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Nunca te dije que tu cuerpo, visto desnudo algunas veces más, todas las que te bañaste en el lago, no es cuerpo de madre, ni siquiera de esposa: yo lo destinaría a otra clase de amor hecho de tempestad y tormenta. Mirándolo por la cortina entreabierta, lo alumbraba un poquito el sol poniente, era terrible y escueto como un relámpago; comprendí entonces por qué le gusta a Claire, y alguna vez te diré las razones, aunque no entiendo todavía por qué me gusta a mí, y temo que no podré jamás explicarlo satisfactoriamente, ni siquiera en las páginas de este cuaderno, donde puedo escribirlo todo, donde desearía hacerlo.

Hoy, sin embargo, no pensaba fantasear sobre tu cuerpo: tema que vino sin querer, imágenes traídas por una de esas asociaciones azarosas que tan fácilmente explican el alma en sus movimientos y nos la ponen de trasparente y comprensible como la exposición de un teorema. El alma, sin embargo tiene vacíos, agujeros oscuros como esos que los astrónomos dicen que existen en el espacio: abismos de la nada de los que un día emergerán las manos que han de agarrar al cosmos, las fauces que lo van a devorar. Bueno, hoy no pretendía hablarte de tu cuerpo, ni tampoco (al menos largamente) del asunto de Claire, que me dijeron en la universidad que va bastante mal, como que en su reunión los decanos han acordado nombrar un comité de especialistas que estudie el caso y dictamine si el sentido del humor derrochado en el libro lo exime por su propia exuberancia (y quizá por su peso) de toda pretensión científica y lo relega al ámbito inocente de la mera poesía, en cuyo caso Claire será perdonado, si bien a condición de que se disculpe en público (hay quien habla de organizar un simposio, pero yo opino, y así lo dije, que el único modo de explicar un libro es escribiendo otro). Pero en el caso contrario, aunque considerando que es la costumbre de los anglosajones expresarse con gracia, y cuanto más abstruso sea el tema más se procura enmascarar su gravedad, si Claire se empeña en que la pretensión científica del libro permanezca como su justificación y su sustancia, perderá la cátedra. Me revelaron en secreto a quiénes han elegido para el comité: pues gente tan inteligente como Jones, tan honrada como Jackson, tan sagaz como Wilson. Y, para ostentar la presidencia, que lo hará con un empaque como si verdaderamente fuera el presidente del país, un pavo real de tan brillantes plumas como Catskill, quien, como no ignora nadie, sólo desea el bien de Claire, al que por otra parte debe su puesto y su reputación. ¡Pues por eso! Fuera el libro una especie de Peter Pan, y lo presentarían como la prueba del esfuerzo frustrado a que un científico en declive se arriesga para mantener pendiente de su obra la atención del mundo entero. ¡R. I. P., Ariadna! ¡Pobre Claire!

Y, ¿sabes que pretendo ayudarle? Tú no te has dado cuenta todavía. Acaso piensas (o no te atreves a pensarlo) que te he traído conmigo para mirarte con libertad y sin prisas, para que charlemos juntos a esa hora del crepúsculo y de la anochecida en que sólo se dice lo esencial; acaso para distraer tu mente y apartarla del recuerdo y hasta del amor de Claire. Es posible que todo esto sea cierto. Bueno: lo es, y no lo ignoras. Pero, además está lo de la ayuda.

Hasta ahora nunca te he hablado del tiempo. Hoy necesito hacerlo ya, no en cuanto llegues, como siempre, con ganas de cerrar los ojos y de oírme disparatar acerca de bagatelas, con hambre acaso, o con exclamaciones exageradas de que vienes moribunda, de lo lejos que queda ya el sandwich de las once y media, de que te has aburrido más que un pulpo en un garaje (la frase es tuya); pues para el caso te tengo apercibido con qué saciarte, porque esta tarde me arriesgué caminando más allá del bosque, he llegado al downtown y allí compré algunas de las vituallas de las que sé que gustas: un montón de castañas asadas, higos secos tan griegos como tú, o al menos así me lo han asegurado. Comí uno de ellos: dulce y pastoso, y tenía la pulpa color de miel. Confío en que te recuerden tu tierra y en que llores un poco mecida de la nostalgia: momento, como puedes comprender, poco oportuno para metafísicas.

