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Regresaban, en realidad, como sabían todos los que hablaron con ellos y como ellos mismos admitían, de Puerto Astillero, un sitio cualquiera de la costa, con colonos alemanes y rancheríos de mestizos rodeando, junto con el río, el edificio de Petrus S.A., un cubo gris de cemento desconchado, un abandono que ocupaban formas de hierro herrumbroso. Llegaban de un punto que sólo separaban de Santa María algunos minutos de lancha, poco más de dos horas para el hombre resuelto o desesperado que se forzara, andando, un camino entre alumbrados de quintas y montes de sauces. Sus ojos, apartándolos de los amables escuchadores de sus cuitas imprecisas y enardecidas por el regreso, los unía, los soldaba para siempre a otros gerentes de jerarquía diversa que habían cruzado en retirada la ciudad y a los que habrían de llegar en el futuro. Eran ojos, miradas, con un destello sorprendentemente duro pero jubiloso. Estaban, los gerentes, de vuelta; agradecían las maderas, las manos, los vidrios que palpaban, las bocas que les hacían preguntas, las sonrisas, las lástimas y los asombros.

Pero este júbilo de sus ojos no era el de retorno de un destierro, o no sólo eso. Miraban como si acabaran de resucitar y como seguros de que el recuerdo de la muerte recién dejada -un recuerdo intransferible, indócil a las palabras y al silencio- era ya para siempre una cualidad de sus almas. No volvían de un lugar determinado, según sus ojos; volvían de haber estado en ninguna parte, en una soledad absoluta y engañosamente poblada por símbolos: la ambición, la seguridad, el tiempo, el poder. Volvían, nunca del todo lúcidos, nunca verdaderamente liberados, de un particular infierno creado con ignorancia por el viejo Petrus.)

La música se refería a la fraternidad y al consuelo. Larsen escuchaba con la cabeza ladeada, la copa sujeta por las manos que colgaban entre las rodillas, tolerante, sin fe en ningún sentido o resultado imaginable de la entrevista, seguro de que bastaba durar para vencer.

– Pero no crea, doctor. No nos moriremos de hambre. Organicé a la gente, el personal superior que queda, y no hay motivo de queja. Y tampoco pienso irme.

– Sí, tal vez sea usted el hombre que necesitaba Petrus, el hombre justo para aquello. No tiene nada de cómico, de increíble, aunque es seguro que me hubiera reído si viniera otro a contármelo. Es raro que aquí nadie supiese nada.

– Puerto Astillero está muerto, doctor. Apenas si atracan las lanchas, nadie llega ni se embarca. Hoy mismo, para venir, tuve que alquilar una lancha de pescadores -sonrió con desdén y excusa; el nuevo disco ensalzaba convincente la esperanza absurda.

– Así que usted está allí -dijo Díaz Grey, con repentina alegría-. Todo está bien, todo está en orden. Déjeme hablar; casi nunca bebo, aparte de la cuota de las siete de la tarde en el bar del hotel. Y siempre, casi siempre, la misma gente, las mismas cosas. Usted y Petrus. Tendría que haberlo profetizado; me doy cuenta y me avergüenzo. No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida. Pero nos educaron mal, exigimos ser mal educados. Tal vez usted no, tampoco Petrus -sonrió cariñosamente y llenó la copa que había dejado Larsen sobre el escritorio; después la suya, lentamente, sosteniendo con velada piedad la sonrisa. Oyó el chasquido de la máquina en el silencio: sólo quedaba una cara de disco, no había lluvia ni viento.

– La última, doctor -pidió Larsen-. Me quedan algunas cosas que hacer esta noche y muy importantes. No se imagina el gusto de verlo y estar así con usted. Siempre pensé y dije que el doctor Díaz Grey era lo mejor del pueblo. Salud. No hay sorpresas en la vida, tiene razón; por lo menos para los hombres de veras. La sabemos de memoria, permítame, como a una mujer. Y en cuanto al sentido de la vida, no se piense que hablo en vano. Algo entiendo. Uno hace cosas, pero no puede hacer más que lo que hace. O, distinto, no siempre se elige. Pero los demás…

– Los demás también, créame -dijo el médico con paciencia, con la costumbre de ser claro y obvio que le habían inculcado en la Facultad para beneficio de los enfermos pobres-. Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal. También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la Gerencia General y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan. Petrus necesita un gerente para poder chicanear probando que no se interrumpió el funcionamiento del astillero. Usted quiere ir acumulando sueldos por si algún día viene el milagro y el asunto se arregla y se puede exigir el pago. Supongo.

