– Me han dicho que tú vales -le dijo a Onofre Bouvila cuando se vio encerrado con él en el tílburi-, que te mueves bien. Trabajarás para mí.

– ¿En qué consiste el trabajo? -preguntó Onofre.

– En hacer lo que yo diga -dijo don Humbert Figa i Morera-

y en no hacer preguntas a destiempo. La policía está al corriente de tus actividades. Sin mi protección ya estarías en la cárcel. la alternativa no es otra que ésta: o trabajas para mí o te caen veinte años.

Trabajó para Humbert de 1888 a 1898, el año en que se perdieron las colonias.

Como primera providencia lo pusieron a las órdenes de aquel individuo tan guapo que lo había secuestrado en el parque de la Ciudadela, un tal Odón Mostaza, natural de Zamora, de veintidós años de edad. Le dieron una navaja, una cachiporra y un par de guantes de punto; le dijeron que no usara la cachiporra si no era necesario; la navaja, sólo en situaciones desesperadas; en ambos casos debía ponerse los guantes antes de coger la cachiporra o la navaja, para no dejar huellas dactilares. Lo más importante es que nadie pueda identificarte, le dijo Odón Mostaza, porque si te identifican a ti, pueden identificarme a mí, y si me identifican a mí, pueden identificar a quien me da las órdenes, y así, de uno en otro, como los eslabones de una cadena, hasta llegar al jefe, que es don Humbert Figa i Morera. En realidad, todo Barcelona sabía que don Humbert Figa i Morera tenía tratos con el hampa; la naturaleza de sus actividades era un secreto a voces, pero como las autoridades y muchas personalidades de la vida política y mercantil estaban implicadas en mayor o menor medida en el asunto, no pasaba nada. A don Humbert Figa i Morera lo mantenía a distancia la gente bien, pero públicamente lo consideraba un prohombre. Él no entendía la dualidad de estos sentimientos, creía pertenecer a la aristocracia ciudadana y era feliz. De su vanagloria participaban indirectamente Odón Mostaza y el resto de la banda. Si casualmente se encontraban al mediodía en las inmediaciones del paseo de Gracia se decían los unos a los otros: Vamos al paseo de Gracia a ver desfilar a don Humbert.

Él se dejaba ver allí todos los días sin fallar uno, a lomos de una jaca jerezana de muy fina estampa. Con la mano enguantada saludaba a otros jinetes o con la chistera de terciopelo verde esmeralda a las señoras que paseaban en carruajes descubiertos, tirados por espléndidos troncos. Odón Mostaza y sus secuaces lo miraban a distancia, con disimulo, para no empañar su prestigio con la prueba palpable de su conocimiento. Has de estar muy orgulloso, chaval, le decía a Onofre Bouvila, muy orgulloso de tener por jefe al hombre más elegante de Barcelona; y al más poderoso también. Esto último era una exageración: don Humbert Figa i Morera era un don nadie; incluso en su terreno había alguien más poderoso que él: don Alexandre Canals i Formiga. A éste nunca se le veía luciendo el palmito en el paseo de Gracia, aunque no vivía lejos de allí; se había hecho construir una torre de tres plantas, de estilo mudéjar, en la calle Diputación, a escasos metros de aquel paseo famoso. El despacho donde murió lo tenía en la calle Platería. Entre su casa y el despacho discurría su vida. Sólo iba de vez en cuando a un tiovivo instalado cerca de su casa, en un descampado; allí llevaba a su hijo pequeño, algo tarado. Había tenido tres hijos más, pero todos habían muerto en la trágica epidemia de peste de 1879.

