Barcelona se quedó sin centro neurálgico (con la posible salvedad del paseo de Gracia, burgués y pretencioso, pero eficaz aún hoy día para fines estrictamente comerciales) donde pudieran producirse fiestas y algaradas, mítines, coronaciones y linchamientos. Las sucesivas expansiones de la ciudad se hicieron sin orden ni criterio, de cualquier modo, con el único propósito de meter en algún sitio a los que ya no cabían en los sectores construidos hasta entonces y sacar el máximo beneficio de la operación. Los barrios acabaron de segregar para siempre las clases sociales y las generaciones entre sí y el deterioro de lo antiguo se convirtió en el único indicio cualitativo del progreso.

2

El tío Tonet había envejecido, veía mal, porque se había ido volviendo présbita, pero seguía conduciendo a diario o casi a diario su tartana de Sant Climent a Bassora y de Bassora a Sant Climent. Un día, cumplidos ya los dieciocho años, la yegua que usaba apareció muerta en el establo; nunca había doblado las patas para recostarse y descansar: ahora fue encontrada patas arriba, con los remos muy tiesos, como si anduviera paseando por las antípodas. El tío Tonet compró otra yegua, en lugar de jubilarse, que era lo que debía haber hecho. La nueva yegua no conocía el camino: una yegua por lista que sea tarda varios años en aprender un camino tan largo y tan complicado como aquél. Entre los despistes de la yegua y la mala vista del tartanero, se perdieron varias veces, una de ellas seriamente: en esta ocasión les cayó la noche encima y él no podía ni siquiera barruntar dónde habían ido a parar. Antes conocía las estrellas, pero ahora andaba siempre surcando una niebla cada día más espesa. Aullaban los lobos y la yegua, amilanada, sólo se avenía a avanzar a fuerza de trallazos. Por fin avistaron unas fogatas y se aproximaron.

El tío Tonet confiaba en que fueran pastores, aunque el paraje sumamente agreste no era propio para ningún tipo de ganado. En realidad era un campamento de bandoleros, el de Cornet y su cuadrilla. Estos bandoleros eran supervivientes de la última guerra carlista; en vez de deponer las armas, rendirse al vencedor y confiar en una amnistía habían optado por echarse al monte. Si nos entregamos nos pasarán por el filo de la espada, dijo Cornet a sus hombres, cuya confianza y aun devoción había sabido granjearse a lo largo de aquella campaña sangrienta; yo os propongo que nos hagamos bandoleros; como nos toca morir, todo lo que vivamos lo habremos vivido de prestado; podemos permitirnos el lujo de arriesgar la vida por una nonada. Convencidos por este razonamiento hicieron gala de una temeridad inverosímil. Burlaron todos los contingentes armados que fueron enviados en su busca y adquirieron fama en toda la región: eran bandoleros románticos. Los campesinos y pastores los toleraban. No los protegían, porque ya estaban cansados de varios siglos de escaramuzas constantes a la puerta de sus casas, pero tampoco los denunciaban ni los cazaban a tiros cuando tenían ocasión de hacerlo. Los bandoleros, que contaban con vivir poco tiempo y morir dignamente con las armas en la mano, acabaron envejeciendo en el monte, olvidados ya de las autoridades. Cuando el tío Tonet fue a parar al campamento encontró sólo un grupo de ancianos achacosos que apenas podían llevarse el trabuco a la cara. Yo creía que habíais desaparecido hace años, les dijo, que sólo erais una leyenda. Le dieron de cenar y le permitieron pasar la noche en su compañía. Casi no le dijeron nada: no estaban acostumbrados a hablar con extraños y entre sí hacía tiempo que se lo tenían todo dicho. Al tío Tonet lo conocían de vista: habían espiado miles de veces el ir y venir de la tartana, pero nunca la habían asaltado, porque sabían que llevaba y traía cosas indispensables para los payeses. A la mañana siguiente le pusieron en el buen camino y le dieron un trozo de pan y un fuet. Antes de partir le llevaron a que viese el pequeño cementerio donde reposaban los restos de los bandoleros que habían muerto de enfermedad en la montaña: eran casi tantos los muertos como los vivos. Sobre las tumbas había siempre flores silvestres y profusión de cruces, porque eran todos muy creyentes. Esto había sucedido algún tiempo atrás.

