Antes de abandonar el recinto echó la vista atrás: los pabellones habían sido revestidos de la noche a la mañana y ahora centelleaban al sol; a través de las ramas de los árboles, movidas por la brisa, se veían quioscos y estatuas, toldos y parasoles y las diminutas cúpulas arábigas de los tenderetes y casetas. En la plaza de Armas, frente al antiguo Arsenal, unos ingenieros venidos ex profeso de Inglaterra probaban la Fuente Mágica. Hasta sus secuestradores se quedaron por un instante boquiabiertos. Las columnas y arcos de agua cambiaban de forma y de color sin aparente manipulación ni adición de tintes: todo era obra de la electricidad. Así tendría que ser siempre la vida, pensó Onofre dejándose llevar posiblemente a la muerte. ¿Y Efrén?, se preguntaba, tantas pesetas como me lleva costado y ahora que lo necesito, ¿dónde anda? No podía sospechar que Efrén lo seguía fielmente a distancia, agazapado.

– Sube a este coche -le dijeron al llegar ante una berlina.

Las ventanas tenían echado el visillo y no se veía quién, si alguien, ocupaba el carruaje. Al pescante había un cochero sin uniformar, algo viejo, que fumaba en pipa.

– Yo aquí no subo -dijo Onofre.

Uno de los secuestradores había abierto la portezuela del coche, el otro lo zarandeó. Arriba sin chistar, le dijo.

Onofre obedeció. Sentado había un hombre solo. Parecía cincuentón, pero podía ser más joven; abultado de tripa y papada, pero cenceño de hombros y pómulos, tenía la frente chata y alta, acabada en ángulo recto. Allí una pelambrera aún no cana, salvo en las sienes, crecía recortada a modo de césped. No usaba patillas; de punta a punta de oreja iba cuidadosamente rasurado, aunque ostentaba un bigote espeso y arremangado, un poco a la manera de los mariscales de Francia, y era don Humbert Figa i Morera, para quien tantos años había de trabajar.

El séquito de un monarca era en aquel entonces numeroso por unas razones de orden práctico y otras simbólicas, de más peso, como ésta: que siendo el Rey el trasunto de Dios en la tierra, estaba mal que realizara por sí mismo cualquier función, incluso la de llevarse la cuchara a la boca; y esta otra: que los reyes de España desde tiempo inmemorial no despedían nunca a quienes les habían servido siquiera momentáneamente, que todo servicio prestado a la casa real llevaba aparejado un cargo vitalicio y que se había dado el caso de monarcas que ya en edad madura habían ido a la guerra llevando consigo a su anciana nodriza, ama seca y niñera (pues el Rey no podía descender a decir: ya de esto no necesito, lo que podría implicar por una parte necesidad de ahorro y por la otra el reconocimiento de haber necesitado algo en alguna ocasión) como si se tratara de senescal, mayordomo o sumiller, lo que en conjunto creaba a su alrededor un laberinto, un gentío que con frecuencia impedía comunicarse con él los generales en tiempo de guerra y los ministros en tiempo de paz. Por eso, los reyes casi nunca abandonaban la corte. S.M.

don Alfonso XIII (q. D. g.) contaba dos años y medio en 1888, cuando llegó a Barcelona en compañía de su madre, doña María Cristina, la reina regente, y de sus hermanas y séquito. La ciudad quedó paralizada. A los reyes se les había habilitado la antigua residencia del gobernador de la Ciudadela (con lo cual, por añadidura, estaban ya dentro del recinto de la Exposición y se soslayaba el engorroso trámite de la entrada, que valía una peseta, o del abono, que valía veinticinco) y el edificio llamado del Arsenal, pero a los camarlengos y veedores, cazadores y palafreneros, monteros y sobrestantes, ballesteros de maza, despenseros, cereros, tapiceros, limosneros, camaristas, azafatas, damas y dueñas hubo que hospedarlos donde buenamente se pudo. La llegada de soberanos, nobles y dignidades de otros países complicó las cosas. Hubo anécdotas para todos los gustos, como ésta: la de que un burgrave sajón tuvo que compartir por una noche la cama con un artista recién llegado de París, según reza el cartel del Circo Ecuestre, que acto seguido anuncia su espectáculo de gatos amaestrados; o la del estafador que haciéndose pasar por Gran Mogol consiguió cenar de gracia, por su bella cara, en varias fondas y cafés. La gente, los barceloneses se esmeraban por allanar todas las dificultades al visitante, aun a costa de arrostrar las mayores fatigas y perjuicios, por lo cual recibían muy mal pago, como suele suceder en estos casos. Los visitantes, por lo general, mostraban altivez, arrugaban la nariz por cualquier nimiedad y andaban diciendo: qué asco, qué lugar, qué gente más necia, etcétera. Creían que el desdén era de buen tono.