Era la última carga de disco y abogaba por la adopción de una enajenada forma del consentimiento que nunca podría crecer espontáneamente en un hombre. «No tengo que preocuparme de que entienda. Se me ocurre que no lo volveré a ver. Puedo hablarle, no a él, no a lo que él sabe, sino a lo que él significaba para mí.»

– Usted gana, doctor. En cuanto a eso. Pero hay algo más -sonrió como si agregara una felicitación pública y para esconder la parte más valiosa de algo más: su locura, los cálculos sobre metalización, los presupuestos por reparaciones de cascos de barcos que tal vez yacieran ahora tumbados en un fondo submarino, los delirios solitarios en el cobertizo en ruinas; su esclavizado, viril amor por todos los objetos, los recuerdos no vividos y las almas en pena que habitaban el astillero.

– Habrá; ya estaría en el hotel con Petrus si no hubiera. Usted dice, Larsen, que uno no es siempre lo que hace. Puede ser. Pienso en lo de antes, en el sentido de la vida. El error está en que pensamos lo mismo de la vida; que no es lo que hace. Pero es mentira; no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos-pero no pudo animarse y sólo pensó: «y esto tiene un sentido claro, un sentido que ella, la vida, nunca trató de ocultar y contra el cual estúpidamente luchan los hombres desde el principio con palabras y ansiedades. Y la prueba de la impotencia de los hombres para aceptar su sentido está en que la más increíble de todas las posibilidades, la de nuestra propia muerte, es para ella cosa tan de rutina; un suceso, en todo momento, ya cumplido».

La púa rascó unas vueltas en el silencio, hubo otro chasquido, el anuncio del sosiego. Díaz Grey se sintió vacío y aburrido, examinó un confuso remordimiento.

– De tener razón, doctor. Pero yo, por mí, nunca busqué complicaciones. Hay otra cosa, como bien dice -se miró los zapatos opacos por la humedad y se estiró los calcetines.

– ¿Usted conoce a la hija de Petrus? Angélica Inés. Estamos comprometidos.

Incapaz de reírse, jugando con la idea de que la entrevista era un sueño o por lo menos una comedia organizada por alguien inimaginable para hacerlo feliz durante unas horas de una noche, Díaz Grey retrocedió en el asiento arrastrando un cigarrillo sobre el escritorio.

– Angélica Inés Petrus -murmuró-. Y yo dije hace un rato, humildemente, con poca fe: usted y Petrus. Me parece perfecto, todo es perfecto en el segundo momento.

– Gracias, doctor. Ahora, que hay algo. Usted ya lo comprende -sin esperanzas ni intención de ser creído, como un simple homenaje amistoso, Larsen dejó de mirarse los pies y alzó hacia el médico la mejor expresión de inocencia, de honrada inquietud y sinceridad que le era posible componer a los cincuenta años. Díaz Grey asintió como si la repugnante y desinteresada intención de conmover que mostraba la cara de Larsen hubiera sido una frase. Esperó estremecido-. Nos queremos, claro. Todo empezó en casi nada, como siempre sucede. Pero es un paso serio. Lo más importante de mi viaje, con esta lluvia y en una lancha de pescadores, era hablar con usted del problema. Puede haber hijos, puede ser que el matrimonio la perjudique.

– ¿Cuándo se casan? -preguntó Díaz Grey con fervor.

– Eso. Comprenda que no puedo estar haciéndola perder el tiempo. Yo quisiera saber, respetando el secreto profesional…

– Bueno -dijo Díaz Grey, acercando el cuerpo al escritorio, bostezando y sonriendo después plácidamente con los ojos llenos de lágrimas-. Es rara. Es anormal. Está loca pero es muy posible que no llegue nunca a estar más loca que ahora. Hijos, no. La madre murió idiota aunque la causa concreta fue un derrame. Y el viejo Petrus, ya le dije, simula la locura para no quedarse loco del todo. Es duro de decir, pero sería mejor que no tengan hijos. En cuanto a vivir con ella, usted la conoce, me imagino; sabrá si puede soportarla.

