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– ¿Así que usted es el nuevo Gerente General? ¿Cuánto? ¿Tres mil? Perdone, pero como Gálvez está a cargo de la administración lo vamos a saber muy pronto. Tiene que anotarlo en los libros. Acreditado al señor Larsen, ¿Larsen, verdad?, dos o tres o cinco mil pesos por sus honorarios correspondientes al mes de junio.

Larsen lo miró, primero a uno, un rato, después al otro, tomándose tiempo; había construido una frase insultante, sonora, ideal para su voz de bajo y para el silabeo moroso. Pero no pudo comprobar que se burlaran; el más viejo, peludo y redondo, corpulento, encorvado como una araña, con la piel de la cara marcada por arrugas profundas y escasas, Kunz, lo miraba sin otra cosa que curiosidad y un brillo de ilusión infantil en los ojos renegridos; el otro, Gálvez, mostró con franqueza la dentadura de adolescente y se acarició calmoso la cabeza desnuda.

«Nada más que divertidos, como si buscaran un chisme para contárselo esta noche a las mujeres que no tienen. O que tal vez tengan, pobres desgraciados los cuatro. No hay motivo para pelear.»

– Es así, como dice -dijo Larsen-. Soy el Gerente, o lo voy a ser si el señor Petrus acepta mis condiciones. Además, no hace falta decirlo, tengo que estudiar la situación real de la empresa.

– ¿La situación real? -preguntó Gálvez-. Está bien.

– Recién conocemos al señor -dijo Kunz con un relámpago de sonrisa respetuosa-. Pero lo correcto es decirle la verdad.

– Un momento -interrumpió Gálvez-. Usted es el experto en alta técnica. Puede decir si las cosas se pudren por la humedad del río, o por el oxígeno. Al fin, todo se pudre, todo cría cáscara y hay que tirarlo o venderlo. Para eso está; y para conseguir negocios, Gerente Técnico, dos mil pesos. Nunca me olvido, ningún mes, de cargarlos a Jeremías Petrus Sociedad Anónima. Pero esto es otra cosa, esto es mío. Señor Larsen: suponiendo que usted decida aceptar el cargo de Gerente General, ¿puedo preguntarle qué sueldo piensa pedir? No es más que curiosidad, le pido que comprenda. Yo anotaré lo que usted diga, cien pesos o dos millones, con todo respeto.

– Algo entiendo de llevar libros -sonrió Larsen.

– Pero podría orientar al amigo -dijo Kunz, sonriente, sirviéndose vino-. Podría violar secretos y ayudarlo con antecedentes.

– Claro, ya estaba decidido -asintió Gálvez, agitando la cabeza calva-. Para eso le preguntaba. Sólo quería saber cuál era el sueldo de un Gerente General del astillero a juicio del señor Larsen.

– Debería decirle cuánto cobraron los anteriores.

– No me importa, gracias -dijo Larsen-. Lo estuve pensando. Por menos de cinco mil no me quedo. Cinco mil cada mes y una comisión sobre lo que pase más adelante -mientras alzaba el pocillo del café para chupar el azúcar, se sintió descolocado y en ridículo; pero no pudo contenerse, y no pudo dar un paso atrás para salir de la trampa-. Estoy viejo para hacer méritos. Con eso me arreglo, puedo ganar eso en otro lado. Lo que me importa es hacer marchar la empresa. Ya sé que hay millones.

– ¿Qué tal? -preguntó Kunz a Gálvez, inclinando la cara sobre el mantel.

– Bueno, está bien -dijo Gálvez-. Espere -se acarició el cráneo y aproximó a Larsen la sonrisa-. Cinco mil. Lo felicito, es el máximo. Tuve gerentes generales de dos, de tres, de cuatro y de cinco. Está bien, es un sueldo para el puesto. Pero permítame; el último de cinco mil, otro alemán, Schwartz, que pidió una escopeta prestada para matarme a mí o al señor Petrus, pionero, no se sabe con certeza, y estuvo una semana haciendo guardia en la puerta de atrás, entre mi casa y el edificio, y al fin disparó, dicen para el Chaco, trabajaba por cinco mil hace un año. Es por ayudarlo. Yo sé que la moneda bajó mucho desde entonces. Usted podría pedir, ¿no le parece, Kunz?, seis mil.