Ahora la yegua ya conocía casi todo el camino y el tío Tonet estaba casi ciego.

– Sin embargo -dijo al terminar de relatar esta historia al viajero que había contratado sus servicios en Bassora aquella tarde-, sin embargo, digo, tu voz no me resulta desconocida.

No la voz, realmente, sino el timbre de la voz -aclaró. El viajero guardó silencio. Por fin el tío Tonet lanzó una carcajada-. ¡Pues claro! ¡Tú eres Onofre Bouvila! No digas que no -Onofre no dijo ni que sí ni que no y el tío Tonet volvió a reírse de buena gana-. No puede ser de otro modo. Tu timbre de voz me resultaba familiar, pero este silencio colérico ya no me deja lugar a dudas: eres igual que el loco de tu padre, a quien he conocido bien. Cuando se fue a Cuba yo lo llevé en esta misma tartana a Bassora. No sé qué edad tendría él entonces, pero no sería mucho mayor de lo que tú eres ahora, sí, y ya se daba estos mismos aires de altivez, como si a los demás nos saliera por la nariz puré de lentejas, como si nos saliera el puré de lentejas a borbotones por las fosas nasales. Cuando volvió de Cuba yo le traje de vuelta a casa.

Todo el mundo estaba congregado delante de la iglesia, es como si lo estuviera viendo aún con mis pobres ojos inútiles: tu padre iba sentado ahí mismo, donde vas tú ahora, con la espalda muy envarada; llevaba un traje blanco de dril y un sombrero de paja trenzada, de esos que llaman Panamá, como el país. En todo el viaje no pronunció palabra. Se las daba de rico, aunque no tenía un real, pero de esto, ¿qué te voy a contar? En vez de dinero, ¿sabes tú lo que traía?

– Un mono -respondió Onofre.

– Un mono enfermo, sí señor: veo que tienes buena memoria -dijo el tío Tonet fustigando a la yegua, que se había detenido a comer yerbas al margen del camino-. Ohé, "Persa", no comas ahora, que te sienta mal -hizo restallar el látigo en el aire. "Persa" -explicó- es su nombre; ya lo era cuando la compré. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la fatuidad de tu padre: un cretino, si quieres saber mi opinión. ¡Eh, muchacho!, ¿te atreverás a golpear a un viejo casi ciego?

Vaya, de sobra se ve que sí; bien, bien, mediré mis palabras, aunque esto no modifique en nada mi manera de pensar. Ya sé que las personas sois así: no queréis que se os diga lo que os desagrada oír; sólo queréis oír lo que os gusta, aun sabiendo que eso que oís no es lo que piensa la gente. Bah, qué falta de inteligencia. Pero no creas tú que me escandalizo ni que me extraño siquiera: hace muchos años que he aprendido a calibrar la vanidad humana; he tratado a mucha gente y luego he tenido tiempo para reflexionar. Siempre que he hecho este mismo viaje de vacío he aprovechado el tiempo para reflexionar. Ahora ya sé cómo son las cosas. También sé que yo no las voy a cambiar, por más que haga; ni puedo ni tengo tiempo de cambiar las cosas; ni estoy seguro de que quisiera hacerlo aunque dispusiera de ese poder y de ese tiempo. Hay personas que tienen los ojos llenos de sopas de ajo; abren los ojos y sólo ven sopas de ajo. Yo no. Podría haber sido así, pero no lo soy.

De este modo divagaba el tartanero, con la incoherencia que en las personas viejas y lelas pasa a veces por sabiduría.

Onofre Bouvila no le escuchaba: se había resignado a oír la voz del tartanero y no le prestaba atención. Iba contemplando aquel camino que había recorrido en dirección opuesta ocho años atrás. Había partido de allí una mañana de primavera, apenas despuntado el sol. El día anterior había anunciado a sus padres el proyecto de ir a Bassora; allí pensaba entrevistarse con los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, les dijo; con toda certeza le darían un trabajo en alguna de sus empresas; de este modo contribuiría a devolver las deudas contraídas por el americano. Éste quiso expresar su disconformidad: él era el responsable de la situación apurada en que se hallaban y no toleraría que su hijo se sacrificara… Onofre le hizo callar. El americano había perdido toda su autoridad y guardó silencio; a su madre le dijo que se quedaría en Bassora el tiempo necesario para reunir el dinero que necesitaban. Serán unos meses, le dijo, a lo sumo un año. Les escribiré en seguida, prometió. Por el tío Tonet les mantendré al corriente de lo que suceda. En realidad tenía pensado ya irse a Barcelona y no regresar jamás.

