deshazte de ellos sin dejar ni uno. Sobre todo recuerda esto:

que no quede un solo superviviente. Yo me reuniré con vosotros en seguida.

3

Ya había salido el sol cuando Joan Sicart entró en la iglesia de San Severo, que es barroca y de dimensiones regulares. No me costará nada acabar con él, iba pensando; así zanjaremos de una vez por todas esta situación peligrosa y estúpida. En cuanto se me ponga a tiro lo liquidaré. Claro que le he dado garantías de seguridad y que él hasta ahora ha cumplido siempre su palabra, se decía, pero, ¿desde cuándo me importan a mí estas cuestiones de honor? Toda la vida he sido un bergante y a estas alturas me asaltan los escrúpulos, ¡bah!

La penumbra que reinaba en el interior le impidió distinguir nada durante unos instantes. Oyó la voz de Onofre Bouvila que le llamaba desde el altar. Ven, Sicart, estoy aquí. No tienes nada que temer, le decía Bouvila. Un escalofrío le recorrió la espalda. Es como si fuese a matar a mi propio hijo, pensó. Una vez se hubo habituado a la oscuridad avanzó entre las dos hileras de bancos. Llevaba todo el rato la mano izquierda hundida en el bolsillo del pantalón y allí empuñaba un arma.

Este arma era una pistola pequeña, de las que sólo pueden usarse a quemarropa y efectúan un disparo solamente. Estas pistolas, fabricadas en Checoslovaquia, eran entonces casi desconocidas en España. Sicart supuso que Onofre Bouvila ignoraría la existencia de este tipo de pistolas; eso le impediría percatarse de que él llevaba una en el bolsillo del pantalón para matarle cuando lo tuviera cerca. Otra pistola idéntica a la que ahora llevaba encima Sicart, pero de plata, recamada de brillantes y zafiros, había sido regalada por el emperador Francisco José a su esposa, la emperatriz Isabel.

Para no herir su susceptibilidad, porque no se regalan armas de fuego a una dama y menos si es de alcurnia, los armeros, por encargo del soberano, habían dado a la pistola forma de llave. Nadie tiene que verla, dijo el emperador, tú llévala en el bolso por si acaso. Hoy en día hay muchos atentados y tengo un poco de miedo, por ti y por los chicos, susurró. Ella no se dignó responder a aquella muestra de solicitud: no amaba a su esposo, siempre lo trataba con patente desdén, aun en las ceremonias oficiales y en las recepciones, con la máxima frialdad de que ella era capaz, o sea mucha. Sin embargo, llevaba en el bolso la pistola, tal y como él le había sugerido, la mañana infortunada del 10 de septiembre de 1898, cuando al ir a abordar un vapor en el quai Mont Blanc de Ginebra Luigi Lucheni la asesinó. Llevaba dos días esperándola a la puerta del hotel en que se hospedaba, pero hasta ese momento no habían coincidido. Como no tenía con qué costear la compra de una daga (que valía doce francos suizos) se había construido él mismo un puñal casero con hoja y mango de latón.

El día anterior la emperatriz había ido a visitar a la baronesa de Rothschild, por cuya propiedad pululaban pájaros exóticos y puercoespines traídos para ella de Java. La emperatriz Isabel contaba sesenta y un años de edad cuando murió; conservaba una figura esbelta y un rostro de gran belleza; representaba todo lo que aún quedaba en Europa de elegancia y de suprema dignidad. Gustaba de escribir poesía elegíaca. Su hijo se había suicidado; su cuñado, el emperador Maximiliano de México, había sido fusilado; su hermana había muerto en un incendio, en París; su primo, el rey Luis II de Baviera, había vegetado los últimos años de su vida en un manicomio. También Luigi Lucheni, el hombre que la mató, había de suicidarse doce años más tarde, en Ginebra, donde cumplía cadena perpetua: había nacido en parís, pero se había criado en Parma. Si la emperatriz Sissi, como sus súbditos gustaban de llamarla, hubiera recurrido a la pistola que le había regalado el emperador seguramente habría podido evitar la muerte, adelantarse a su verdugo. Antes de descargar su golpe fatal Lucheni perdió varios segundos: como la emperatriz y su acompañante, la condesa Sztaray, llevaban sombrillas para protegerse la cara del sol, tuvo que asomar la cabeza por debajo de cada sombrilla: deslumbrado como estaba podía haber cometido un error que lo dejara en ridículo a los ojos de la Historia. Escrutaba la penumbra e iba murmurando "scusate, signora". Pero seguramente la emperatriz se había olvidado de que llevaba una pistola en el bolso o lo recordó, pero decidió olvidarlo: estaba, como ella misma solía decir, cansada de la vida. "Tanto me abruma el peso de la vida", había escrito poco antes a su hija, "que siento a menudo un dolor físico y pienso que preferiría estar muerta". La otra mano, en cambio, la mano en la que no llevaba la pistola, la tenía Sicart bien a la vista, extendida, como para estrechar la de Onofre Bouvila.

Pero éste, cuando tuvo a Sicart a pocos pasos, sin necesidad de mirar lo que el otro hacía con la mano oculta levantó los brazos al cielo, dobló las rodillas y gritó:

– ¡Sicart, por tu madre, no me mates, que soy muy joven y voy desarmado!

Sicart vaciló un par de segundos, los últimos de su vida.

