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LA GLORIETA-II

De modo que Larsen ya estaba hechizado y resuelto cuando entró en lo de Belgrano, al mediodía siguiente y almorzó con Gálvez y Kunz. Nunca se supo con certeza si eligió encabezar la lista mensual de sueldos con cinco o seis mil pesos. En realidad, su preferencia por una y otra cifra sólo podía tener importancia para Gálvez, que escribía la lista a máquina, con varias copias, cada día 25, interrumpiéndose para frotarse la calva con ataques de furia. Cada día 25 volvía a descubrir, a comprender el absurdo regular y permanente en que estaba sumergido. La revolución periódica lo obligaba a interrumpirse y caminar, ir y volver por la gran sala desierta, las manos en la espalda, el cuello envuelto con la bufanda marrón, deteniéndose frente a la mesa de dibujo de Kunz para mostrarle la risa blanca, silenciosa, siempre exasperada y pronta.

De modo que fueron cinco o seis mil, puntualmente acreditados en los libros, cinco o seis, según las supersticiones de Larsen lo inclinaran a los números pares o nones. Había elegido la cifra y el resto y ahora llegaba cada mañana antes que nadie, pensaba, temblando de frío, sin admitir que sólo había aventajado a Gálvez y a Kunz, para instalarse en la pieza designada como asiento de la Gerencia General, el despacho dominado por el conmutador telefónico, con su entrevero negro de cables, ahora menos polvoriento y sucio, definitivamente sordo y mudo.

«Este pobre gordito, este difunto sin sepelio, esta hormiguita laboriosa», podría haber dicho Larsen de sí mismo dos meses antes, si hubiera podido verse entrar a las ocho de la mañana en el despacho de la Gerencia General, quitarse el sombrero, el sobretodo y los guantes, acomodar el cuerpo en la silla cubierta por cuero agujereado, y revisar las pilas de carpetas que había seleccionado y puesto encima del escritorio la tarde anterior.

Los timbres funcionaban, o volvieron a funcionar, desde que él dedicó una jornada a trabajar en los cables. Había pintado con letras negras Gerencia General sobre el vidrio escamoso de la mampara. Un la mitad de la mañana interrumpía el aburrimiento de los azules «muy señores nuestros» precedidos siempre por una fecha de cinco o diez años atrás; interrumpía las historias de precios, toneladas y peritajes, de ofertas e infaltables contraofertas, para apretar uno de los dos timbres sobre el escritorio, Gálvez o Kunz, arreglarse la corbata y ensayar en la soledad una mirada y una sonrisa. Ellos, uno u otro, empezaban a burlarse desde que oían la trabajosa agitación de la campanilla; golpeando la puerta, pedían permiso, lo llamaban señor.

No iba a cobrar, en todo caso, ni cinco ni seis mil pesos a fin de mes. Pero nadie le negaba la satisfacción de imponer un asiento con una sonrisa, con un manoteo afectuoso, al hombre que empujaba la puerta de madera y vidrio de la Gerencia General, Gálvez o Kunz, ni tampoco el placer demente de hacer preguntas y obtener respuestas sobre temas de sonido prestigioso y que muy probablemente no aludieran a nada: alternativas de la balanza de pagos, límites actuales de la compresión de las calderas.

Cruzaba las piernas, reunía las yemas de los dedos frente a la boca, atenta y escéptica la cara redonda, e imaginaba a veces ser el viejo Petrus, manejar sus experiencias y sus intereses.

Todas las mentiras, los disparates, las irritadas burlas que iba inventando el otro, uno de los dos, al otro lado del escritorio -con una oportuna profusión de sonrisas, de cabezadas, de mal calculados «señor Gerente General»- calentaban el corazón de Larsen.

– Entiendo, claro está, seguro, natural, lo que yo pensaba -iba diciendo en las pausas, alegre y discreto como si prestara dinero a un amigo.

Siempre al borde de los bostezos del mediodía, arrancaba una hoja del calendario de escritorio de años anteriores y apuntaba las palabras más extrañas que acababa de oír. Estaba deseando levantarse y abrazar al Gálvez o al Kunz, confesarse en una frase obscena, golpearle la espalda. Pero con voluntad y tristeza, no pasaba nunca de darle las gracias y despacharlo con un corto movimiento de la mano, con una sonrisa de amistad y aprobación.

Esperaba hasta oírlos salir; destrozaba pacientemente los papelitos atravesados por las palabras dudosas y extrañas, se ponía el sobretodo, el sombrero, los guantes, miraba desde un ventanal sin vidrios la soledad del hangar, de la tierra con agua y matas de yuyos que lo rodeaba, y hacía sonar los tacones sobre el piso polvoriento de la gran sala vacía. Entraba a lo de Belgrano por la puerta trasera de alambres que llevaba a las letrinas y al gallinero: se metía en su cuarto y esperaba el almuerzo leyendo El Liberal, tiritando en el sillón de mimbre y cretona raída, haciendo cortes de manga a los presagios que redoblaba el invierno contra el techo. Y por la tarde, al final de un día dedicado a remover, sacudir y hojear carpetas que registraban compras y trabajos que nada le decían a pesar de su empeño en imaginar, que nada podían significar ya para nadie, Larsen se aseguraba de que era el último en abandonar las oficinas, hacía girar cerraduras inútiles, y se iba hasta lo de Belgrano para afeitarse y ponerse la camisa de seda siempre limpia y reluciente, un poco gastada en los puños. Mentía destinos plausibles al patrón si lo tropezaba al salir y daba largos rodeos, dibujaba sobre calles y aceras de tierra caminos siempre distintos e irresolutos, senderos vagos, novedosos, hijos de la trampa y la duplicidad.

