esto era lo que había ido a buscar allí, pero ahora, enfrentado al hecho, volvió a tener miedo. Una noche al salir de un antro se dio de manos a boca con Onofre Bouvila. Sin saber lo que hacía se echó en sus brazos: Ayúdame, le suplicó; no me dejes morir aquí. Onofre le dijo: Venga conmigo, señor Braulio; esto se ha terminado. Desde entonces hacía lo que él le decía, sin preguntarse si aquello estaba bien o mal. Ahora acabó de desembarazarse del disfraz, que escondió detrás del sofá donde yacía el hombre que acababa de asesinar. En paños menores acudió a la ventana y con el espejito de la polvera hizo señas en dirección a la azotea donde Onofre Bouvila y Efrén Castells esperaban el resultado de su intervención. Al explicarle lo que debía hacer Onofre le había insistido en que cerrase la puerta del despacho con llave y que no la abriese a nadie hasta que no fuese a buscarle él mismo. Ahora advirtió que con el nerviosismo propio de las circunstancias se había olvidado de hacer lo que le habían dicho. Oyó carreras y voces en el pasillo: eran los hombres de don Alexandre, que acudían en ayuda de su jefe. Alguien intentó entrar y el señor Braulio estuvo a punto de desmayarse, pero no pasó nada: el propio don Alexandre se había cuidado de cerrar la puerta para que la mujer a la que pensaba seducir no pudiese huir de sus requiebros; antes de morir había salvado así la vida a su asesino. Todos son iguales, pensó el señor Braulio al ver la puerta cerrada, unos marranos. Permanecer tanto rato en compañía de su víctima le crispó los nervios. Onofre Bouvila y Efrén Castells lo encontraron al borde del suicidio: pretendía tirarse por la ventana. Se había atado al cuello un jarrón de bronce muy pesado por si la distancia de la ventana a la calle no era suficiente para causarle la muerte, dijo. Onofre y Efrén Castells se incautaron de todos los papeles que encontraron en el despacho de don Alexandre Canals i Formiga.

– Con esto podemos hacer bailar a media ciudad al son que se nos antoje -dijo Efrén Castells-. Aquí no queda títere con cabeza.

Esa misma tarde se personaron los dos en el despacho de Arnau Puncella y le dijeron: Misión cumplida. Le mostraron la documentación requisada a don Alexandre Canals i Formiga y Arnau Puncella le echó un vistazo y no pudo reprimir un silbido de apreciación: Aquí no queda títere con cabeza, comentó. Al oír esta expresión, que era la misma que había usado él, Efrén Castells soltó la carcajada. Arnau Puncella hizo como que reparaba entonces en la presencia del gigante, a quien había fingido no ver. Dirigiéndose a Onofre le preguntó quién era aquel sujeto: con este gesto trataba de reafirmar su autoridad a los ojos de todos los presentes. Onofre Bouvila le respondió con suavidad que el gigante se llamaba Efrén Castells. Es mi amigo y mi brazo derecho, dijo. Fue él quien mató a Joan Sicart. Al oír esta revelación Arnau Puncella, alias Margarito, se echó a temblar, porque comprendió que algo malo estaba a punto de pasarle. Si no les importa que yo sepa este dato es porque me van a matar, pensó. Mientras pensaba esto Efrén Castells lo levantó del sillón cogiéndolo por las axilas; lo llevaba en vilo por el despacho, como si se tratara de un bebé y no de un adulto. Él agitaba las piernas en vano.

– ¿A qué viene esta broma? -gritaba. Pero veía claramente que aquello no era una broma; entonces preguntó con voz atiplada, apenas audible-: ¿A dónde me lleváis?

– Adonde te mereces -le dijo Onofre Bouvila-. Tú lo maquinaste todo para causar mi ruina: querías que me mataran los hombres de Sicart, y yo devuelvo siempre favor con favor.