A Onofre Bouvila al principio le encomendaban trabajos de muy poca envergadura; nunca le dejaban actuar a solas. Iba con Odón Mostaza al puerto, a vigilar la descarga de una mercancía; otras veces esperaban a la puerta de una casa, sin saber por qué, hasta que alguien decía: Bueno, ya está bien, ya podéis iros, etcétera. Luego había que dar cuenta de todo a un individuo a quien Odón Mostaza apodaba Margarito; en realidad se llamaba Arnau Puncella. Había entrado al servicio de don Humbert Figa i Morera muchos años atrás; era uno de los pasantes que aquél había tenido al principio en su despacho; había ido prosperando a su sombra, se había convertido gradualmente en uno de sus colaboradores más íntimos: ahora supervisaba todos los contactos con los maleantes, todas las operaciones sucias. Era bajito y de aspecto enfermizo, llevaba anteojos gruesos y un bisoñé de color azabache, las uñas muy largas y no impolutas; vestía con poca pulcritud, con tendencia a la grasa; estaba casado y se decía de él que tenía muchos hijos; esto no lo sabía nadie con certeza, porque era muy retraído y no intimaba con nadie. También era muy meticuloso, desconfiado y perspicaz: no tardó en percatarse de la capacidad extraordinaria de Onofre para recordar fechas, nombres y cifras, de su memoria prodigiosa. En este tipo de actividad el rigor es esencial, les decía a sus hijos, a quienes procuraba dar una educación esmerada, aquí un error puede conducir fácilmente a la catástrofe. Por pensar así se había fijado en seguida en las dotes de Onofre Bouvila. Luego fue viendo en él otras cualidades que le asustaron. Él era ajeno al interés que despertaba: procuraba pasar inadvertido, no sabía aún que la inteligencia es tan difícil de ocultar como la falta de ella, creía de buena fe que nadie se había fijado en él. Por primera vez vivía su vida.

Odón Mostaza era un perdonavidas de muy buena planta, disipado y gregario; no había en Barcelona ni en sus alrededores lugar de diversión donde no lo conocieran; como además de guapo era bullanguero y manirroto en todas partes lo querían bien. En compañía de Odón Mostaza Onofre Bouvila se hizo sin proponérselo con un círculo de amistades; antes nunca había tenido semejante cosa. Se había mudado a una casa de huéspedes algo mejor que la regentada por el señor Braulio y la señora Agata; allí, como veían que disponía de ingresos regulares, lo trataban a cuerpo de rey. Casi todas las noches salía con Odón Mostaza y su pandilla; juntos frecuentaban los tugurios de Barcelona. Allí encontró muchas mujeres dispuestas a sacarle el dinero a cambio de sus encantos, de unos momentos de placer; esta reciprocidad le pareció justa y cómoda:

encajaba bien con su modo de ser. A veces se acordaba de Delfina: Qué tonto fui, se decía en estas ocasiones, cuántos trabajos y cuántos sufrimientos innecesarios; con lo fácil que resulta todo. Se creía curado para siempre del mal de amores.

Al llegar el verano frecuentaban los célebres entoldados; esto le gustaba particularmente: las lámparas de araña, las alfombras, las guirnaldas de flores de papel, el gentío, las orquestas sudorosas, el olor a perfume, los bailes típicos de estos lugares: el vals de las velas, el "ball de rams", etcétera. A los entoldados acudían muchas chicas en la flor de la edad: iban en grupos, cogidas del brazo y se reían de todo lo que veían; si alguien le decía algo a una de ellas, se echaban a reír todas; luego no había forma de hacerlas parar, les daba la risa floja. De estas chicas las pescateras eran las más alegres y frescachonas; las criadas, las más ingenuas, y las modistillas, las más resabiadas y peligrosas. También iban a la Barceloneta, a la plaza de toros. Después de la corrida iban a beber cerveza o vino tino con gaseosa a los bares que rodeaban la plaza; allí se organizaban tertulias airadas que se prolongaban hasta la madrugada. En otra ocasión tuvo el capricho de visitar la Exposición Universal, de la que todo el mundo se hacía lenguas. Barcelona entera estaba en fiestas: se había instado a los propietarios de edificios a que restaurasen las fachadas; a los dueños de carruajes, a que los repintaran y limpiaran; a todos, a que vistieran bien a la servidumbre. Para atender a los visitantes extranjeros, el Ayuntamiento había seleccionado a cien guardias municipales, los que parecían más despejados, y les había obligado a aprender francés en pocos meses; ahora iban y venían como almas en pena por la ciudad, mascullando frases ininteligibles; los niños los seguían y acosaban, imitando sus ruidos guturales y llamándolos "gargalluts". Fue solo y pagó la entrada: le hizo gracia entrar en el recinto por la puerta como los señores. Se dejó llevar por la muchedumbre, merendó en el Café-Restaurante, llamado el "Castell dels tres dragons"

