Esta jaca jerezana, por la que había pagado una fortuna, estaba enseñada: podía y solía recorrer todo el tramo del paseo que va de la calle Caspe a la calle Valencia caracoleando entre los tílburis. Esta exhibición no siempre acababa bien: la jaca era muy débil de remos; todos los días en algún momento del paseo se venía de bruces y el jinete rodaba por los suelos. Se levantaban ambos prestamente: la jaca relinchando y él sacudiendo de la levita los residuos de bosta que se le habían adherido allí; un pillete se precipitaba desde la acera entre las ruedas de los carruajes y las patas de los caballos a recoger la chistera y la fusta del suelo, se las daba a don Humbert cuando éste ya había recuperado su puesto en la silla. Él, impertérrito, gratificaba la devoción del pillete con una moneda que hacía centellear al sol del mediodía: así convertía el accidente en una ceremonia de vasallaje. La alta burguesía lo interpretaba precisamente de este modo; como carecía por completo de sentido del humor le tributaba el homenaje de sus mejores sonrisas: esto, decían todos, es ser un gran señor. Él, como era tonto, se creía que estas muestras de deferencia equivalían a la aceptación. Nada menos cierto: como la alta burguesía carecía de la heráldica compleja y rigurosa de la aristocracia, tenía que ser más rígida en la práctica; admiraba el dinero de don Humbert Figa i Morera y sobre todo su forma de gastarlo, pero lo consideraba personalmente un trepador y un advenedizo; a la hora de la verdad nunca lo tomaba nadie en consideración. A él esto le pasaba inadvertido: su vanidad, como toda vanidad auténtica, no tenía propósito, era un fin en sí: no pretendía con el lucimiento robustecer su prestigio ni menos aún seducir al público femenino, entre el que gozaba, sin él saberlo, de gran predicamento: todas las señoras casadas y no pocas doncellas en edad de merecer suspiraban al verlo pasar. Tampoco en esto se fijaba. En su vida privada las cosas no le iban mejor: su mujer, que se consideraba el colmo de la belleza, la inteligencia y la distinción, creía que todo era poco para ella y juzgaba haber hecho una mala boda al casarse con él; lo trataba a zapatazos y la servidumbre, a la vista de este ejemplo, poco menos. Él se sometía a estos vejámenes sin rechistar; nadie lo había visto jamás enojado, parecía vivir en un mundo aparte. Acostumbrado a no ser escuchado por nadie solía deambular por su casa emitiendo sonidos inarticulados, sin esperanza de obtener respuesta, por el mero placer de oír su propia voz. Otras veces le ocurría lo contrario: creía haber dicho lo que sólo había pensado. Esta quiebra total de la comunicación no le hacía mella. El trabajo absorbía sus energías; los éxitos sociales limitados satisfacían su amor propio, y su hija, a la que idolatraba, colmaba su necesidad de querer.

En esa época el veraneo era muy distinto de como hoy lo concebimos. Sólo las familias privilegiadas, a imitación de la familia real, trasladaban su residencia a un paraje elevado, de clima más seco, al empezar los calores; procuraban no alejarse mucho de Barcelona: veraneaban en Sarriá, en Pedralbes, en la Bonanova, hoy barrios de la ciudad. El resto de los ciudadanos combatía el calor con abanicos y botijos de agua fresca. Los baños de mar empezaban a popularizarse entre la gente joven, afrancesada, con el escándalo consiguiente.