Un hombre salió de la oscuridad, le cayó encima y le retorció el pescuezo. La sangre le salió a raudales por la boca y por la nariz; tan rápido fue todo que no tuvo tiempo siquiera de sacar la pistola del bolsillo, mucho menos de hacer uso de ella, como años más tarde había de ocurrirle a la propia emperatriz. El que lo mató era Efrén Castells, el gigante de Calella, a quien Onofre había mantenido oculto todos aquellos meses, sin que nadie supiera de su existencia, para echar mano de él en el momento de máxima necesidad. ahora el cuerpo sin vida de Joan Sicart yacía ante el altar: era un gran sacrilegio, pero ya estaba hecho. Onofre y Efrén recorrieron la nave central a grandes zancadas, cerraron las puertas y echaron el pasador. Los hombres que Sicart había dejado de guardia en la calle sospecharon que algo malo le podía estar pasando a su jefe y trataron de entrar en la iglesia, pero no pudieron.

Mientras tanto, los demás hombres de Sicart se habían ido hacia la plaza del Rey. Los tres hombres alcanzaron a Boix y le informaron de lo que sucedía: La puerta de la iglesia está cerrada a cal y canto y Sicart no sale, le dijeron. Boix no prestó a esta noticia demasiada atención: hacía tiempo que codiciaba verdaderamente la jefatura y la posibilidad de que Sicart hubiese sido víctima de un engaño mortal no le desagradaba lo más mínimo. Cegado por esta ambición condujo a toda la tropa hasta la plaza, donde desembocaron en tropel, sin haber enviado delante avanzadillas ni haber tomado ninguna otra precaución, cosa que no habría sucedido si hubiera sido Sicart y no Boix quien hubiera dirigido el ataque. El propio Boix se dio cuenta demasiado tarde de lo temerario de este proceder: la plaza estaba vacía, los hombres de Odón Mostaza habían volado. Los suyos se volvieron hacia él: ¿qué hacemos aquí?, parecían preguntarle. Él mismo, sin enemigo visible, estaba desconcertado. Los hombres de Odón Mostaza, que se habían dispersado y andaban por los tejados, los acribillaron a tiros. Se entabló una batalla que duró casi dos horas: la facción de Boix, pese a ser la más numerosa, llevó en todo momento las de perder; su propia disciplina fue la causa de su derrota: desaparecido Sicart y desacreditado Boix (quien, por lo demás, fue uno de los primeros en caer) a los ojos de sus hombres, nadie supo cómo actuar. Los rufianes de Mostaza en cambio se movían en aquella confusión como peces en el agua:

era su medio habitual. Por fin los hombres de Boix se desbandaron; tiraron las armas y salieron de estampía. Odón Mostaza los dejó huir; le habría resultado imposible reagrupar fuerzas para perseguirlos.

De aquella derrota bochornosa que asestaba un golpe tremendo a su imperio no sabía nada todavía don Alexandre Canals i Formiga. Estaba de excelente humor ahora: acababa de irse la masajista y su valet le ayudaba a anudarse la corbata; sabía a su hijo a salvo en París y se había desembarazado de su esposa, con la que no se llevaba demasiado bien; el sol entraba a raudales por la ventana de su despacho cuando le anunciaron una nueva visita de la mujer misteriosa. La recibió sin más demora que la necesaria para perfumarse la barba. Esta vez se atrevió a ceñirle el talle con el brazo al ofrecerle asiento. La condujo a un tresillo tapizado de terciopelo color cereza. La mujer opuso una resistencia distraída a estos atrevimientos. Tenía todo el tiempo los ojos puestos en la ventana. En la conversación se mostraba evasiva, algo incoherente. Al cabo de un rato, cuando ya la tenía estrechamente abrazada ella vio brillar una luz en una azotea cercana. Con un espejito de mano que reflejaba los rayos del sol Onofre Bouvila y Efrén Castells le hacían señales: todo ha terminado, le decían, actúa ya. Para obrar con mayor soltura se quitó el velo, se arrancó de un manotazo el sombrero y la peluca. Don Alexandre Canals i Formiga se quedó boquiabierto.

Ella sacó de los senos postizos un puñal y cerró los ojos unos instantes.

– Que Dios me perdone lo que voy a hacer -la oyó murmurar antes de caer muerto sobre el sofá. Antes de morir aún tuvo tiempo de pensar en su hijo: menos mal que lo puse a buen recaudo, se dijo. Para sí mismo sólo tuvo un pensamiento sarcástico: ¡y yo que creía haber hecho una conquista! La falsa mujer era el señor Braulio, el ex fondista de Onofre Bouvila, que había ido a buscarlo expresamente para este trabajo al barrio de la Carbonera. Allí estaba siempre, tratando de ahogar sus penas y su soledad en el consumo constante de las drogas, dejándose pegar por maricones que no querían serlo, que querían sentirse muy machos y maltrataban a mujeres falsas. Después de haber sido detenido en la pensión por segunda vez, ahora como miembro presunto de una célula anarquista, a raíz de la denuncia presentada por Delfina, había sido puesto en libertad: no le costó probar su inocencia en aquel caso, demostrar a la policía y al juez de instrucción que sus veleidades eran otras. una vez libre había tratado de hacerse cargo nuevamente de la pensión, pero el panorama que había encontrado allí no podía haber sido más desolador: su esposa había fallecido en el hospital, Delfina estaba a punto de ser juzgada en compañía de sus cómplices: las acusaciones que pesaban sobre todos ellos eran de una gravedad extrema, si no la pena máxima cabía esperar cadena perpetua. Nunca volveré a ver a mi hija, se decía el fondista. En su ausencia nadie se había ocupado de adecentar la pensión: el polvo se acumulaba en todas partes y en la cocina había restos de comida en estado de putrefacción avanzadísimo. Quiso poner orden, pero le flaqueó el ánimo. Con ayuda de mosén Bizancio y del barbero publicó anuncios en los periódicos y no tardó en encontrar quien quisiera hacerse cargo de la pensión. Con el dinero obtenido de esta manera se sumergió en el barrio de la Carbonera y se fue degradando hasta que sintió en sus mejillas macilentas el aleteo de la muerte, que le andaba rondando: