Capítulo IV

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El viajero que acude por primera vez a Barcelona advierte pronto dónde acaba la ciudad antigua y empieza la nueva. De ser sinuosas las calles se vuelven rectas y más anchas; las aceras, más holgadas; unos plátanos talludos las sombrean gratamente; las edificaciones son de más porte; no falta quien se aturde, creyendo haber sido transportado a otra ciudad mágicamente. A sabiendas de ello o no los propios barceloneses cultivan este equívoco: al pasar de un sector al otro parecen cambiar de físico, de actitud y de indumentaria. Esto no siempre fue así; esta transición tiene su explicación, su historia y su leyenda.

En sus muchos siglos de historia no hubo ocasión en que las murallas impidieran la conquista o el saqueo de Barcelona. Sí, en cambio, su crecimiento. Mientras dentro la densidad de población iba en aumento, hacía la vida insoportable, fuera se extendían huertos y baldíos. A la caída de la tarde o los días festivos los habitantes de los pueblos vecinos subían a las colinas (hoy el Putxet, Gracia, San José de la Montaña, etcétera) y miraban, a veces con catalejos de latón, a los barceloneses: febriles, ordenados y puntillosos éstos iban y venían, se saludaban, se perdían en el dédalo de callejuelas, volvían a encontrarse y se saludaban de nuevo, se interesaban mutuamente por su salud y sus negocios, se despedían hasta la próxima ocasión. Los pueblerinos se divertían con el espectáculo; no faltaba quien, en su llaneza, trataba de alcanzar a algún barcelonés de una pedrada: esto era imposible, por la distancia en primer lugar, y también por la muralla. El hacinamiento atentaba contra la higiene: cualquier enfermedad se convertía en epidemia, no había forma de aislar a los enfermos. Se cerraban las puertas de la ciudad para evitar que la plaga se extendiera y los habitantes de los pueblos formaban retenes, obligaban a regresar a los fugitivos a garrotazo limpio, lapidaban a los remisos, triplicaban el precio de los alimentos. También atentaban contra la decencia.

"Albergado en un hostal que me había sido recomendado con hiperbólico encomio, cuenta un viajero en su crónica, descubrí que tenía que compartir una pieza de seis metros cuadrados como máximo con otras tantas personas, esto es cinco y yo mismo. De aquéllos, dos resultaron ser unos recién casados en viaje de novios, quienes no bien se hubieron acostado y habiéndose apagado la luz amenizaron la noche con profusión de jadeos, alaridos y risas. Todo esto a un precio exorbitante, ¡!¡y aun gracias!¡!" Más conciso, escribe el padre Campuzano:

"Raro es el barcelonés que antes de tener uso de razón no se ha informado gráficamente del modo en que fue engendrado".

Consecuencias de lo antedicho eran la relajación de las costumbres, frecuentes epidemias de índole venérea, estupro y otros abusos y en algunos casos, como el de Jacinto o Jacinta Peus, trastornos psicológicos: "A fuerza de ver a mis padres y a mis hermanos y a mis hermanas y a mis tíos y a mis tías y a mis abuelos y a mis abuelas y a mis primos y a mis primas y a los criados de la casa en cueros llegué a no saber quiénes eran hombres y quiénes mujeres ni a cuál de ambos géneros debía yo de adscribirme". El problema de la vivienda era pavoroso; el precio astronómico del alojamiento consumía la porción principal de los ingresos familiares. Unas cifras fáciles de captar son aquí útiles. A mediados del siglo XIX la superficie de Barcelona era de 427 hectáreas. En esas mismas fechas París disponía de 7.802 hectáreas; Berlín, de 6.310, y Londres, de 31.685. Incluso una ciudad aparentemente pequeña como Florencia contaba con una extensión de 4.226 hectáreas, es decir, diez veces mayor que la de Barcelona. La densidad de habitantes por hectárea es igualmente reveladora: 291 en París, 189 en Berlín, 128 en Londres, 700 en Barcelona. ¿Por qué no se derribaban las murallas? Porque el Gobierno no daba permiso: con pretextos estratégicos insostenibles mantenía asfixiada la ciudad, impedía que Barcelona creciera en extensión y en poder. Los reyes, reinas y regentes que se sucedían en el trono de España fingían tener problemas más acuciantes y los gobiernos se mostraban remolones cuando no sarcásticos: si les falta terreno, decían, que quemen más conventos. Aludían con esto a los conventos incendiados por la turbamulta en las sangrientas algaradas de aquellas décadas turbulentas y al hecho de que los solares hubiesen sido luego utilizados como espacios comunitarios: como plazas, mercados, etcétera. Por fin las murallas fueron derribadas. Ahora parece que ya podemos respirar, se dijeron los barceloneses. Pero la realidad no había cambiado: con murallas o sin murallas la estrechez de la ciudad era la misma. La gente vivía oprimida en cuartuchos diminutos, en una promiscuidad hedionda e indecente; vivían amontonados los unos con los otros y todos con los animales domésticos. La desaparición de la muralla permitía ver a todas horas el valle que se extendía hasta la falda de la sierra de Collcerola; esto hacía el hacinamiento más patente aún. Rayos y truenos, decían los ciudadanos, tanto campo vacío y nosotros aquí, como ratas en una madriguera. ¿Es justo, se preguntaban, que vivan más holgadas las lechugas que nosotros? En esta tesitura los ojos de la población se volvían hacia el alcalde.