Como casi nadie sabía nadar el número de ahogados era proporcionalmente alto cada año. Luego los curas en sus sermones aducían esta estadística penosa como prueba de la ira de Dios. Don Humbert Figa i Morera, que había llegado tarde para adquirir residencia de verano en un barrio de solera, hubo de construir la suya en una colonia situada al norte del núcleo urbano, llamada la Budallera. Allí había comprado un terreno desigual cubierto de pinos, castaños y magnolios y había hecho edificar una casita sin pretensiones. Como suele ocurrirles a muchos abogados, en la compra del terreno no había intervenido ninguna precaución. Ahora debía dedicar tiempo, esfuerzo y dinero a resolver problemas prediales que se remontaban a varios siglos atrás. En realidad, había sido objeto de una estafa: el terreno era umbrío, muy húmedo e infestado de mosquitos; el lugar estaba desprestigiado hasta el punto de que sólo tenía por vecinos a unos ermitaños que vivían en cuevas malsanas, se alimentaban de raíces y cortezas de árbol, andaban por el monte enseñando las vergüenzas y habían perdido con los años el uso de la palabra y de la razón. Sólo a un imbécil como tú se le habría ocurrido comprarse una parcela en semejante vertedero, le decía su esposa a diario. Algunos días se lo decía varias veces: a ella le habría gustado ir a tomar los baños a Ocata o a Montgat, codearse con lo más "snob" de la burguesía joven. Pero su esposo, por una vez, había impuesto su criterio.

– Ni tú ni la nena sabéis nadar -había dicho- y se os puede llevar alguna corriente; también he oído decir que en el fondo del mar hay pulpos y lampreas que pican y destrozan a los bañistas ante los ojos horrorizados de sus familiares y amigos.

– Eso les pasará -decía ella- por bañarse desnudos.

Exponiendo las carnes despiertan la voracidad de la fauna, que no distingue lo animal de lo humano si no es por la ropa -al decir esto torcía la boca con sarcasmo, como si se alegrase de la desgracia de quienes no sabían vestir como era debido.

Estaba segura de que a ella, que seguía llevando miriñaque a repelo de la moda y arrastraba una cola orillada de dos metros y que iba profusamente enjoyada a todas horas, ningún animal se atrevería a hincarle el diente. Su esposo siempre acababa por darle la razón. A esta residencia de verano fue a visitarle Onofre Bouvila el verano de 1891.

Había subido la montaña a galope tendido y se encontró perdido en mitad del bosque. El caballo que montaba estaba cubierto de espuma, resoplaba en forma entrecortada. Éste se me muere ahora entre las piernas y me quedo aquí, náufrago, se dijo Onofre con aprensión. Es bien curioso que sea precisamente yo quien no sepa orientarse en el monte; me he vuelto un hombre de ciudad. Por fin avistó una casa rodeada de un jardín frondoso y un muro bajo de piedra oscura. De la chimenea salía una columna de humo. Descabalgó y llevando el caballo de las riendas se acercó a pie, se asomó al muro por si había alguien que le pudiera informar. El jardín parecía desierto: piaban los pájaros, zumbaban los moscones y avispas y revoloteaban las mariposas. A través de los árboles, confusamente por la reverberación de la luz cenital, vio pasar a una niña. Llevaba un vestido de organdí blanco, de manga corta, festoneado de encaje y adornado con cintillas de terciopelo escarlata; una cofia encañonada también blanca, ribeteada de diminutas flores de tela, dejaba escapar por los bordes dos tirabuzones cobrizos. La cofia y los tirabuzones sólo permitían ver fragmentos del rostro: el arco de la nariz, un pómulo arrebolado, la curvatura suave de la frente, el óvalo del mentón, etcétera. Onofre Bouvila se quedó paralizado; cuando reaccionó la visión se había esfumado. Ah, ¿quién sería?, se preguntó, ¿y me habrá visto? No tenía aires de campesina, pero así, sola en el campo, sin compañía… ¡qué misterio!, se decía. Mientras pensaba esto apareció un mozo.

