– Deje, que yo atiendo.
Dos metros abajo, en la puerta cancel que no se cerraba nunca con llave, Larsen se quitó el sombrero para sacudir la lluvia y saludó sonriendo y disculpándose.
– Suba -dijo Díaz Grey. Entró al consultorio y dejó la puerta abierta; esperó apoyado en el escritorio, oyendo el chapoteo del agua en los zapatos del hombre que subía, tratando de animar los recuerdos que rodeaban aquella voz ronca, aquella sonrisa torcida.
– Salud -dijo Larsen en la puerta, quitándose el sombrero que había vuelto a ponerse-. Le voy a dejar el piso a la miseria -dio unos pasos y volvió a sonreír, de manera distinta ahora, ya sin humildad ni cortesía, la cabeza hacia un hombro, los ojos hundidos entre arrugas escasas y profundas, esféricos y calculadores-. ¿Se acuerda? Díaz Grey se acordó de todo; inmóvil contra el escritorio, mordiéndose suavemente los labios, sintió que iba llenándose de entusiasmo por el recuerdo y de una absurda lástima por el hombre que chorreaba lluvia en silencio sobre el linóleo. Le apretó la mano y puso otra sobre el hombro empapado y frío.
– ¿Por qué no se saca el sobretodo y se sienta? Tengo una estufa eléctrica. ¿Quiere que la traiga? -se sentía protector, más fuerte que Larsen, desinteresado, y no le importaba mostrarlo.
Larsen dijo que no. Con una mano blanda se quitó el sobretodo y fue a dejarlo, junto con el sombrero, encima de la camilla.
«Pero él nunca estuvo aquí, nunca me trajo alguna de las mujeres para que la abriera innecesariamente con el espéculo. O podía haber llegado alguna tarde, en una era anterior a los antibióticos, para pedirme con un retorcido orgullo, de amigo a amigo, que le aplicara la sonda. Y sin embargo, se mueve como si conociera de memoria el consultorio, como si esta visita fuera un calco de muchas noches anteriores.»
– Doctor -rezongó Larsen con una mentirosa solemnidad, buscándole los ojos.
Díaz Grey le acercó una silla cromada y fue a sentarse detrás del escritorio. «El rincón del biombo más allá de su hombro izquierdo, la camilla donde estiró el sobretodo como a un muerto -el sombrero encima de una plana cara invisible-, los estantes de la biblioteca, las ventanas donde vuelve a golpear la lluvia.»
– Tiempo sin verlo -dijo.
– Años -asintió Larsen-. ¿Fuma? Es cierto, casi nunca fumaba -encendió el cigarrillo, en un principio de rabia, porque algo se le estaba escapando, porque se sentía aislado y expuesto en la incómoda silla de metal y cuero en el centro del consultorio-. Primero, entienda, quiero pedirle disculpas por todas las molestias de aquel tiempo. Usted se portó muy bien, y sin obligación, sin que le fuera nada en el asunto. Le vuelvo a dar las gracias.
– No -dijo Díaz Grey, lentamente, resuelto a explotar la noche y el encuentro hasta donde fuera posible-, hice lo que entonces me pareció bien hacer, también lo que me gustaba hacer. ¿Sabe que el padre Bergner murió?
– Lo leí hace tiempo. ¿Lo habían ascendido, no? Creo que le dieron otro puesto en la capital de la provincia.
– No, nunca salió de aquí. No quiso irse. Yo lo atendí en la enfermedad.
– No me lo va a creer. Pero después que pasaron las cosas, me convencí de que el cura era un gran tipo. Él en su lado, yo en el mío.
– Espere -dijo el médico, levantándose-. Le va a venir bien después de la mojadura.
Fue hasta el comedor y volvió con una botella de caña y dos vasos. Mientras servía escuchaba la delgada cortina de lluvia en la ventana, el silencio campesino detrás; sintió un escalofrío y ganas de sonreír como si le estuvieran contando un cuento en la infancia.
– De contrabando -ponderó Larsen, alzando la botella.
– Sí, debe ser, la traen en la balsa -volvió a sentarse detrás del escritorio, nuevamente seguro y capaz de protegerse con la indiferencia, como si Larsen fuera un enfermo-. Espere -volvió a decir, mientras el otro bebía. Fue hasta el rincón de la vitrina de instrumentos, desconectó el teléfono y regresó a la silla del escritorio.
– Muy buena. Seca -dijo Larsen.
– Sírvase usted mismo. Usted pensó eso, del padre. Yo pensé, y lo sigo creyendo, que él y usted se parecían mucho. Claro que es un parecido largo de explicar. Además, todo eso es historia vieja. Y usted habrá venido a visitarme por algo. No supe que estaba en Santa María.
– No, doctor -dijo Larsen llenando los vasos- afortunadamente la salud anda bien. No estoy en Santa María. Y créame, no la hubiera vuelto a pisar si no fuera porque quería verlo. Ya le voy a explicar -alzó los ojos y remedó, gravemente, la mueca que hacía con la boca al sonreír-. Estoy en Puerto Astillero, en lo de Petrus. Me ofreció la Gerencia y allí estoy.
– Sí -asintió Díaz Grey con cautela, temeroso de que el otro dejara de hablar, agradecido a lo que la noche había querido traerle, incrédulo. Bebió un trago y sonrió como si comprendiera y aprobara todo-. Sí, conozco al viejo Petrus, a la hija. Tengo clientes y amigos en Puerto Astillero.