Abrió el balcón y el gigante de Calella arrojó a Arnau Puncella por encima de la barandilla. En aquel mismo balcón don Humbert Figa i Morera había estado meditando sobre el sentido de la vida unos días antes. Ahora la puerta de su despacho se abrió de par en par y entraron allí Onofre Bouvila y Efrén Castells. Venían a darle cuenta del éxito de la operación, le dijeron. La banda de Canals i Formiga había sido desarticulada; sus lugartenientes, Sicart y Boix, habían muerto, el propio Canals había muerto también; todos sus papeles habían sido encontrados y obraban en ese momento mismo en poder de Onofre Bouvila; las bajas sufridas en la contienda habían sido mínimas: cuatro muertos y media docena de heridos en total. A esto había que añadir la pérdida lamentable de Arnau Puncella, que acababa de sufrir un accidente inexplicable. Don Humbert Figa i Morera no supo qué hacer ni qué decir; él no había pensado que el plan urdido por Arnau Puncella pudiera dar resultados tan sangrientos. Ahora la sangre de muchos hombres le manchaba la conciencia. Acababa de oír el grito desgarrador de Arnau Puncella y comprendió que a partir de entonces las cosas iban a ser muy distintas de como habían sido antes. En fin, suspiró para sus adentros; la cosa ya no tiene remedio y habré de acostumbrarme. Por el momento se trata de salir con vida de esta entrevista, pensó. En voz alta pidió algunos datos adicionales sin importancia, más por ganar tiempo que por otra razón; Onofre se los fue dando escuetamente, aunque sabía que don Humbert no escuchaba lo que le decía. Con esta muestra de deferencia trataba de demostrar que sus intenciones no eran malas, que seguía dispuesto a continuar a las órdenes de aquél. Odón Mostaza y sus hombres admiraban y querían a don Humbert y nunca se habrían dejado arrastrar a la traición, ni siquiera por Onofre Bouvila. Éste, que lo sabía, no pensaba intentar una maniobra en aquel sentido. Por fin don humbert lo entendió así y ambos hablaron largamente. Don Humbert estaba sumido en un mar de dudas. La ciudad entera me pertenece, pero no estoy preparado para asumir de golpe tanto poder, se decía, sobre todo cuando acabo de perder a mi colaborador más fiel, cuyo cuerpo yace aún despatarrado ahí abajo, ante mis propios ojos, ¿qué voy a hacer? Onofre Bouvila salió al paso de estas dudas: él lo tenía todo pensado precisamente. Sin altivez, pero con un aplomo impropio de su edad y su jerarquía, que don Humbert tuvo que soportar por fuerza, le dijo que había que hacerse cargo de la organización del difunto, pero no integrándola en la nuestra, puntualizó. Decía "la nuestra" con desfachatez deliberada. Don Humbert le habría azotado de buena gana con un vergajo que tenía siempre a mano, pero le disuadía de hacer tal cosa el temor que le inspiraba Onofre y la presencia amenazadora de Efrén Castells en el despacho. Por otra parte, lo que le decía aquel muchacho presuntuoso estaba muy puesto en razón, pensó. Es cierto que no conviene confundir las cosas, pensó: yo soy yo y Canals, a quien Dios tenga en su gloria, era Canals. El problema estribaba ahora, muerto Arnau Puncella, en saber a quién se podía poner al frente de los asuntos de Canals. Onofre Bouvila dijo que tenía a la persona idónea para eso. Don Humbert Figa i Morera no ocultó su perplejidad. No será Odón Mostaza o ese matón que tienes aquí, le dijo. Onofre Bouvila no se ofendió. No, no, qué va, respondió, cada uno vale para lo que vale. La persona que yo digo tiene talento para estas cosas y es de una fidelidad a toda prueba, dijo. Precisamente ahora aguarda en la antesala; con su permiso, me gustaría hacerla pasar y que usted la conociera, dijo. Obtenido este permiso introdujo en el despacho al señor Braulio. La noción de haber matado a un ser humano con sus propias manos le tenía tan obsesionado que no lograba pensar a derechas; ya no conseguía como antes mantener separadas las dos facetas de su personalidad: tan pronto hablaba con el comedimiento viril del fondista que había sido como sacaba del bolsillo unas castañuelas y se arrancaba por peteneras.