– Me parece correcto -dijo Kunz, peinándose la melena con las manos, repentinamente serio y triste-. Seis mil pesos. No es demasiado, no es poco. Una suma adecuada al puesto.

Entonces Larsen encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás, sonriente, condenado a defender algo que ignoraba, a pesar del ridículo y el error.

– Gracias otra vez -dijo-. Cinco mil está bien. Mañana empezamos. Les prevengo que me gusta que se trabaje.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, pidieron más café, dedicaron tiempo y silencio a ofrecerse cigarrillos y fósforos. Miraron por la ventana la calle gris y barrosa: Gálvez fue alzando a sacudidas la cabeza pelada para un estornudo que no vino, después pidió la cuenta y la firmó. En el último charco de la calle desierta el cielo se reflejaba, marrón y sucio. Larsen pensó en Angélica Inés y en Josefina, en cosas pasadas que tenían la virtud de consolarlo.

– Bueno, cinco mil si prefiere -dijo Gálvez, después de mirar a Kunz-. A mí me da lo mismo, es el mismo trabajo. Pero dicen, acá se sabe todo, que usted es casi el yerno. Lo felicito si es verdad. Una chica muy buena y los treinta millones. No en efectivo, claro, no todo suyo; pero nadie se animaría a discutirme que es el capital social.

Perdido y empezando a saberlo, provocador y lánguido, Larsen movió los labios y la lengua para cambiar de lugar al cigarrillo en la boca.

– En cuanto a eso no hay nada concreto y es personal -dijo con lentitud-. A ustedes, sin ofensa, sólo debe importarles que soy el Gerente y que mañana empezamos a trabajar en serio. Esta tarde la voy a dedicar a mandar telegramas y hablar por teléfono a Buenos Aires. Hoy hagan lo que quieran. Mañana a las ocho estoy en la oficina y vamos a reorganizar las cosas.

Se levantó, se puso sin convicción el sobretodo ajustado. Estaba triste, irresoluto, buscando en vano una fórmula de adiós que pudiera fortalecerlo, sin otro recurso que el odio, actuando, como en una borrachera, por medio de impulsos en que no era posible creer.

– A las nueve -dijo Gálvez alzando la sonrisa-. Nunca llegamos antes. Pero si me necesita, se corre hasta la casita al lado del cobertizo, del hangar, y me llama. A cualquier hora, no molesta.

– Señor Larsen -Kunz se levantó con una expresión de inocencia donde se marcaban las arrugas como cicatrices-. Mucho gusto en comer con usted. Serán cinco mil, como usted mande. Pero permítame decirle que pide poco; una miseria en realidad.

– Adiós -dijo Larsen.

Pero esto sucedió demasiado tarde, veinticuatro horas después. Aquel mediodía de la entrevista con Petrus, ya Gerente General, aunque no hubiera elegido aún su sueldo, Larsen olvidó el almuerzo y después de evocar los cuerpos, las preocupaciones, los gestos desaparecidos del enorme salón que habían dividido las oficinas, empezó a bajar, lento y ruidoso, la escalera de hierro que llevaba a los galpones y a los restos del muelle.