Entonces pensaba que no volvería a ver nunca a sus padres ni a pisar la casa en que había nacido y vivido hasta ese día. Al subir a la tartana su padre le había alcanzado el hatillo que contenía sus prendas personales; había depositado cuidadosamente este hatillo en el fondo de la tartana. Su madre le había anudado la bufanda al cuello. Como nadie decía nada el tío Tonet había subido al pescante y había dicho: Si estás listo nos vamos. Él había respondido que sí con la cabeza, para que no le saliera una voz rara y los demás notaran su emoción. El tío Tonet había hecho restallar el látigo y la yegua se había puesto en marcha hundiendo las pezuñas en el barro del deshielo. El viaje va a ser malo, había dicho el tío Tonet. El americano había agitado el panamá, su madre había dicho algo que él no pudo oír. Luego se puso a mirar el camino y no vio alejarse a sus padres. La tartana cruzó el camino del río, el camino de la gruta encantada, el de ir a cazar pájaros, el de ir a pescar, que no era el mismo que el camino del río, el de ir a buscar setas en otoño; él nunca había pensado que hubiera habido tantos caminos. Cuando desapareció el valle bajo la niebla matutina siguió viendo todavía la torre de la iglesia. Aún se cruzaron con un par de rebaños de ovejas. Los pastores le habían dicho adiós: habían levantado el cayado y se habían reído. Llevaban el mentón envuelto en la bufanda, zamarra de lana y barretina.

Estos pastores le conocían desde el día en que había nacido.

Ahora ya no volveré a encontrar a nadie que me conozca así, había pensado. En el resto del trayecto fueron viendo masías abandonadas. Por el frío y la lluvia las puertas y los postigos de las ventanas habían saltado de los goznes; por allí se veía el interior de aquellas casas sin muebles, lleno de hojarasca; de algunas salían pájaros volando: eran las casas de los que se habían ido a Bassora a buscar trabajo en las fábricas; habían dejado que se extinguiera el fuego en sus hogares, como se decía entonces. Ahora habían transcurrido ocho años y en el transcurso de estos años Onofre Bouvila había hecho muchas cosas; había conocido a muchas personas, la mayoría raras, casi todas malas; a algunas las había liquidado sin saber muy bien por qué; con otras había formado alianzas más o menos estables. Los árboles, el color del cielo visto a través del follaje, el susurro del viento en el bosque, el olor del campo le resultaban ahora cosas familiares. Le parecía que nunca había salido de aquel valle, que todo lo demás lo había soñado. Hasta la hija de don Humbert Figa i Morera, por la que sentía un amor tan vehemente, se le antojaba ahora algo fugaz, el destello de un relámpago en su imaginación. Tenía que hacer un esfuerzo por recordar sus rasgos tal y como eran, no como algo indiferenciado. A ratos estos rasgos se confundían en su memoria con otros: los de la desventurada Delfina, que seguía en la cárcel después de tanto tiempo, o los de una niña con la que había tenido un contacto pasajero y trivial una semana antes; no había cruzado más de cuatro frases con ella; esta niña formaba parte de una "troupe" de titiriteros a cuya actuación había asistido por pura casualidad; le había hecho gracia porque sin ser fea tenía cara de perro; era tan joven que había tenido que negociar previamente con sus padres, pagarles a ellos por adelantado: esto había obviado el diálogo entre ambos una vez quedó ultimado el trato. Lo único que le dijo él fue una frase amable al despedirse por la mañana; también le dio una propina espléndida. Ya había adquirido la costumbre de dar propinas exageradas cuando advertía buena voluntad por parte de quienes le servían; en este caso había quedado satisfecho y lo había demostrado con liberalidad. La niña había tomado el dinero con gesto distraído, demasiado joven para percatarse de la desproporción, como si en realidad esta remuneración y el modo en que la había merecido no fueran con ella. Sólo lo había mirado de un modo extraño que ahora recordaba con incomodo.