Se levantó y volvió a bostezar. Larsen destruyó velozmente su cara de preocupada inocencia y fue a recoger de la camilla, con un crujido de rótula, el sobretodo y el sombrero.

Ahora, en la incompleta reconstrucción de aquella noche, en el capricho de darle una importancia o sentido históricos, en el juego inofensivo de acortar una velada de invierno manejando, mezclando, haciendo trampas con todas estas cosas que a nadie interesan y que no son imprescindibles, llega el testimonio del barman del Plaza.

Acepta que una noche de lluvia, durante aquel invierno, un hombre coincidente con la descripción de Larsen que le fue proporcionada, abundante, contradictoria en ciertos puntos porque los entusiasmos variaban, se acercó al mostrador y preguntó si el señor Jeremías Petrus «paraba» en el hotel.

«Era una palabra vieja y por eso dejé de pensar en el Simmons Fizz y lo miré dos veces. Ya casi todos dicen «alojarse» o «encontrarse»; y algunos de la Colonia, hombres hechos, que tal vez no hayan nacido aquí, «estar de paso». Este decía «parar» sin sacarse las manos de los bolsillos del sobretodo, ni tampoco el sombrero; no había dado las buenas noches o no se las oí. Esa palabra vieja, es posible que ayudada por la voz, me hizo pensar en tiempos de juventud, en café de esquinas de barrios. Cosas. Cuando el tipo habló yo estaba sin nada que hacer, la sala casi vacía y nadie en el mostrador, limpiando algún vaso con una servilleta aunque no me corresponde, y los vasos están siempre limpios. Yo estaba pensando en el negro Charlie Simmons y en el fizz que había hecho y bautizado y en la evidencia de que la receta que me transmitió era falsa. Porque me la dijo en cuanto se la pedí, porque la bebida que sale, de un color muy lindo, es sinceramente maléfica y porque nunca, en realidad, lo vi preparando. Él estaba entonces, duró poco, en el Ricky, que después se llamó Noneim, y después no sé. Pensaba distraído en eso y en otra cosa anterior. Entonces vino el hombre, que tal vez sea quien usted dice, aunque nunca lo vi antes, cuando vivió en Santa María. Más bien bajo, seguro, engordando, yendo para viejo pero todavía con cuerda y con aire de no enterarse del almanaque. Tendría que haberle dicho que se dirigiera al conserje, Tobías, el que anota y anda con las llaves. Pero la frase ésa, si «para» en el hotel, la palabra más bien, me ganó y le contesté. Le dije que sí y en qué habitación. Todos sabíamos y comentamos el asunto: el viejo Petrus enfermo o haciéndose el enfermo, metido desde la mañana en el 25, que tiene living y se reserva para novios, sin haber pedido durante todo el día otra cosa que una botella de agua mineral, sin que nadie supiera, por más que dijeron, si el francés se atrevería a presentarle la cuenta, ésta y las atrasadas, sólidos miles de pesos. Y no para verlo firmar arriba de la cuenta sino en un cheque con fondos, contra algún banco que no puedo imaginarme pero que, por qué no, tendría que llamarse Petrus y Compañía o alguna cosa como Petrus y Petrus. Sólo así. Cabeceó para darme las gracias y se puso a caminar en dirección al ascensor. Quería chistarle y decirle que llamara antes por el interno; me dejé estar y siguió caminando. Era como me dice: naturalmente pesado pero exagerándolo, negro de ropas, taconeando mientras pudo en el silencio del bar vacío, sin ruido después sobre la alfombra del corredor, la espalda arqueada como si estuviera llevando con el pecho alguna cosa por delante. El pobre. La otra cosa anterior en que yo pensaba se le ocurre a cualquiera. Pensaba en el negro Charles Simmons, el hombre mejor vestido que vi nunca; en la vez, que alguna vez tuvo que ser, en que se distrajo revolviendo un gin fizz con una cuchara larga y se le ocurrió que lo que hacía podía mejorarse o que era posible hacerse famoso con cualquier cambio de medidas o ingredientes sin dar nada nuevo o mejor. Que es lo que no sé y me sigo preguntando.»