No te he hablado del tiempo. Lo voy a hacer ahora después de que hayas comido, cuando me digas que te apetece escuchar música, Vivaldi o Monteverdi, de esa que organiza el espíritu y que hace bailar el alma. O también es posible que cojas la guitarra y me cantes uno de esos poemas de Kavafis a los que puso música un candiota amigo tuyo. Me da igual, pero, si tuviera que elegir, te pediría que cantases, porque prefiero tu voz al violoncelo. Voy a hablarte del tiempo, y para eso he de referirme al Gran Copto, y antes que a él, a Ashverus, porque el uno trae al otro, porque el uno vino por el otro, con otros más, místicos todos y misteriosos, y al que busqué y hablé también durante uno de mis últimos viajes, cuando ya me inquietaba lo de Claire y los libros no respondían a mis preguntas. Acerca de esas amistades que tú ignoras, tengo algunas notas en mis papeles, y a lo mejor hablo de ellas un día, al margen de lo nuestro y del asunto de Claire, quiero decir, en otro de mis cuadernos; pero el Gran Copto pertenece a éste por derecho propio, como en seguida entenderás. En otro lugar y tiempo, aunque no muy lejanos, conté los términos de mi encuentro, una tarde, en Nueva York, con el Judío Errante. No sé de nadie que lo haya comentado, ni en privado ni en público, para extrañarse o para reírse, y estoy por sospechar que poca gente habrá leído las páginas en que lo cuento, de las autobiográficas precisamente, y no de amena invención: pues de no ser así, de haber sido relativamente conocidas, ¿cómo no iba a existir un lector lo bastante inteligente, lo bastante sensible como para detenerse en el hecho, como para interrogar al protagonista, o, de no creerlo tal, al narrador? Pero es el caso que jamás me preguntaron por Ashverus, hasta el punto de haberme hecho creer que la memoria de su nombre se haya perdido, pues no quiero pensar que se interprete el mío como relato fantástico, cuando no como invención burlona, de las que no pueden recibirse con la apetecida seriedad, sino con la irritación o la repulsa que reclama la mentira. Me veo, pues, precisado a repetir, aunque con menos palabras, que Ashverus y yo nos encontramos en un café de Nueva York una tarde de estío, y que en aquel momento se inició una curiosa amistad que aún mantenemos, aunque no ya como antaño, trato frecuente de entrevistas y demorados coloquios, sino de recados periódicos o de noticias indirectas que me llegan desde alguna parte del globo: Salisbury o Valparaíso, pues insiste en su oficio de procurar la paz allí donde se altera. Su última misiva rezaba textualmente:

«De Santiago tuve que salir pitando»,

y la tarjeta trae el matasellos del Callao.

No esperaba la menor relación de Ashverus con el libro de Claire ni con el tema de Napoleón. Ashverus no escribe historia: la viene haciendo desde hace aproximadamente dos mil años: de las maneras más peregrinas, en los lugares menos sospechados y siempre bajo nombres de los que nadie pudiera imaginar que encerrasen un gato. Si lo menciono aquí, si lo traigo a colación, es porque gracias a él conocí y traté en Nueva York a personas, frecuenté círculos, acerca de los que las policías suelen estar mal informadas, pero que no por eso dejan de tener su importancia, al menos para mí. Claro está que Nueva York, según alguna vez convinimos, es una de las ciudades peor conocidas del mundo, precisamente porque abunda la gente que presume de llevarla en la cabeza como un mapa, y que con el resultado de su experiencia escribe novelas o libros de sociología. Sucede por ejemplo que los hombres verdaderamente raros, esos que escapan a toda clasificación así como a las concepciones racionales, excluidos poco a poco de otros lugares donde va siendo difícil disimularse e ir tirando, han ido convergiendo en Nueva York, donde serían buscados si practicasen la antropofagia ritual o la poligamia, si negociasen descaradamente en la trata o en la droga; pero un inventor de religiones (pongo por caso frecuente), ¿a quién inquieta? ¿Y quién osa tomar en serio a cualquiera que se confiese inmortal? Así fue posible, así lo es todavía, que el que se llama a sí mismo Enoch, y asegura ser el de la Biblia, plante diariamente su tenderete y su bandera estrellada en una acera de la calle Cuarenta y Tres, casi esquina a la Quinta, y después de declarar que el Señor lo arrebató a los Empíreos hace unos cuantos siglos y que allá arriba permaneció vivo entre los santos y como quien dice en reserva, revele que viene ahora a la tierra para anunciar el fin del mundo, que llegará en un verdadero periquete, que está como quien dice al volver la esquina el siglo en que duramos, y a predicar en consecuencia el arrepentimiento y la penitencia. Del mismo modo, en un lugar no lejano al café en que nos conocimos Ashverus y yo, en un bajo chiquito de un edificio enorme, el que dice llamarse Elias v vende libros antiguos, a poca confianza que se tenga con él, cuenta a quien quiera escucharle lo del carro de fuego que le llevó por los aires: pues alguien me aseguró que uno y otro se encuentran cada día en un figón hebreo, y que hablan y no terminan de su experiencia en el Paraíso. A nadie impiden que se acerque, de nadie se recatan cuando hablan y, sin embargo, no les entiende nadie, y no porque hablen en una lengua arcaica, sino por referirse a un mundo que no podemos imaginar. Por cierto que al librero no le fue encomendada misión alguna, pero espera el encargo un día de éstos.