La Exposición Universal se inauguró, como estaba previsto, el día 8 de abril. La ceremonia inaugural fue de este modo: a las cuatro treinta de la tarde hicieron su entrada en el salón de fiestas del Palacio de Bellas Artes S.M. el Rey y su cortejo. El Rey ocupó el trono. Apoyaba los pies, que no llegaban al suelo, en una pila de almohadones. A su lado estaban la princesa de Asturias, doña María de las Mercedes, y la infanta doña María Teresa. Junto a la Reina Regente, que vestía de negro, estaba la duquesa de Edimburgo. Luego venían, por este orden, el duque de génova, el duque de Edimburgo, el príncipe Rupprecht de Baviera y el príncipe Jorge de Gales.

Detrás estaban el presidente del Consejo de Ministros, don Práxedes Mateo Sagasta, y los señores ministros de la Guerra, Fomento y Marina, los gentileshombres de SS.MM., los Grandes de España que habían acudido al acto (flanqueados de alabarderos, de acuerdo con su privilegio, o descalzos si optaban por ejercer alternativamente esta regalía), autoridades locales (de chaqué), cuerpo diplomático y consular, enviados extraordinarios, generales, almirantes, jefes de las escuadras, la Junta Directiva de la Exposición y un sinnúmero de personalidades. Distribuidos por el local, allí donde la masa humana los había arrastrado, había lacayos de calzón corto, a la Federica, encargados de portar los emblemas de los visitantes de alcurnia: la llave o la cadena de latón, la cinta, la fusta, el asta de ciervo, la garra, la ballesta o la campana. A este acto asistieron cinco mil personas. Pronunciados los discursos, los ayos se llevaron a los niños reales. Los adultos visitaron algunos pabellones, empezando por el de Austria, país de origen de S.M. la Reina.

En el pabellón de Francia fue tocada una pieza de Chopin y en el palacio del Gobernador se sirvió un refrigerio entonces llamado "lunch". Cuando la Reina ya se había terminado el "lunch" el último de los asistentes aún estaba entrando en el pabellón de Austria. Una muchedumbre fue testigo de todo aquello. Por la noche hubo función de gala en el Liceo, a la que asistió la Reina que llevaba, además de la ropa, corona condal. Se representó "Lohengrin"; al empezar el segundo acto aún había quien estaba dando cuenta del "lunch". En términos generales, la inauguración fue un acto solemne y bien llevado.

Las obras de la Exposición no desmerecieron la categoría de quienes las visitaron aquel día. Algunos edificios no estaban acabados; otros, acabados mucho antes, acusaban ya un avanzado deterioro. La prensa habló de "enormes grietas" y de "gran confusión". Pero lo importante era que a la gente le gustara.

Vistas hoy, las instalaciones de los expositores con su diseño severo, sus coronas de flores talladas en madera, sus crespones y baldaquinos tienen un cierto aire de túmulos funerarios, pero se ajustan a lo que debía de ser el gusto de la época, su concepto de la elegancia. Hay que enjuiciar las cosas en su exacta perspectiva. Al puerto habían llegado sesenta y ocho buques de guerra de varios países con una dotación de diecinueve mil hombres y quinientos treinta y ocho cañones. Esto, que ahora podría parecer amenazador, fue interpretado por los barceloneses como una muestra inequívoca de cortesía y amistad. Aún no se había producido la Gran Guerra y las armas conservaban algo de decorativo. En un poema compuesto para la ocasión, Federico Rahola sintetiza esta noción como vemos:

Cañoneo pertinaz Hace retemblar la tierra:

Son los monstruos de la guerra Que rinden culto a la paz. Idéntico pensamiento expresa Melchor de Palau en su "Himno a la Apertura de la Exposición ", uno de cuyos versos dice así:

Y truena, mas no hiere, el hórrido cañón.

La Exposición Universal estuvo abierta hasta el día 9 de diciembre de 1888. La clausura fue más sencilla que la inauguración: Te Deum en la catedral y un acto breve en el Palacio de la Industria. Había durado doscientos cuarenta y cinco días y había sido visitada por más de dos millones de personas. El costo de la construcción había ascendido a cinco millones, seiscientas veinticuatro mil seiscientas cincuenta y siete pesetas con cincuenta y seis céntimos. Algunas instalaciones pudieron ser aprovechadas para otros usos. El remanente de deuda fue enorme y gravó al Ayuntamiento de Barcelona durante muchos años. También quedó el recuerdo de las jornadas de esplendor y la noción de que Barcelona, si quería, podía volver a ser una ciudad cosmopolita.