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Había vuelto a cerrar los ojos y era evidente que lo estaba echando y que no le importaba de veras que el título falso llegara o no al juzgado. Se divertía ahora de esta manera y continuaría divirtiéndose de la otra. Desde muchos años atrás había dejado de creer en las ganancias del juego; creería, hasta la muerte, violento y jubiloso, en el juego, en la mentira acordada, en el olvido.

Un poco rabioso por la envidia, apocado por una confusa admiración, Larsen caminó en puntas de pie hasta rescatar de la chimenea de estuco el sombrero deformado por la lluvia. Con dos dedos lo encajó en el ángulo habitual y, siempre de puntillas, fue de regreso hasta la cama y miró bien, de arriba abajo, erguido, las manos en los bolsillos.

Casi perpendicular a las mantas, la máscara blanca y amarilla, calva, cejinegra, parecía dormir; la boca fina y vencida, estaba apretada sin esfuerzo. «Quedan pocos como éste. Quiere que lo liquide a Gálvez, a la mujer preñada, a los perros mellizos. Y él sabe que para nada. Voy a despedirme; si despierta y mira, lo escupo.»

Sin doblar las rodillas, se inclinó hasta besar la frente de Petrus. La cara siguió quieta, entregada y a salvo, recóndita, amarilla. Larsen se enderezó y estuvo moviendo un dedo contra el ala del sombrero. Balanceándose y sin ruidos cruzó la salita oscura, llegó a la puerta y la abrió; en la habitación del fondo del corredor, el hombre y la mujer que habían pasado conversando un rato antes discutían ahora furiosos, con la sordina del viento, de las maderas y la distancia.