Descendió con torpeza, sintiéndose en falso y expuesto, estremeciéndose con exageración cuando, en el segundo tramo, las paredes desaparecieron y los escalones de hierro rechinantes giraron en el vacío. Caminó después sobre la tierra arenosa y húmeda, cuidando los zapatos y los pantalones de las ramas de los yuyos. Pasó junto a un camión con las ruedas hundidas; quedaban algunas piezas carcomidas en el motor descubierto. Escupió hacia el vehículo y a favor del viento. «Parece mentira. Y el viejo no ve eso. Más de cincuenta mil si lo hubieran cuidado, con sólo meterlo bajo techo.» Enérgico, irguiéndose cruzó frente a una casilla de madera con tres escalones en el umbral y entró en el enorme galpón sin puertas que aprendería a llamar cobertizo o hangar.

A pesar de la luz gris, del frío, del viento que gemía en los agujeros de las chapas del techo, de la debilidad de su cuerpo hambriento, caminó, pequeño y atento, entre máquinas herrumbradas e incomprensibles, por el desfiladero, que formaban las estanterías enormes, con sus nichos cuadrilongos rellenos de tornillos, bulones, gatos, tuercas, barrenas, resuelto a no ser desanimado por la soledad, por el espacio inútilmente limitado, por los ojos de las herramientas atravesados por los tallos rencorosos de las ortigas. Se detuvo en el fondo del galpón, cerca de una pila de balsas para naufragio -«ocho personas en cada una, tela como un colador, madera impudrible, bandas de goma, mil pesos y me quedo corto»-, para recoger un plano azul con maquinarias y letras blancas, embarrado, endurecido, con largas hojas de pasto ya inseparables.

– Flor de abandono -dijo en voz alta, amargo y despectivo-. Si no sirve, se archiva. No se tira en los galpones. Esto tiene que cambiar. El viejo que lo tolera debe estar loco.

Ni siquiera hablaba para un eco. El viento descendía en suaves remolinos y entraba ancho, sin prisas, por un costado del galpón. Todas las palabras, incluyendo las sucias, las amenazantes y las orgullosas, eran olvidadas apenas terminaban de sonar. No había nada más, desde siempre y para la eternidad, que el ángulo altísimo del techo, las costras de orín, toneladas de hierro, la ceguera de los yuyos creciendo y enredándose. Tolerado, pasajero, ajeno, también estaba él en el centro del galpón, impotente y absurdamente móvil, como un insecto oscuro que agitara patas y antenas en el aire de leyenda, de peripecias marítimas, de labores desvanecidas, de invierno.

Se guardó el plano en un bolsillo del sobretodo, tratando de no mancharse. Con un lado de la boca sonrió, indulgente y viril -como a viejos rivales, tantas veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un hábito-, a la soledad, al espacio y a la ruina. Juntó las manos en la espalda y volvió a escupir, no contra algo concreto, sino hacia todo, contra lo que estaba visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o imágenes; contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago, y la muerte. Escupió sin sacudir la cabeza, con una coordinación perfecta de los labios y la lengua; escupió hacia arriba y hacia el frente, experto y definitivo, siguiendo con impersonal complacencia la parábola del proyectil. No pensó la palabra oficina ni la palabra escritorio; pensó: «Voy a instalar mi despacho en la pieza donde está el conmutador ya que el viejo se reservó la más grande, la que tiene o le quedan mamparas de vidrio.»

Debían ser las dos de la tarde; Gálvez y Kunz habrían vuelto ya para completar el inventario; era imposible conseguir un almuerzo en el Belgrano. Separando vigorosamente el lomo de la pila de balsas que se estropeaban bajo una rotura del techo, con las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, seguro con exactitud de los centímetros de su estatura, del ancho de los hombros, de la presión de los tacones sobre la tierra perennemente húmeda, sobre los pastos tenaces, se puso en marcha hacia la entrada del galpón. Iba con el sombrero descuidado en la cabeza, los ojos moviéndose a compás, desconfiados por deber, para pasar revista a las filas de máquinas rojizas, paralizadas tal vez para siempre, a la monótona geometría de los casilleros colmados de cadáveres de herramientas, alzada hasta el techo del edificio, continuándose, indiferente y sucia, más allá de la vista, más allá del último peldaño de toda escalera imaginable.