Hasta que don Otto se marchó, Ramiro sólo les había dado rápidos tientos a escondidas a las botellas de aguardiente. Fue al quedarse solo cuando empezó a imitar sin premeditación los peores hábitos de su maestro, sentándose cada noche en el sótano para mirar las caras de muertos de sus fotos del día, bebiendo schnapps y escuchando discos alemanes en los que sólo había, para su fervor y su desgracia, música de Schubert, canciones tristísimas acompañadas de piano y fragmentos de obras de cámara que se sabía de memoria porque los había estado oyendo desde que entró como aprendiz sin prestarles atención, igual que oiría la lluvia o los ruidos de la calle. La imposibilidad de renovar las provisiones de aguardiente lo salvó del alcoholismo, pero de Schubert ya no pudo curarse, ni siquiera cuando los discos estuvieron tan gastados que más que oír la música la adivinaba o la recordaba entre los saltos y las crepitaciones de la aguja, igual que un ciego recuerda colores cada vez más distorsionados por el olvido y la oscuridad.

Tal vez el efecto de Schubert no habría sido tan pernicioso sin el hallazgo de la muerta incorrupta en la Casa de las Torres, que vino a coincidir con un período particularmente luctuoso en el estado de alma de Ramiro Retratista, hombre de carácter débil y brumoso -saturnal, decía él-, que aun sin el influjo traicionero del licor alemán tendía a la tristeza y a la conmiseración de sí mismo, y que vivió los años posteriores al final de la guerra sumido en una pesadumbre como de perpetuo anochecer de domingo. Dio en imaginarse como un vencido humillado por la cobardía, como un artista solitario, incomprendido, abocado a la vida menesterosa y bohemia, a una muerte aleccionadora y patética en plena juventud, perdido y olvidado en esta mezquina provincia donde no sólo el éxito era imposible, sino también el fracaso, al menos la categoría de fracaso que hubiera querido para sí, grande, sublime, con un énfasis de ópera y de suicidio romántico, sin esa modorra como de brasero y mesa camilla con que la gente fracasaba en Mágina, poetas con nómina del municipio que cincelaban sonetos tras una ventanilla de arbitrios, compositores que escribían penosas suites para banda y coro parroquial, poetas párrocos y sacristanes y hasta poetas policías, como el inspector Florencio Pérez, si era verdad ese rumor insistente que circulaba sobre él, tan ignominioso en ciertas conversaciones de café como si se murmurara de su hombría, artistas con trienios y cartilla de familia numerosa y certificado de adhesión, pintores que administraban droguerías y guardaban como valiosas condecoraciones recortes ínfimos del periódico de la provincia… Él, Ramiro, los retrataba a todos, vanidosos y erguidos ante los focos del estudio, colgando cabeza abajo como murciélagos en el visor de su cámara, apoyando con aire de reflexiva gravedad el codo en el filo de la mesa y el dedo índice en la mejilla, delante de un telón con balaustradas y perspectivas de jardines y junto a una columna con un busto en escayola de algunas de las celebridades germánicas que había venerado don Otto mientras estaba en su juicio. Encapuchado y oculto como un espía bajo la cortinilla de la cámara, tras la impunidad del ojo de vidrio que sorprendía gestos involuntarios y miradas ansiosas, Ramiro Retratista presenciaba con un creciente desengaño la vacua vulgaridad de las celebridades locales que acudían a su estudio, la belleza amañada o idiota de las mujeres, la fatalidad de la gordura, la calvicie, la estupidez, la decadencia, y cuando por la noche se sentaba a escuchar a Schubert y a beber schnapps y repasaba una a una sus últimas fotografías buscando alguna que le pareciera digna de los grandes artistas del siglo pasado que don Otto le había enseñado a admirar, sólo encontraba caras banales o feroces o patéticas que ni siquiera el sublime Nadar habría logrado ennoblecer. Hacía un gesto y el sordomudo, que estaba siempre mirándolo sin parpadear desde una respetuosa distancia, como un monaguillo gordo y obediente, le llenaba el vaso vacío, llegaba el final del disco y le ordenaba que lo devolviera al principio, a la arrasadora pesadumbre de aquel cuarteto