Lo decía como bromeando, mientras mi simio interior me susurraba: «Pero, ¡qué tío! ¡Cómo se sabe el papel, y qué papel ha escogido! Me gustaría saber quién es y de dónde viene. Por la cara parece bizantino». Efectivamente, pese a sus aires de hombre moderno, en su rostro alargado y oliváceo, que a veces me recuerda al tuyo, quedaba mucho de santo helénico, de cara trazada según las normas y los principios de un arte que inscribe el cuerpo humano en un sistema de círculos y cuadros en que se guarda respeto al Áureo Número. Aquella vez que me llevaron de visita a ese monasterio ruso instalado en las montañas que quedan hacia el oeste de la Northway, y que me dejaron curiosear en el taller del monje que pintaba iconos, en una tabla arrinconada y medio embadurnada se veía el esbozo de un rostro como el de Cagliostro. Cierta noche, ya no recuerdo cuál, nos dijo haber nacido en Mantinea.
Lo que me reveló, ahora no importa cuándo, fue exactamente esto, que es lo que nos concierne y me aconseja traerlo aquí: «Ni el pasado existe ni el futuro. Todo es presente, como bien advirtieron los teólogos cuando afirmaron que la vida entera de los hombres y del Cosmos, eso que llamamos historia y de la que una buena parte está aún por acontecer, es pura actualidad en la mente divina. Se equivocaron solamente en lo de Dios, que no existe (Ashverus sonrió y meneó la cabeza: tenía sus motivos para hacerlo); pero la historia, aun sin Mente a la que referirla, es pura actualidad, todo está sucediendo ahora mismo, y si nosotros lo percibimos como pasado, como presente y como futuro, a razón de organizaciones mentales obedece, a razón también de estructuras verbales. No fue esa supuesta fluencia que llamamos tiempo lo que determinó los de los verbos, sino al revés: al tiempo como experiencia y como realidad lo sostienen las palabras en cuanto expresión de un modo de estar la mente organizada». Y como yo mostrara, no sé si manifestada en gesto más o menos estupefacto (o quizá estúpido), cierta incomprensión o al menos algún escepticismo, Cagliostro continuó: «Usted habrá oído infinidad de veces el tópico del Libro de la Historia. Sin quererlo, queriendo acaso indicar justamente lo contrario, la frase, vaciada de su contenido convencional, puede después rellenarse de verdad. Fíjese en que, en un libro, coexisten el principio con el fin y con los medios, y sólo cuando se somete a una lectura que llamamos regular, su contenido se muestra como un antes y un luego. Pero, ¿quién duda que se puede leer de otra manera, el fin primero, la solución antes que el planteamiento? ¿Y que se puede avanzar y retroceder y detenerse, y andar de nuevo, y todas las combinaciones y experiencias temporales que se deseen? La coexistencia de todos los acontecimientos humanos permite a quien está en el secreto, a quien sabe contemplar la historia en su conjunto, un modo de lectura similar: desde el comienzo misterioso hasta el presente, que es lo que hacen los historiadores; desde el presente al futuro, que es lo que hacen los profetas, que es lo que hice yo cuando mostré a una reina la clase de su muerte, o lo que hizo Juan en Patmos cuando nos enseñó el modo de nuestro acabamiento, si bien con tal exceso de metáforas, analogías y precauciones, que resulta difícil averiguar cualquier cosa que no sea la de que nuestra muerte, la de todos, nos llegará por el fuego, aunque nadie, ni siquiera yo mismo, sepa cuándo, porque hacia esa parte del futuro la Historia se contempla algo oculta por la bruma. Es lo mismo que sucede, o parecido, cuando se intenta averiguar la fecha de la muerte personal: queda siempre hacia Poniente, y es tan móvil, que cuanto más uno se tuerce para verla más se le escurre». «Luego -le interrumpí-, ¿existen una derecha y una izquierda en ese panorama? ¿Es, quizá, como un cuadro?» «Exactamente. La anulación del tiempo beneficia al espacio. La historia es una especie de paisaje con figuras, aunque prácticamente interminable. Lo que seguimos llamando el pasado, queda a la izquierda; enfrente, lo presente, y el futuro a la derecha. El espacio es circular y giratorio. Lo mismo que no se abarca el fin se nos escapa el principio, aunque yo, por algunos barruntos, me incline a creer en la nebulosa.» Mi simio íntimo casi me golpeaba la conciencia con las carcajadas de su regocijo. Repetía: «¡Qué tío!» sin descanso, y llegó a distraer mi atención, y, lo que es más grave, me convenció hasta el punto de recibir la revelación de Cagliostro con ironía interior, con aparente respeto. «¿Y hace falta dormirse para verlo? -le pregunté-. Hipnotismo y cosas de ésas.» Quizá aquella mirada que me devolvió Cagliostro me llegase cargada de desdén. «A María Antonieta no necesité dormirla.» «Se valió usted de un globo de cristal.» «Sirve cualquier superficie reflectante: un vidrio de la ventana, la faz del mar cuando está calmo. La vez que aquí nuestro amigo (y