá usted que investigar quién se la ha llevado», dijo Ramiro Retratista, «habrá cómplices, seguro que hay testigos, en esa plaza las mujeres siempre están mirando a todo el que pasa por allí». El inspector no lo oía, prefería no oírlo para no sentirse radicalmente imbécil, fumaba examinando las caras mal afeitadas y pálidas de hambre, rígidas de ira, hurañas, embotadas, casi nunca desconocidas para él, caras de presuntos sospechosos, de agitadores, de cobardes, de mutilados sin pensión, de pobres sin remedio, de haraganes, de idiotas, de tísicos, imaginando noveleramente la posibilidad de proveerse de unos prismáticos y de averiguar conversaciones leyendo los movimientos de los labios, como contaban que hacía el ayudante sordomudo de Ramiro Retratista. Desde la atalaya de su balcón, en el primer piso de aquel edificio tan ignominiosamente llamado la perrera -y no sin razón, tuvo el atrevimiento de pensar, frotándose las manos martirizadas por los sabañones-, el inspector cobraba a veces una cálida certidumbre de soberanía, como si al tomar posesión de su cargo lo hubiera tomado también del mundo que abarcaban sus ojos y que se resumía satisfactoriamente para él en la plaza del General Orduña. Vigilaba los grupos que se formaban y se deshacían como estudiando las corrientes del mar, auscultaba el rumor de las voces, las expresiones de los rostros, los gestos de las manos, buscando posibles indicios de ira colectiva y de peligro de sublevación, y si veía espesarse un corro en torno a alguien que hablaba con aspavientos y moviendo muy rápidamente los labios, lo sacudía un reflejo inmediato de alarma, un recuerdo borroso de muchedumbres amotinadas y vendavales de banderas y puños agitándose en esa misma plaza donde el murmullo de ahora sonaba como un rescoldo apagado de los gritos y los himnos de entonces, rugidos de las turbas rencorosas, según había escrito él mismo en aquel soneto al general Orduña que tantos desvelos y malas noches le dio y que ahora dormía en la carpeta de un expediente, silencioso y cubierto de polvo, como el arpa de Bécquer, como el cuerpo incorrupto de esa mujer por la que tan ávidamente le seguía preguntando Ramiro Retratista, como todos los sonetos y octavas reales y redondillas y décimas o espinelas que llevaba escritos en su despacho, en las primeras horas ociosas de la mañana, y que nunca se decidiría a imprimir, qué dirían sus superiores si le descubrieran esa debilidad, peor aún, qué miedo podría infundirles a los detenidos, qué respeto iba a tenerle el personal a sus órdenes si un día lo premiaban con una flor natural, ya imaginaba la risa equina del guardia Murciano y el escarnio de las suposiciones desviadas, será que el inspector es maricón. Nada más que imaginarse el sofoco, las risas contenidas en el cuerpo de guardia cuando él pasara escaleras arriba camino de su despacho, se le acentuó el picor de los sabañones, y para darse ánimos miró con severidad a Ramiro Retratista, enlazó enérgicamente las dos manos e hizo crujir las articulaciones de los nudillos, gesto que le confería una serenidad instantánea desde que advirtió que asustaba a los presos durante los interrogatorios, tal vez porque lo oían como un aviso del crujido de sus propios huesos.

«No le diga a don Mercurio que ha estado conmigo», dijo. «Y será mejor que salga por la puerta trasera, no vaya a ser que él lo vea y piense que va usted de mi parte.» Sintiendo la vejación de compartir el camino sórdido de los delatores Ramiro Retratista salió a un callejón que daba a las espaldas de la torre y volvió muy deprisa a la plaza del General Orduña, fatigado por la amargura de tener que ganarse la vida tratando a aquella gente a la que seguía considerando de manera confusa el enemigo, aunque él, le dijo al comandante Galaz, nunca entendió de política, tan sólo tenía una nostalgia sentimental de otros tiempos en los que había sido más feliz y más joven, antes de que el hambre y los apagones nocturnos y los pesados desfiles de uniformes y sotanas ensombrecieran las calles de Mágina, cuando no faltaba el trabajo en el estudio de don Otto Zenner y él no tenía que hacer fotos como un buhonero entre las barracas de la feria ni que acudir al depósito para retratar caras de muertos, qué diría don Otto si pudiera verlo, si volviera a Mágina con el juicio recobrado y descubriera que su discípulo, casi su ahijado, su apóstol, abandonaba de vez en cuando el sanctasanctórum del estudio para instalarse los domingos en una esquina de la plaza del General Orduña junto a un caballo de cartón a ver si alguien se decidía a pedirle una foto ecuestre de sus hijos pequeños.