titulado La muerte y la doncella, que era el que más le gustaba de todos los de Schubert y le hacía acordarse infaliblemente de una foto de bodas tomada varios años atrás, cuando aún era ayudante de don Otto. Se ponía a buscarla, entorpecido por la ofuscación del alcohol y la vehemencia destructiva de la música, pero aunque no la encontrara se acordaría exactamente del hombre vestido de militar y de la novia que se apoyaba en su brazo, muy delgada, con los ojos claros y grandes y la piel casi translúcida en las sienes, con el pelo corto y castaño, don Otto Zenner le había dicho que parecía de perfil una dama del Renacimiento: supieron luego que al día siguiente de su noche de bodas se asomó a un balcón porque había oído un tiroteo en los tejados y una bala perdida la mató. Borracho de aguardiente y de música Ramiro Retratista miraba a aquella mujer que estaba en vísperas de la muerte cuando él mismo le hizo su fotografía de bodas y alcanzaba un paroxismo simultáneo de desdicha y felicidad que se hizo crónico y mucho más virulento desde que vio formarse en la cubeta del revelado la cara de la muchacha incorrupta. El título de su disco preferido se le antojó entonces profético: la muerte y la doncella. Pensó esa noche, comparando la fotografía nupcial y la que tomó por encargo del inspector Florencio Pérez, que las dos mujeres se parecían y que estaban unidas por un destino común. La muerta de 1937, ¿no sería una reencarnación de la otra, no habría repetido casi setenta años después el entusiasmo y luego la expiación de un amor culpable, no se habría levantado sonámbula de la cama y caminado hacia el balcón al escuchar la voz seductora de la muerte, igual que la emparedada de la Casa de las Torres y la doncella de Schubert?

Le temblaban las manos, miraba sucesivamente los dos rostros bajo la lámpara de su mesa de trabajo y los encontraba cada vez más iguales, le dijo con malos modos al sordomudo que se fuera a dormir. Era muy imaginativo y muy tímido y desde los quince o los dieciséis años vivía recluido en una confortable castidad de seminarista laborioso. Su trato íntimo con las mujeres reales era más difícil y mucho menos placentero que el que mantenía con ciertas señoritas de pelo cortado a lo garzón, como decían en Mágina, que fumaban desnudas y adoptaban extravagantes posturas sicalípticas en un juego de postales traídas de Berlín por don Otto Zenner. Les había sido temporalmente infiel cuando conoció la muerte súbita de la novia retratada por él unas horas antes, y las olvidó del todo, como amistades vergonzosas o vanos amores de la adolescencia, cuando las pupilas de la muchacha incorrupta parecieron mirarlo y brillar avivadas por el reconocimiento. Guardó las fotos, se prohibió un último vaso de schnapps, porque al ponerse en pie notó que se tambaleaba, detuvo el gramófono, dio vueltas sin sosiego en la oscuridad del insomnio y cuando logró dormirse en el sueño oía La muerte y la doncella, pero no en cuarteto, sino en una versión orquestal que nunca había escuchado, y la muchacha iba cobrando forma ante él a medida que avanzaba la música, con la misma lentitud acuática con que la había visto aparecer en el líquido del revelado. Se despertó cuando la voz le murmuraba al oído su nombre, Ramiro, Ramiro Retratista, en un tono en el que jamás le había hablado una mujer. Dos noches más tarde, exasperado por el insomnio, salió de su casa con la cautela de un ladrón y anduvo sin rumbo por las plazas vacías y los callejones de Mágina, queriendo no acercarse al barrio de San Lorenzo, sabiendo que aunque no quisiera acabaría internándose en él, como si lo empujara la música que seguía sonando en su imaginación o lo llamara la voz que había pronunciado tan dulcemente en el sueño su nombre. Llevaba en el bolsillo interior de la gabardina, oculta como un arma, una linterna eléctrica, e iba provisto de una petaca de aguardiente y de sus gafas de aviador con montura de caucho, tal vez con la intención absurda de usarlas como antifaz si se le presentaba algún apuro. El alcohol y la soledad de la noche le concedían una temeridad irresponsable y arbitraria, una sonámbula disposición de aventura que en las mañanas de