Pues ya van tres inmortales. Del cuarto te hablaré ahora mismo: no es de los milagrosos, muestra patente de que Dios lo puede todo, sino más bien de los técnicos, poseedor de un secreto químico que le permite mantenerse, lo cual le priva del halo trascendente y le confina a los límites de nuestra humanidad. Lo conocí por mediación de Ashverus y a petición mía, una noche de invierno, en un lugar extraño del Greenwich Village: extraño, no porque presentara o hiciese presentir circunstancias o caracteres extraordinarios, sino precisamente por su vulgaridad, tan evidente, tan llamativa y tan tranquilizadora: se descansaba en ella, protegía como el regazo de una madre, era una casita de dos plantas, con dos huecos en el alto y uno en el piso bajo, en cuya puerta llamó mi amigo de una manera convenida y en el que nos introdujo quien en seguida se presentó como el conde Cagliostro: sin sorpresa por ninguna de las partes, pues había sido advertido de quién era yo, de modo que fue una presentación convencional en las fórmulas, ceremonias y sonrisas. Me resultó agradable aquel a quien no sé si llamar farsante o tenerlo por la auténtica persona a que su nombre remite, y debo decir que otro tanto me sucedió con los otros, me sucede todavía: el Ashverus, y los dos emisarios del cielo, pues por alto que sea el refinamiento de una inteligencia, por rica que sea su experiencia en sucesos inhabituales, por ancha que sea su tolerancia intelectual, siempre queda en el interior de la conciencia, agazapado, esa especie de simio racional ahito de sensatez que desconfía de unos hombres porque se declaran inmortales, que los cataloga inmediatamente como impostores. Bastantes veces, a lo largo de mi vida, intenté desembarazarme de semejante personaje, expulsarlo de mí mediante los más increíbles exorcismos, sobre todo en aquellas ocasiones en que, por haber seguido sus consejos, cometí esa media docena de errores de que puedo arrepentirme y que me han ido conformando; pero no fue posible, porque él es yo mismo, es una parte indestructible de mí y, sobre todo, incansable en su charlatanería matemática y en su manera de advertir o de insultar: por símbolos más bien que por conceptos. Todo el tiempo que duraron mis relaciones con aquellos irreprochables caballeros, Enoch, Elias, Ashverus y Cagliostro, no hizo más que increparme y reírse de mí, de modo que temí, aquella noche en el Greenwich Village, que el huésped, tan amable, llegara a presentir sus carcajadas, que no son emocionales, como las de todo el mundo, sino cargadas de lógica. No debió de ser así, por cuanto Cagliostro mantuvo hasta el final su cortesía, no mostró desconfianza, ni siquiera suspicacia. Tampoco había motivos aparentes, pues yo le escuchaba entre arrobado y bobo, o, mejor dicho, escuchaba la conversación chispeante de aquellos personajes que, a lo largo de los dos últimos milenios, se habían encontrado muchas veces, amigos unas, otras en campos opuestos, y que se referían ahora a grandes acontecimientos o a personillas de las que no se guarda memoria: en cualquier caso, pedazos enteros del pasado parecían revivir en aquella conversación, y fue precisamente esa palabra, pasado, que pronuncié en una de mis escasas intervenciones, la que dio pie a Cagliostro para endilgarme un discurso que mejor parecía una lección de cátedra, como que comportaba nada menos que una interpretación desconocida de la historia y una nueva metafísica del tiempo. Pero, antes de repetir (siempre en la medida que permitan mis recuerdos) sus palabras o sus ideas, quiero dejar constancia de los preliminares de nuestra conversación, cuando le conté hasta qué punto su nombre y su figura me resultaban familiares y admirados, así como frecuentemente rememorados, incluso con emoción y terror, a partir de aquellos tiempos de mi infancia en que José Bálsamo, uno de sus muchos nombres, iba y venía y reclamaba mi atención en cuanto protagonista de unas novelas harto leídas. Evoqué sobre todo aquel comienzo de una de ellas en que Cagliostro, ignorado como tal por el lector, viajero anónimo y nocturno, asciende por la ladera de una montaña una noche de lluvia y viento, asciende pese a las voces que le aconsejan retroceder, que le amenazan si continúa, hasta que al fin, en las ruinas de un castillo probablemente gótico y tras un rito iniciático interrumpido y frustrado, resulta que el viajero y catecúmeno es nada menos que Cagliostro, el Grande Oriente de la Masonería. «¡Ah! -dijo él-. Era un buen tiempo aquél, era un buen tiempo, aunque más peligroso que éste. Pero yo no fui nunca masón, o al menos no lo fui de la especie racionalista, sino de la mística, y por eso me pasé a los Rosa Cruces hasta que pude fundar mi propia secta, o, si ustedes lo prefieren, mi propia organización. Hoy ya no soy el Grande Oriente, sino el Gran Copto, y como a tal me obedecen más de cien mil ciudadanos de este país; tengo pactos convenidos con los Templarios, y relaciones financieras con el Vaticano. La Casa Blanca ignora la magnitud de mi poder. El presidente puede, por supuesto, declarar la guerra y enviar bajo otros cielos marines y misiles, cosa que a mí me está vedada; pero si yo maquino una revolución, llevo el país a la ruina en menos de una semana. Claro que no me interesa hacerlo y que, en realidad, soy una potencia conservadora; pero alguna prueba menos aparatosa de mi poder quizá la dé algún día, aunque prefiera antes dar señal de mi ciencia, experiencia de siglos transmitida en secreto y con peligro, en la que se resumen los saberes que no convienen al Poder, que se oponen al Orden y que contradicen la Verdad. Mi ciencia es la única, la verdadera revolución».