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Josefina golpeó al perro y lo hizo ladrar: entraron juntos en la glorieta y la mujer miró sonriente y jadeando la cara de Angélica Inés, el perfil dolorido de Larsen, los platos olvidados en la mesa de cemento.

– No pido nada -dijo Larsen en voz alta-. Pero me gustaría volver a verla. Y le doy las gracias, tantas gracias, por todo.

Hizo chocar los tacones y se inclinó; fue a descolgar su sombrero mientras la hija de Petrus se levantaba y reía. Inclinándose otra vez, Larsen recogió el pañuelo de la silla.

– Ya es de noche -susurró Josefina. Apoyaba una cadera en el listón de la entrada y miraba la mano que ofrecía a los saldos del perro-. Salga que lo acompaño.

Guiado por el cuerpo de la sirvienta, Larsen se mezcló, sordo y ciego, con los reiterados vaticinios del frío, de los roces filosos de los yuyos, de la luz afligida, de los ladridos distantes.

Incauto y rejuvenecido, apretó la mandíbula de Josefina bajo la J y la P del portón y se inclinó para besar.

– Gracias, querida -dijo-. Sé agradecer. Pero ella le detuvo la boca con una mano.

– Quieto-dijo, distraída, como si hablara con un caballo manso.