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Fue, paso a paso, con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia, cargando deliberadamente con la amargura y el escepticismo de la derrota para sustraerlos a las piezas de metal en sus tumbas, a las corpulentas máquinas en sus mausoleos, a los cenotafios de yuyo, lodo y sombra, rincones distribuidos sin concierto que habían contenido, cinco o diez años antes, la voluntad estúpida y orgullosa de un obrero, la grosería de un capataz. Iba vigilante, inquieto, implacable y paternal, disimuladamente majestuoso, resuelto a desparramar ascensos y cesantías, necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquello con el único propósito de darle un sentido y atribuir este sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida. Paso a paso, oprimiendo sin ruido la suavidad del piso, sin dejar de mover los ojos a derecha e izquierda, hacia máquinas estropeadas, hacia bocas de casilleros tapados con telarañas. Paso a paso hasta salir al viento frío y débil, a la humedad que se agolpaba en neblina, ya perdido y atrapado.