Volvió a beber para esconder su alegría y hasta pidió un cigarrillo a Larsen aunque tenía una caja llena encima del escritorio. Pero no deseaba burlarse de nadie, nadie en particular le parecía risible; estaba de pronto alegre, estremecido por un sentimiento desacostumbrado y cálido, humilde, feliz y reconocido porque la vida de los hombres continuaba siendo absurda e inútil y de alguna manera u otra continuaba también enviándole emisarios, gratuitamente, para confirmar su absurdo y su inutilidad.
– Un puesto de gran responsabilidad -dijo sin énfasis-. Sobre todo en estos momentos de dificultad para la empresa. ¿Y Petrus lo conocía a usted desde hace tiempo?
– No, no sabe nada de la historia. Nadie sabe en Puerto Astillero. Más bien un encuentro fortuito, doctor. Me permití dar su nombre como referencia.
– Nunca me preguntaron -volvió a beber y escuchó la lluvia; se sentía ocupado por una curiosidad sin ansias, confiada. Dejó de mirar a Larsen, dejó de hablar y contempló los lomos de los libros en los estantes. En la mitad del silencio, Larsen carraspeó.
– A propósito. Dos cosas. Quería preguntarle, doctor. Yo sé que con usted se puede hablar.
«Este hombre envejecido, Juntacadáveres, hipertenso, con un resplandor bondadoso en la piel del cráneo que se le va quedando desnuda, despatarrado, con una barriga redonda que le avanza sobre los muslos.»
– En cuanto a Petrus -dijo Díaz Grey- está durmiendo en la esquina, en el hotel Plaza. Hablé con él, apenas, esta tarde.
– Lo sabía, doctor -sonrió Larsen-, y quién le dice que no es por eso que estoy aquí.
«Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.»
– Pregunte lo que quiera. Espere un momento -fue hasta el comedor e hizo funcionar el aparato de los discos; había dejado la puerta entornada, de modo que la música no llegaba más fuerte que la lluvia.
– Primero la empresa, doctor. ¿Qué cree? Usted tiene que saber. Digo, si hay probabilidades de que Petrus salga a flote.
– Hace más de cinco años que se discute eso en Santa María, en el hotel y en el club, a la hora del aperitivo. Yo tengo mis datos. Pero usted está allá, es el Gerente.
Larsen volvió a torcer la boca y se miró las uñas. Los dos se buscaron los ojos; ya no se oía la lluvia y el coro empezaba a llenar el consultorio. Breve y perezosa sonó una bocina en el río.
– Como en la iglesia -dijo Larsen con dulzura y respeto, cabeceando-. Le voy a ser franco. No me ocupo de la parte administrativa. Lo que hago por ahora es un estudio general, para empaparme del asunto, y examino los costos -alzó los hombros para disculparse-. Pero aquello es una ruina.
«Y justamente este hombre, que debía estar hasta su muerte por lo menos a cien kilómetros de aquí, tuvo que volver para enredarse las patas endurecidas en lo que queda de la telaraña del viejo Petrus.»
– Por lo que yo sé -dijo Díaz Grey- no hay la menor esperanza. No liquidaron todavía la sociedad porque a nadie puede beneficiar la liquidación. Los accionistas principales dieron el asunto por perdido hace tiempo y se olvidaron.
– ¿Seguro? Petrus habla de treinta millones.
– Sí, ya lo sé, lo oí también esta tarde. Petrus está loco, o trata de seguir creyendo para no volverse loco. Si liquidan cobrará cien mil pesos y yo sé que debe, él, personalmente, más de un millón. Pero mientras, puede seguir presentando escritos y visitando ministerios. Está muy viejo, además. ¿Usted cobra sueldo?
– No de manera efectiva, por ahora.
– Sí -dijo Díaz Grey, dulcemente-: he conocido otros gerentes de Petrus; muchos se despidieron en Santa María mientras esperaban la balsa. Una lista larga. Y no había dos parecidos. Como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca.
– Tal vez sea así, doctor.
– Los vi.
(Podrían haber sido cinco o seis, en tres años, los gerentes generales, o administrativos o técnicos de Jeremías Petrus, S.A.; que pasaron por Santa María, de regreso de un exilio que ellos no podían sentir como un mero alejamiento de lugares familiares o, por lo menos, susceptibles de ser entendidos y ubicados. No tan distintos, después de todo; emparentados por la pobreza o la miseria agresiva de sus ropas, fantásticas, dispares. Pero con un algo de vigilada decadencia, un aire común que parecía el uniforme del pequeño ejército formado por la locura infecciosa del viejo Petrus. Muchos otros, tal vez el doble, no habían sido vistos estableciendo en Santa María un nuevo contacto con el mundo hostil, adverso, pero que podía ser creído y desafiado. Algunos subieron a una lancha en Puerto Astillero y dispararon en cualquier dirección; otros pasaron por la ciudad cubiertos aún por un miedo que podía confundirse con el orgullo y los hacía incógnitos e invisibles. No tan distintos: hermanados, además, por una mirada, no vacía, sino vaciada de lo que había tenido y confesado antes, de lo que continuaban teniendo los ojos de los habitantes de aquel primer pedazo de tierra firme que pisaban al huir.