Más tarde o más temprano, hacía sonar la pesada campana, cruzaba el portón de hierro, mostraba a la sirvienta -ahora burlona, huraña- una sonrisa entristecida por represiones visibles, un pequeño gesto de la boca, una mirada que insinuaban la resignación e inducían a compartirla. Avanzaba detrás de ella sin necesidad ya de ser guiado, entre olores y alturas vegetales, descubierto, entre los dos muros de la noche rápida perforados por la inmovilidad blanca de las estatuas.

Sonreía sin sombra de resignación al llegar a la glorieta, cincuenta metros después del portón: él era la juventud y su fe, era el que se labra un porvenir, el que construye un mañana más venturoso, el que sueña y realiza, el inmortal. Y tal vez besara a la mujer antes de sentarse sobre su pañuelo desplegado en el asiento de hierro, antes de prolongar la sonrisa correlativa, la de embeleso y asombro: he suspirado todo el día por este momento y ahora dudo de que sea cierto.

O tal vez sólo se besaran después de haber oído a la sirvienta y a los ladridos del perro alejarse hacia la casa sostenida por los postes de cemento, la casa cerrada para él, Larsen. («Nada más que para ver, estar en los lugares donde vive, la sala, la escalera, la pieza de costura.» Había estado pidiendo. Ella se sonrojó y cruzó las piernas: estuvo gastando la risa al suelo y después dijo que no, que nunca, que tenía que invitarlo Petrus.)

O tal vez, por entonces, no se besaran. Es posible que Larsen alargara su prudencia y esperara el momento inevitable en que descubriría en qué tipo de mujer encajaba la hija de Petrus, con qué olvidaba María o Gladys coincidía, qué técnica de seducción podía usarse sin provocar el espanto, la histeria, el final prematuro. «Más loca que cualquier otra que pueda acordarme» -pensaba en su cama de lo de Belgrano, irritado y admirándola-. «Se ve que es de familia, que es rara, que nunca tuvo un hombre.»

Si era así, si el miedo al fracaso y a otra cosa que no podía determinar fueron más fuertes para Larsen que la conciencia del deber o del oficio que lo impulsaba a no demorar la toma de posesión, a establecer sin pérdida de tiempo la única base que podía dar un sentido a sus relaciones con mujeres, es legítimo admitir, como la versión más importante y rica de las entrevistas crepusculares en la glorieta, la que hubiera dado Angélica Inés Petrus en el caso de que fuese capaz de construir una frase:

«Empiezo a sudar, a dar vueltas, dos horas, una hora antes de que llegue. Porque tengo miedo y miedo también de que no venga. Me pongo crema y me perfumo. Le miro la boca cuando se levanta los pantalones para sentarse, cuando me río alzo la mano hasta los ojos y lo miro como quiero, sin vergüenza. En la glorieta él me toma la mano; tiene olor a bayrhum, a mí, a cuando papá estuvo fumando cigarros en el baño, a espuma seca de jabón. Puedo sentir náuseas pero no asco. Josefina, la Negra, se ríe; ella sabe todo y no me lo dice; pero no sabe eso que yo sé. Le hago caricias o un regalo para que me pregunte. Pero eso nunca lo preguntó, porque no sabe, no puede imaginarlo. Cuando está rabiosa se ríe, me pregunta cosas que no quiero entender. Crema y perfume; miro desde la ventana o lo beso a Dick, Dick ladra, quiere bajar y que lo acompañe. Pienso verdades y mentiras, me confundo, siempre sé cuando es la hora, apenas me equivoco, y él no tiene más remedio que venir en el momento en que yo digo «camina desde la esquina al portón».

Al principio yo hubiera querido que fuera hermano de papito y que tuviese la boca, las manos, la voz, distintas según las horas del día. Sólo esas cosas. Él viene y me quiere; tiene que venir porque yo no lo busqué. Ahora son amigos y están siempre juntos en la oficina cuando yo no los veo. Papá mira el cielo y tiene la cara sin brillo y flaca. El no es así. Bajo y lo espero, me pongo a reír con Dick y todo lo que encuentro, rápida, para estar sin risa, o sólo la que yo quiera tener, cuando él llega y me da la mano y empieza a mirarme. Entonces me río un poco y veo cómo se sienta: recoge los pantalones con los dedos, con dos golpecitos y se queda quieto con las piernas separadas. Pienso verdades de noche, cuando él no está y cuando encendemos velas a los santos y a los muertos. Pero en la glorieta siempre pienso mentiras; me habla, le miro la boca, le doy una mano, y él explica con paciencia quién soy y cómo. Pero también lloro. Cuando recuerdo la mentira en la cama me veo acariciar el pasto de la glorieta con los zapatos; nunca lo lastimo, trato de conocerlo. Pienso en mamá, en las noches siempre de invierno, en Lord durmiendo parado y la lluvia que le revienta en el lomo, pienso en Larsen muerto muy lejos, vuelvo a pensar y lloro.»