Le hizo señas y cuando acudió el mozo le preguntó si aquél era el sitio que buscaba. Viendo que efectivamente lo era, entregó al mozo las riendas del caballo y se hizo anunciar. Don Humbert Figa i Morera había prohibido terminantemente a sus hombres que acudieran a esa residencia de verano: allí no quería ser importunado bajo ningún pretexto. Tampoco quería que su familia se viera involucrada en sus asuntos. Onofre se atrevió a desacatar esta orden: quería comprobar hasta qué punto don Humbert estaba dispuesto a transigir con su desobediencia. Una doncella lo condujo a una pieza hexagonal en el primer piso. A esta pieza daban varias puertas. Toda la luz provenía de una claraboya opaca: así quedaba la estancia en penumbra, se obtenía por este medio una agradable sensación de frescor. Bañado por esta luz tenue brillaba el estuco nacarado de la chimenea, sobre cuya repisa había un espejo alto de marco dorado, un candelabro de bronce y un reloj de estilo imperio cubierto por una campana de cristal. Por todo mobiliario en la estancia había una mesita rinconera de madera pintada y sobre ella una venus de alabastro, erguida en su concha; también había un velador morisco y una pila de cojines de raso. Onofre Bouvila se quedó maravillado. Qué sencillez, pensó, qué auténtica elegancia. Un ruido seco a su espalda le hizo girar en redondo. Por hábito se llevó la mano al bolsillo del pantalón, donde ahora siempre tenía la pistola que meses antes le había arrebatado a Joan Sicart. Una de las puertas había sido abierta sin llamar: allí estaba la misma niña que él había entrevisto hacía unos minutos en el jardín; ahora se había quitado la cofia y leía un libro de tapas negras, como un devocionario: la presencia inesperada de un desconocido en la estancia la había dejado inmovilizada en el umbral. Él abrió la boca para decir algo, pero no articuló ningún sonido; ella, quizá menos cohibida, cerró el libro. Luego hizo una graciosa reverencia hasta tocar con la rodilla el suelo y murmuró algo que Onofre Bouvila no entendió.

– Perdón -acertó a decir-, ¿me decía usted?

Ella bajó los ojos ante la intensa mirada de él; fijó la suya en los arabescos que dibujaba el baldosín.

– Ave María Purísima -dijo al fin con un hilo de voz.

– Ah -exclamó Onofre-, sin pecado concebida.

Ella repitió la genuflexión sin mirarle a la cara. No sabía que había alguien en la habitación, dijo enrojeciendo, la camarera no la había advertido de la presencia…

– No, no, de ningún modo -la interrumpió apresuradamente él-; soy yo, por el contrario, quien debe disculparse, si la he asustado…

Antes de que pudiera acabar la frase ella se había ido cerrando la puerta tras de sí. A solas recorría ahora la pieza a grandes zancadas: Animal, idiota, bestia, se iba diciendo a sí mismo sin preocuparse de si hablaba para sus adentros o si lo hacía en voz alta y podía ser oído por alguien, ¿cómo has permitido que se fuera? Ahora sabe Dios si se te presentará la ocasión de volver a verla. Nunca hasta ese instante, en situaciones mucho más comprometidas, había vacilado ante la oportunidad: siempre había sabido adelantarse a los acontecimientos. O eso, o no estaría vivo para contarlo, se dijo. Ay, gimió hincando ambas rodillas en los cojines mullidos del suelo, ¡y yo que me creía a salvo de estas zozobras! Pero, ¡bah!, ¿qué me digo?, siguió meditando en aquella postura penitente; ella no es más que una niña; si yo le hablara de amor, ¿qué habría de entender?, se asustaría o peor aún se reiría de mí. Después de todo no soy más que un rucio, un destripaterrones convertido en pistolero a sueldo de rufianes. Luchaba por arrancarse del corazón aquella flecha con que la suerte parecía haberle herido; se defendía contra aquella marea que le invadía, en vano, como quien levanta diques en la arena para detener el mar. Enfurecido acabó por agarrar la venus de alabastro y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo de la chimenea. Lo primero en caer al suelo fue la estatuilla, que se hizo añicos; el espejo se resquebrajó, permaneció inmóvil una fracción de segundo, aún alcanzó a reflejar el rostro asustado de la niña, distorsionado por las grietas y el alabeado de la luna que se venía abajo con estrépito; cayeron seis u ocho placas grandes, que se astillaron, fueron a dar a todos los rincones de la estancia, hechas polvo de vidrio. Quedó dentro del marco un pegote de azogue y argamasa. A su espalda volvió a oír un ruido; esta vez un grito ahogado. Había vuelto a entrar y se miraba horrorizada en aquel espejo que ya no reflejaba nada, como si la estancia y sus ocupantes hubieran dejado de existir: en esta imagen comprendió lo que él quería decirle; en aquel acto vandálico vio sentido. Dejó que él la estrechara contra su pecho, sintió latir furiosamente el corazón de aquel hombre arrebatado.