El alcalde de Barcelona no era el mismo que años más tarde había de llevar a cabo el plan de la Exposición Universal, sino otro. Éste era un hombre de estatura corta, tripón. Era muy religioso: todos los días asistía a la santa misa y recibía la eucaristía. En estos minutos de recogimiento procuraba no pensar en los problemas municipales; quería dedicar toda su atención al milagro de la transubstanciación.

Pero la cuestión urbanística, que le abrumaba, lo distraía.

Hay que hacer algo, se decía, pero ¿qué? Había estudiado la expansión de otras ciudades europeas: la de París, la de Londres, la de Viena, la de Roma, la de San Petersburgo. Los planes eran buenos, pero costosos. Además, ninguno tenía en cuenta las peculiaridades de Barcelona. Cuando alguien le ponderaba el plan de París, el alcalde respondía siempre que era un buen plan, "pero no tiene en cuenta las peculiaridades de Barcelona". Lo mismo decía del plan de Viena, etcétera.

Estaba convencido de que Barcelona tenía que concebir y llevar a término su propio plan, sin caer en la imitación.

Un día, cuando acababa de comulgar, tuvo esta visión:

estaba sentado en el sillón de alcalde, en su despacho y entraba un macero a anunciarle una visita. El alcalde se preguntaba si sería un vocal, un delegado. Dice ser, interrumpió el macero las conjeturas, un caballero de Olot.

Sin más entró el visitante y salió el macero. El alcalde quedó sobrecogido. El visitante despedía rayos y un halo de luz lo circundaba. El alcalde advirtió con extrañeza que la piel del visitante era plateada, como si la llevara embadurnada de tintura de plata. Los cabellos, que le llegaban hasta los hombros, eran hilos de plata. También la túnica tenía un reflejo mate, como si todo en el visitante estuviera hecho de una aleación sobrenatural. El alcalde se guardó mucho de pedir una explicación al respecto; preguntó solamente a qué se debía semejante honor. Hemos observado, dijo el visitante, que desde hace un tiempo estás distraído cuando recibes la Sagrada Forma. Es mi atención, no mi devoción lo que flaquea, se disculpó el alcalde; se trata del plan de ordenación urbana, que me trae por la calle de la amargura; no sé qué hacer.

Mañana, dijo el visitante, al primer canto del gallo, estarás en la antigua puerta de poniente. Allí verás venir al elegido, pero no le digas que yo me he manifestado. El alcalde despertó con sobresalto: estaba en la iglesia, en el reclinatorio, aún tenía en la lengua la hostia consagrada. Todo lo había soñado en un abrir y cerrar de ojos.

Al día siguiente a la hora convenida estaba el alcalde en el punto donde casualmente había de levantarse años más tarde el Arco de Triunfo que daba entrada a la Exposición.

Circulaban ya personas, bestias y carros. Para no ser reconocido el alcalde vestía un simple capote y un sombrero chambergo; en un recipiente de barro había colocado queso blanco de cabra; le iba echando encima aceite y lo iba espolvoreando con tomillo, como había visto hacer de pequeño en la masía donde vivían entonces sus abuelos. Así dejó que transcurriese toda la jornada. Los que pasaban por su lado comentaban la agitación que reinaba en la ciudad por la desaparición del alcalde, al que buscaban en vano desde que por la mañana no se había personado en la iglesia donde invariablemente oía su misa. Del erario público, decían, no faltaba un céntimo; eso era a juicio de todos lo más chocante.

Al atardecer el sol se convirtió en un círculo rojo de gran perímetro. El alcalde vio venir hacia él un ser raro. Una escaldadura sufrida de niño le había dejado la mitad izquierda de la cara tersa y lampiña; la otra mitad, en cambio, estaba surcada de arrugas y ostentaba medio bigote y media barba de notable longitud, porque venía de hacer a pie el camino de Santiago o se disponía a emprenderlo. Se llamaba o decía llamarse Abraham Schlagober, que en alemán significa "nata"; dijo no ser judío, pese a su nombre, sino cristiano viejo, peregrino en cumplimiento de una promesa cuya causa se negó a revelar y constructor de obras. El alcalde lo llevó de inmediato al Ayuntamiento, le mostró los planos de Barcelona y sus alrededores, puso a su disposición todos los medios para que trazara un proyecto. Ésta será, le dijo Abraham Schlagober, la Ciudad de Dios de que nos habla San Juan, la nueva Jerusalén. Ya que Jerusalén había sido derruida y nunca podría levantarse de nuevo, porque el Señor había dicho que no quedaría de ella piedra sobre piedra, otra ciudad estaba llamada a sustituirla como centro de la cristiandad. Barcelona tenía la misma latitud que Jerusalén, era una ciudad mediterránea, todo concurría a hacer de ella la ciudad elegida. Juntos leyeron las palabras reveladas: "Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas". El proyecto quedó acabado en menos de seis meses, tras lo cual Abraham Schlagober desapareció sin dejar rastro. Hay quien afirma que tal personaje no existió nunca y que fue el propio alcalde quien dibujó los planos. Otros, que sí existió, pero que no se llamaba como él decía ni era peregrino ni constructor, sino un aventurero que habiéndose percatado de la condición irregular del alcalde decidió sacar tajada de ello, acertó a trasladar al papel con astucia las visiones de su protector y mientras le duró el trabajo vivió a expensas del municipio, lo cual no sería insólito. Cuando el proyecto estuvo enteramente acabado el alcalde lo encontró de su agrado y lo sometió a la consideración del pleno.