– Soy persona de extremos -le dijo a don Humbert cuando hubieron sido presentados-. Cuando se me pasa la cachondez sólo pienso en el suicidio. Esta vez, por suerte, la cosa no fue grave, pero la anterior, no veas cómo me puse: perdida de sangre.

Don Humbert Figa i Morera se rascaba la nuca discretamente, sin saber qué pintaba semejante espantajo en un asunto de tanta envergadura.

4

Al llegar el verano nuevamente las aguas habían vuelto a su cauce: nadie se acordaba ya de los tiroteos y las batallas campales que unos meses atrás habían tenido a la ciudad en vilo. Aunque al principio torcieron el gesto, todos fueron aceptando poco a poco al señor Braulio en el lugar de Canals i Formiga; aquél obraba siempre con tacto exquisito, era muy conservador, no se extralimitaba en sus actuaciones y llevaba las cuentas con mucha exactitud. Onofre Bouvila le había prohibido que volviera a las andadas: nada de ir a hacer el mamarracho al barrio de la Carbonera, le dijo; ahora somos gente respetable; si necesita un desahogo o quiere un poco de jarana, la paga y se la trae a casa, que para eso ganamos una pasta gansa. Pero de puertas afuera, seriedad, le dijo. El señor Braulio se instaló en un piso principal de la ronda de San Pablo; en el entresuelo tenía las oficinas. Algunas noches los vecinos oían canciones provenientes del piso, rasguear de guitarras, ruidos de refriega y muebles rotos. Luego acudía a las reuniones con los prohombres de Barcelona con la frente vendada, un ojo amoratado, etcétera. Lo único que le carcomía las entrañas era pensar que su hija Delfina seguía en la cárcel. Ahora él tenía poder para hacer que la pusieran en libertad; se especializaba precisamente en conseguir este tipo de favores, ésta era la base de sus negocios, pero Onofre Bouvila también se lo había prohibido terminantemente. Aún no podemos permitirnos una cosa así, le decía; este tipo de maniobra daría que hablar, removería el pasado; ya habrá tiempo de ocuparse de Delfina más adelante, cuando estemos más afianzados. El pobre ex fondista adoraba a su hija, pero obedecía a Onofre por debilidad. En secreto le hacía llegar a la celda lotes de comida y confituras y también ropa de cama y lencería de la mejor calidad. Delfina, sin una palabra de agradecimiento le devolvía la ropa desgarrada con los dientes y sin estrenar. Con el señor Braulio trabajaba ahora Odón Mostaza en sustitución del difunto Joan Sicart. No poseía las dotes de mando ni el talento de éste pero se hacía querer de su gente. Como era hombre de enorme atractivo físico, el señor Braulio bebía los vientos por él. En el puesto que había pertenecido a Odón Mostaza, Onofre Bouvila se había puesto a sí mismo. También desempeñaba las funciones que antaño realizaba Arnau Puncella. A todos estos arreglos de Humbert Figa i Morera daba su bendición. Vivía feliz, en el mejor de los mundos: se había encontrado sin proponérselo en el pináculo de la vida secreta de Barcelona, convertido en el factótum de las trapisondas. Nunca había soñado con llegar tan lejos. Era un hombre contradictorio: una mezcla sabiamente dosificada de agudeza y memez, histrionismo calculado e inocencia genuina; acometía las empresas más arduas con tanta ignorancia e imprevisión como gallardía; en consecuencia casi todo le salía a pedir de boca; luego se arrogaba todos los méritos. Era muy confiado y todavía más vanidoso: sólo vivía para ser visto. Por más apremiantes que fueran los asuntos que tenía entre manos nunca dejaba de acudir al mediodía al paseo de Gracia hecho un figurín y montado en su famosa yegua torda.