resaca solía convertirse luctuosamente en abatimiento y contricción. A la pesadumbre de Schubert se agregaba aquella noche la necrofilia blanda de un bolero del negro Machín titulado Espérame en el cielo que había escuchado unas horas antes en la radio. Estaban apagadas las bombillas de las esquinas y no vio ninguna luz en las ventanas de las casas, como en los tiempos todavía no muy lejanos de las alarmas antiaéreas. Sólo la luna alumbraba muy débilmente la ciudad, sólo él, Ramiro Retratista, parecía habitarla. En la plaza del General Orduña ni siquiera estaba iluminado el balcón del inspector Florencio Pérez. Bajó por la calle del Rastro, ahora Queipo de Llano, costeando las casas adheridas a la muralla, dobló, estremeciéndose, con igual nerviosismo y vergüenza que las pocas veces que se había atrevido a visitar un prostíbulo, la esquina de la calle del Pozo, en la encrucijada batida por el viento del Altozano y de los descampados de la Cava, y al volverse veía tras él su larga sombra de Fantomas beodo y oía el eco de sus pasos sobre el empedrado. Pero no, no era el eco lo que oía, eran los pasos lentos de otro hombre cuya sombra apenas se despegaba de las paredes, y Ramiro Retratista se ocultó en el quicio de una puerta y lo vio acercarse con la fatalidad de una aparición, los pasos retumbando en su cerebro encharcado de alcohol y aboliendo la música, los violines de Schubert y la voz ovina del negro Machín, los pasos y también otro ruido insistente que no alcanzaba a distinguir, un ruido menudo, continuo, seco, mezclado a un roce cada vez más cercano, la punta metálica de un bastón que golpeaba las esquinas y los bordillos de las aceras y se volvía un redoble cuando chocaba contra las rejas de alguna ventana: un hombre caminaba muy despacio y frotaba la tela de su abrigo contra la cal de las paredes y llevaba un bastón, un ciego, sin duda, pero qué hacía un ciego a esas horas por las calles de Mágina, por qué estaba siguiéndolo a él.

Un escalofrío de miedo sacudió a Ramiro Retratista y casi le devolvió la lucidez, pero se hundió aún más en el hueco de la puerta donde se protegía e introdujo la mano en el interior de su abrigo para buscar el consuelo de la petaca de aguardiente, y con un solo trago recobró todo el esplendor de la música y toda la niebla de la borrachera. No debía hacer ruido, ni siquiera respirar, el ciego ya estaba a unos metros de él y si se descuidaba, si se movía aunque fuera un milímetro, sería descubierto, los ciegos tienen un oído sobrenatural y parece que adivinan lo que ocurre cerca de ellos, huelen a los extraños, como los animales. Oirá los latidos de mi corazón, pensó Ramiro Retratista, pero no eran latidos, sino pasos, los que él estaba escuchando, los pasos de aquel hombre, el roce de su abrigo contra la pared, los golpes secos de la contera del bastón, y ese rumor sordo que venía con él, como si estuviera rezando, como si murmurara letanías mientras caminaba. Vio la sombra ante él durante unos segundos, el brillo vago de unas gafas y el de la puntera metálica que tanteó el escalón donde él estaba subido y casi tocó sus zapatos, la masa lenta y opaca del ciego que oscilaba en la acera y se quedó quieto un instante, a un paso de Ramiro Retratista, volviéndose un poco hacia él mientras el bastón se movía en el aire como si tanteara un obstáculo y apartándose luego con una lentitud inhumana y eterna, como una estatua animada con zapatos de bronce. Al llegar a la plaza de San Lorenzo los pasos adquirieron una resonancia más exacta, y Ramiro sólo se movió cuando escuchó una llave girando en una cerradura y luego una puerta que encajaba de golpe. El ciego vivía muy cerca, en alguna casa de la plaza, tras alguno de los tres álamos desnudos cuyas ramas alcanzaban las ventanas más altas. Se concedió otro trago, se frotó las manos ateridas, volvió a oír en su imaginación toda la impetuosa melancolía del cuarteto de Schubert. Sobre el portalón de la Casa de las Torres se proyectaban amenazadoramente las siluetas de las gárgolas. El edificio ocupaba una manzana entera, y Ramiro supuso que no le sería difícil entrar en él escalando las tapias medio derruidas de los corralones traseros.