Capítulo III

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De don Humbert Figa i Morera se saben pocas cosas: había nacido en Barcelona, donde sus padres tenían un negocio modesto de frutos secos, en el Raval; estudió bajo la protección de unos monjes misioneros; a estos misioneros los vaivenes de la política en tierras lejanas los habían varado temporalmente en Barcelona, donde impartían la enseñanza para no ser una carga excesiva; luego estudió leyes. Hizo una boda tardía, a los treinta y dos años de edad. Profesionalmente prosperó mucho: a los cuarenta años tenía uno de los bufetes más afamados de Barcelona; esta fama no era buena, ahora veremos por qué: aunque a mediados del siglo XIX nadie en sus cabales discutía la igualdad de todos los hombres ante la ley, la realidad era muy distinta. Las personas de orden, la gente de bien, gozaba de una protección que al perdulario le estaba negada. El perdulario desconocía sus derechos, y de haberlos conocido, no habría sabido cómo hacerlos valer y aun cuando lo hubiera sabido, es dudoso que la judicatura se los hubiera reconocido; siempre le tocaba las de perder. A este respecto, la judicatura tenía pocas ideas, pero muy claras. La época estaba dominada por la fe en las ciencias: no había cosa ni fenómeno que respondiera a una causa precisa, se pensaba. Si se podía singularizar esa causa se podía formular para todos los casos similares una ley inmutable; con un puñado de leyes inmutables se podía predecir el futuro sin temor a equivocarse. Lo mismo se pensaba de la conducta humana: se le buscaban razones que pudieran luego reducirse a leyes. En este terreno había teorías para todos los gustos: unos sostenían que la herencia genética era el factor determinante de todo lo que hacía un individuo a lo largo de su vida; otros, que el ambiente en el que había nacido; otros, que la educación recibida, etcétera. No faltaban quienes traían a colación el libre albedrío, pero sus argumentos caían en saco roto: con esta teoría, les decían, no iremos a ninguna parte. El determinismo estaba en boga, facilitaba mucho las cosas, sobre todo a los que tenían que juzgar la conducta humana. Los jueces no desdeñaban la justicia, pero la aplicaban a su modo, expeditivamente. No estaban para matices: echaban una ojeada al reo y ya sabían lo que tenían que pensar de él. Si una persona fina, de buena cuna y medios cometía un crimen, decían: alguna razón poderosa habrá tenido para conducirse como lo ha hecho; entonces se mostraban muy comprensivos. Si el autor del crimen era un perdulario, no buscaban móviles a su conducta ni se hacían cábalas. No sólo la naturaleza transmitida de padres a hijos los inclinaba al desorden, pensaban, sino que estas inclinaciones no venían refrenadas por los dictados de la religión, la conciencia cívica ni la cultura. En esto estaban de acuerdo con los sociólogos. Si el acusado alegaba circunstancias atenuantes o eximentes le respondían con retintín. Ya puede alegar el reo lo que le plazca, le decían, que menudo pájaro está hecho el reo; nada, nada, a la cárcel con él. En la cárcel se trataba de rehabilitar a los presos, pero los resultados no eran siempre satisfactorios. A todo esto, a este estado de cosas, don Humbert Figa i Morera, que era de origen humilde, oponía una visión distinta, más práctica: Lo que les pasa a los pobres que delinquen, decía, es que no tienen un buen abogado que les saque las castañas del fuego. Era verdad: ningún letrado habría puesto su talento a disposición de un perdulario. Todos querían servir a la gente de pro, a los apellidos de raigambre. Como éstos era pocos, los abogados que se ganaban bien la vida también eran pocos. En los pobres, se decía don Humbert Figa i Morera, hay un campo vastísimo por explotar; el problema estriba en cómo hacerlo. Claro que siendo como soy un don nadie, sin relaciones entre la gente bien, tanto trabajo me costará abrirme camino en las altas esferas como en los bajos fondos, se decía don Humbert. Empezó a frecuentar a los menesterosos; les ofrecía su ayuda y su ciencia, se había hecho imprimir unas tarjetas especiales más fáciles de leer que las tarjetas al uso, impresas en letra gótica. Si se mete usted en líos, acuérdese de mí, le decía al menesteroso, y le entregaba su tarjeta. Los menesterosos lo miraban con desconfianza; no le hacían caso, se burlaban de él o lo mandaban a paseo. Luego, cuando se veían efectivamente en líos algunos se acordaban de él y recuperaban la tarjeta; qué diablos, pensaban, por probar nada se pierde; si doy con los huesos en la cárcel, como probablemente sucederá, no le pago y en paz, se decían. Le encomendaban los casos más desesperados y él los aceptaba de buen grado; trataba a sus clientes con deferencia, sin burla ni condescendencia, trabajaba en los casos con mucha seriedad. Los jueces y fiscales al principio creían que obraba así por altruismo; procuraban desengañarle:

No pierda el tiempo, compañero dilecto, le decían, esta gente es de mala pasta, están hechos para delinquir, son carne de presidio. Él escuchaba estas razones respetuosamente, pero no las consideraba; en el fondo, estaba de acuerdo con lo que le decían, sólo le interesaba la minuta. Lo habían educado los misioneros, le habían enseñado a tener paciencia, a decir siempre que sí, le habían enseñado el arte de la persuasión; la mayoría de los casos los ganaba contra todo pronóstico:

conocía como nadie los intríngulis del procedimiento y siempre encontraba alguna artimaña que aplicar a sus propósitos; ante la indignación general de los jueces y magistrados tenían que darle la razón, los fiscales tiraban al suelo los códigos y las mucetas, las lágrimas acudían a sus ojos: Esto no puede continuar así, decían, nos están obligando a hacer mangas y capirotes con la ley. Era cierto: la ley era generosa en garantías y aun en subterfugios, porque no había sido hecha para que la purria se prevaliese de ella. Les pilló desprevenidos el que un abogado como ellos pusiera los recursos de la ley al servicio de criminales del peor jaez. En las sentencias que dictaban se traslucía su desconcierto: Nos han cogido con los pantalones en la mano, decían, pero debemos absolver y absolvemos, etcétera. Los criminales absueltos tampoco salían de su asombro; le preguntaban con verdadera curiosidad supersticiosa: ¿Por qué nos ayuda usted, señor letrado? Creían estar en presencia de un santo. Por dinero, respondía él; para que me paguen mis honorarios. Los criminales, con la ética férrea que les era propia, satisfacían los honorarios a toca teja; nunca los discutían, así iba haciéndose rico. Al cabo de los años, una noche de invierno, recibió una extraña visita.

Tenía un despacho en la calle baja de San Pedro; allí trabajaban además de él dos pasantes, una secretaria y un ordenanza. Estaba pensando en contratar más pasantes. Aquella noche todos habían salido menos el ordenanza. Él estaba ultimando los detalles de un caso cuya vista estaba señalada para la mañana del siguiente día. Llamaron al portal. Qué raro, pensó, a estas horas, ¿quién podrá ser? Le dijo al ordenanza que bajase a abrir, pero que se cerciorase antes de si los que llamaban, quienesquiera que fuesen, traían buenas intenciones: esto era muy difícil de discernir, porque sólo acudían tipos patibularios al despacho. En esta ocasión por contra no hubo problema: en la calle había tres caballeros de porte distinguido y un individuo de aspecto estrafalario, pero no alarmante. Los tres caballeros traían el rostro cubierto por antifaces; esto no era en modo alguno insólito en la Barcelona de aquel tiempo.

– ¿Traen ustedes buenas intenciones? -preguntó el ordenanza a los visitantes enmascarados. Le respondieron que sí y se abrieron paso apartando al ordenanza con los puños de sus bastones, que ocultaban estiletes. Las tres máscaras se sentaron en torno a la mesa alargada que presidía uno de los salones del despacho. El cuarto individuo se quedó de pie; don Humbert lo reconoció sin dificultad pese al tiempo transcurrido: era uno de aquellos misioneros que se habían ocupado de su educación, a cuya generosidad debía el haberse abierto camino en la vida; ahora volvía quizá a pedirle un favor, que no podía negarle. Su vocación, según supo luego, lo había llevado a Etiopía y al Sudán; allí había hecho numerosas conversiones, pero con los años había acabado convirtiéndose él mismo a la religión pagana que combatía; había regresado a Barcelona enviado por los derviches a predicar la hechicería.

Vestía de seglar, pero llevaba en la mano derecha una caña rematada por una calavera humana. Al mover la calavera sonaban unos guijarros.

– ¿A qué debo el honor de su visita? -preguntó a la enigmática comitiva. Las máscaras se consultaron entre sí con la mirada.

– Hemos seguido sus trabajos con enorme interés -dijo una de las máscaras-. Ahora venimos a hacerle una proposición.

Somos gente de negocios, nuestra conducta es intachable: por eso mismo necesitamos su ayuda.

– Si en mi mano está… -dijo él.

– Pronto verá que sí -dijo la máscara-. Nosotros, como acabo de decirle, somos personas conocidas, valoramos en mucho nuestro buen nombre. Usted, por su parte, se ha labrado un prestigio merecido entre la hez de la sociedad. En suma, queremos que alguien haga por nuestra cuenta un trabajo sucio, y que usted sea nuestro intermediario. No reparamos, huelga decirlo, en gastos.

Ah, exclamó él, pero esto es una inmoralidad. En este punto intervino el misionero apóstata. La moral, dijo, se dividía en dos clases: moral individual y moral social; en cuanto a la primera, no había motivo de preocupación, puesto que don Humbert no consentía en la comisión de un acto reprobable; se limitaba a cumplir con su oficio, a ejercer su profesión; en cuanto a la moral social, nada había que objetar: lo importante era que se mantuviera el orden social, el buen funcionamiento de la maquinaria. Tú, hijo mío, has salvado a muchos criminales de un encierro merecido; es justo, pues, que ahora empujes a otros al crimen y al cadalso; con esto, le dijo el renegado, la balanza se equilibra. Las máscaras habían colocado sobre la mesa un montón de dinero. Aceptó el encargo y todo salió a pedir de boca. Luego le llovieron encargos similares. Por el despacho desfilaban todas las noches caballeros enmascarados y no pocas damas. Los carruajes creaban atascos frente al portal. Los verdaderos criminales, como no tenían nada que ocultar, acudían al despacho en horas de consulta, a plena luz y sin tapujos.

– Hay que ver -le decía a su esposa- lo bien que me está yendo todo.

Cada vez necesitaba más gente a su servicio; no sólo pasantes y secretarias, sino agentes capaces de moverse con soltura en los bajos fondos. A estos agentes los reclutaba donde podía, sin reparar en sus antecedentes.