señaló a Ashverus con un gesto) necesitó de ciertas comprobaciones, nos valimos de un espejo. El espejo tiene la ventaja, debida al marco, de que es posible asomarse a él e incluso arrojarse desde él a la corriente, o planear sin limitaciones.» «Posible, ¿en qué grado?» Se echó a reír. «Acaba usted de preguntarme si le es dado a usted mismo. ¡Pues claro que sí, hombre! La vista del conjunto de la historia es accesible a todo el que sea capaz de soportar realidades tan poco tolerables y, sobre todo, tan poco inteligibles como el infinito y el absurdo.» Creí que iba a explicarme por qué había usado aquellas dos palabras, en apariencia tan comprometedoras (aunque traídas frivolamente no quieran decir nada), y quedé suspenso, en espera: lo que él hizo fue salir de la habitación y volver al cabo de unos momentos cargado de un espejo, no muy grande, que situó frente a mí, encima de una silla: parecía velado, el espejo, aunque con velo interior que le restase profundidad e impidiese todo reflejo: yo, al mirarme, no me veía; y de pronto se encendió como detrás del cristal, quiero decir, con una luz remota y lechosa que se derramó por una superficie inabarcable, pululante como un hormiguero o una gusanera gigantescos. No hay memoria de que tal muchedumbre se haya reunido jamás, ni de que los mismos actos se repitieran más veces de las que yo, en lo poco que miraba, podía ver, pues todo era nacer, comer, reproducirse, y morir, y ningún otro acontecimiento destacaba, una batalla o una fiesta. Seguramente las había, unas y otras, pero el conjunto incalculable de la humanidad se las comía, y todo se veía igual, monótono e informe. «¿Le interesa algún suceso especial, algo verdaderamente extraordinario? Porque allí puede ver cómo le están abriendo el vientre a la madre de César, y un poco más abajo cómo el mismo César, algo más viejo, claro, cae bajo los puñales conjurados y cubre la cabeza con el manto. Por cierto que, si le interesa escuchar a Marco Antonio, verá que sus palabras verdaderas fueron algo menos hermosas que las que Shakespeare le atribuye, y no tan bien declamadas como las dice Marión Brando.» «En ese caso, le respondí, prefiero seguir leyendo a Shakespeare.» «¿Le gustaría asistir al estreno de Julio César en el Globe ? Cabalmente allí vemos Londres…» «Si no le importa, señor, preferiría contemplar un acontecimiento bastante más modesto. Sucedió en una aldea gallega, ribera de una ría, hace algo más de medio siglo: exactamente el día trece de junio de mil novecientos diez. Entonces nació un niño y me gustaría presenciar… No quiero decir el parto, naturalmente: según mis prejuicios, no estaría bien visto que yo estuviera presente como espectador de mi propio nacimiento, por aquello de ser mi madre la que grita.» Me pareció que Cagliostro me miraba con benevolencia sonriente; en cualquier caso, tuve ante mí la casa donde he nacido, la sala de esa casa, la alcoba de mi abuela, en la que a mi madre acababan de acostar. Era muy hermoso el día, mi padre lo contemplaba, o hacía como que tal, pues estaba nervioso, según mostraban los pies inquietos y los pitillos que iba fumando. Las mujeres entraban y salían, en la sala y en la alcoba, y se oían como gemidos remotos o reprimidos. Me preguntó Cagliostro si deseaba esperar a que aquello terminase, puesto que duraría seguramente algunas horas; yo respondí que no, que con el desenlace me bastaba, y entonces me mostró cómo sacaban de la alcoba a un recién nacido bien envuelto en sus pañales, lavado ya, y se lo mostraban a mi padre. Mi padre no sabía qué hacer. «¡Dale un beso hombre!», le dijo la que me traía en brazos, una de mis tías probablemente. Y mi padre me besó, entonces.
Esta visión escasamente duradera, en absoluto grandiosa, aunque indudable; la percepción insólita de acontecimientos y de personas que se extendían como en un desierto inmenso (ese desierto es, seguro, la Mente en que se realizan); la convicción de ser maciza y de bulto aquella gente y de que todos respiraban, me condujeron a tomar en serio y a recibir como verdad lo que el Gran Copto me mostraba, y tuve entonces la ocurrencia de rogarle que me ilustrase acerca de Napoleón, de quien probablemente había sido contemporáneo, o cuya época había atravesado, como quien desde los tiempos de El collar de la Reina ha llegado hasta aquí; a lo cual se echó a reír, y me ofreció que, si tenía interés, un interés razonable y discreto, me ayudaría a averiguarlo por mí mismo, aunque en otra ocasión. No sé por qué, Ariadna, interpreté aquella risa como la corroboración, por un testigo excepcional, de que Claire anda en lo cierto, porque si no significa que Napoleón no ha existido jamás, habrá que tomarla como el aserto convencido de que ninguno de nosotros existe: fue, sin duda, la risa que niega la realidad de todo, y aún es éste el momento en que, si la recuerdo, algo tiembla y se espeluzna en mi interior.