(en levantarlo habían trabajado más de 170 hombres, a casi todos los conocía él por su nombre de pila), luego visitó el Museo Martorell, el diorama de Montserrat, la Horchatería Valenciana, el Café Turco, la American Soda Water, el Pabellón de Sevilla, de estilo moruno, etcétera. Se hizo fotografiar (la fotografía se ha perdido) y entró en el Palacio de la Industria. Allí vio el "stand" donde exhibían su maquinaria Baldrich, Vilagrán y Tapera, aquellos tres caballeros de Bassora; esto le trajo malos recuerdos, le revolvió la sangre; sintió que se ahogaba, la gente que le rodeaba se le hizo insoportable, tuvo que salir del Palacio a toda prisa, abriéndose paso a codazos. Luego fuera el deslumbrante espectáculo se le antojó una broma siniestra: no podía disociarlo de los sinsabores y la miseria que allí había padecido pocos meses antes; no volvió más a la Exposición ni quiso saber de ella.

En cambio, la vida nocturna de la Barcelona vieja, la que no se había dejado alterar por los fastos de la Exposición, la que llevaba su vida al margen de todo, le entusiasmaba; sentía por ella un entusiasmo de pueblerino. Siempre que podía iba solo o con sus compinches a un local llamado "L.Empori de la Patacada ". Era un local tronado y apestoso, situado en un semisótano de la calle del Huerto de la Bomba; de día era lóbrego, desangelado y pequeño; sólo a partir de la medianoche una clientela tosca pero abnegada lo hacía revivir: el local parecía sacar fuerzas de flaqueza, aumentaba de tamaño a ojos vistas: allí siempre cabía una pareja más, nadie se quedaba sin mesa. A la puerta había siempre dos mancebos provistos de un candil para alumbrar el camino y una escopeta con la que ahuyentar a los salteadores. Esto era necesario porque al local no sólo acudían los facinerosos, que sabían defenderse solos, sino también jóvenes disolutos de buena familia y algunas damiselas acompañadas de un amigo, un galán o su propio marido, con el rostro cubierto de un velo tupido; allí experimentaban emociones fuertes, aliviaban la rutina de sus vidas con los sobresaltos; luego contaban lo que habían visto exagerando mucho los claroscuros. Allí había baile y a determinadas horas "tableaux vivants". Estos "tableaux vivants" habían sido muy populares en el siglo XVIII, pero a finales del siglo XIX habían desaparecido casi por completo.

Consistían en escenas inmóviles representadas por personas reales. Estas escenas podían ser "de actualidad" (SS.MM. los reyes de Rumania recibiendo al Embajador de España; el Gran Duque Nicolás en uniforme de lanceros con su ilustre esposa, etcétera) o de carácter "histórico", también llamados "didácticos" (el suicidio de los numantinos, la muerte de Churruca, etcétera); más comúnmente eran "bíblicos" o "mitológicos". Estos últimos eran los más celebrados, porque en ellos todos o casi todos los personajes iban desnudos. Para las gentes del siglo pasado ir desnudo quería decir ir en mallas; los actores llevaban unas mallas ceñidas, de color carne. Esto no era así porque las gentes fueran más recatadas de lo que son hoy en día, sino porque sostenían, con razón, que lo placentero era la forma del cuerpo humano y que la visión directa de la epidermis y sus vellosidades tenía más de morboso que de erótico. En este campo las costumbres habían variado mucho: en el siglo XVIII, como es sabido, no se daba la menor importancia a la desnudez: la gente se mostraba desnuda en público sin ningún reparo y sin que por ello sufriera menoscabo su dignidad; hombres y mujeres se bañaban delante de las visitas, se cambiaban de ropa en presencia de los criados, orinaban y defecaban en la vía pública, etcétera.