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No me pareciste entonces muy distinta de las otras, si no fuera por el color de tu piel, por tus cabellos oscuros, por tus ojos; pero tampoco tu aspecto te singularizaba, a primera vista al menos, ya que chicas de tu aire las va habiendo cada vez más, hijas de emigrantes o, como tú, emigrantes ellas mismas. Tenía entonces alguna así en mis clases: a María la recuerdas, italiana, que se casó con Mario, francés de origen, y se marcharon a Honolulú; y a Vittoria, aquella que servía de camarera en L'École y escribió una tesis tan bonita sobre Gaspara Stampa. Ahora mismo, si no recuerdo mal, tengo una dálmata y una veneciana, pero ya no se les nota: han olvidado la lengua y comen, ¡ay!, perros calientes a troche y moche. Te puedo asegurar que ninguna de ellas ha venido ni creo que venga jamás a cenar a mi casa.

Aquella noche, nevando, sin automóvil, distante cuatro millas de tu rincón en la ciudad, no tenías más remedio que quedarte. Lo tratamos durante la cena o, con más exactitud, lo planteaste y resolviste por tu cuenta. «No tendrá incoveniente, dijiste, en que pase esta noche en el piso de Claire.» «Por supuesto que no.» «Y en que mañana salga a buscar mi coche antes de que usted despierte.» «No soy madrugador.» «Pero, si quiere, paso después a recogerlo y lo llevo a la universidad. Con esta nieve…»

2. – Querida Ariadna: ¿Ves cómo van enredándose las cosas, o mejor, unas palabras con otras, y se acaba escribiendo lo que no se tenía pensado? En las páginas que van delante hubiera debido recordar aquella primera tarde de la Isla, cuando fuimos a visitar la cabaña cuyo alquiler me habías aconsejado sin más razones que la tranquilidad del sitio y la inminencia del otoño, especialmente bello en aquel bosque. Todavía verdeaban los árboles, aunque en las granjas del camino hubiéramos comprado ya la sidra y las manzanas, y aunque en el aire quieto runruneasen los insectos su canción de despedida. Lucía un sol dorado que se estaba poniendo, y un pájaro cuyo nombre dijiste y he olvidado chillaba en unas matas. Franqueaste la puerta de la cabaña y me invitaste a entrar, como si fueras la huéspeda: igual en gesto y ademán a la primera vez que me llevaste a tu casa (me diste de comer huevos a la florentina, ¿lo recuerdas?, un menú de protesta contra el habitual bistec). Y como yo te lo hiciera notar, me respondiste: «La administración de la universidad me otorga un tanto por ciento muy sustancioso sobre la renta de la cabaña si consigo que algún amigo la alquile. Conviene ser amable con cualquier candidato, aunque seas tú». «Y si no es amigo, ¿no?» «Es que, si no es amigo, no me atrevo a proponérselo. Sabes que soy bastante tímida.» En fin, que yo hice caso a la invitación, más que por las palabras, por la gracia de tu cuerpo, curvado y sonriente. Penetraba la luz, amortiguada ya por los abedules del jardín, pero con fuerza para encender el aire. Una vez dentro, me lo mostraste todo, sin dejar un rincón, lo mismo lo poético que lo práctico: la habitación que en seguida llamamos del pirata, por su cama naval, sus grabados de pesca de ballenas y el barquito en un frasco colgado mismo en la cabecera. «Mira qué bien podrás trabajar aquí, cuando el salón te canse»: la mesa junto a la ventana, los plúteos vacíos del estante, un antiguo tintero de porcelana, de esos con agujeros para meter plumas de ave, que estaba allí quizás para anticuar el ambiente lo mismo que una palabra arcaica anticúa un párrafo entero. «¿No te gusta?» «¡Pues claro que me gusta! Pero colgaré el barquito embotellado aquí, junto a la mesa y a la altura de mis ojos, de modo que cuando los levante y mire, me invite el barco a soñar.» Entonces me llevaste a la cocina.

Hace de esto algunos días. ¿Cuántos llevamos aquí? Se me ocurrió escribir este cuaderno a la semana justa de la llegada, es decir, el domingo, pero no empecé a hacerlo hasta la tarde del lunes, cuando volvimos de la universidad y te encerraste a preparar unos temas urgentes. A la tarde siguiente no hice nada: fue la del martes y la pasé recorriendo la Isla, especie de Robinson maravillado por los colores del bosque, por las ardillas que no escapaban a mi paso, y por una pareja de faisanes que casi pude acariciar: me senté en una suerte de plazoleta que ya te mostraré, y me puse a cantar como un mancebo o como Tom O'Connor cuando bebe cerveza y deja que se le escape la nostalgia; sólo que Tom lo cuenta, si no lo canta, y yo no tenía a quien contar. ¿Sabes que al llegar a lo intricado, cierto lugar del bosque donde sólo el bosque se ve y se escucha, nada humano alrededor, el cielo en lo alto y el atardecer encima, me dio miedo de algo, no podría decirte qué? De los hombres no era, por supuesto. Me vino de pronto el deseo de escapar, y lo hice con torpeza, alrededor del punto aquel, alejándome apenas, y las tinieblas llegando: hasta que hallé la vereda, y la cabaña solitaria, pero ya familiar, me recogió como un seno. No te lo dije; algunas otras cosas te oculto. Ya irán saliendo, si nos conciernen. Ayer, miércoles, era ya la medianoche cuando llegamos al embarcadero: miraste en el reloj del automóvil e hiciste un comentario acerca de la cena a la que habíamos asistido juntos: la que ofrecía el Departamento de Lenguas Romances a ese profesor francés que lo sabe todo acerca de Rabelais y al que acompaña una muchacha pelirroja, de cuerpo muy espigado y de modales tranquilos: parecen enamorados o te lo pareció a ti, porque yo, la verdad, no había parado mientes ni en sus miradas ni en sus delicadezas. Pero tú me dijiste, cuando ella acudió a socorrerle porque se había atragantado y tosía como si fuera a ahogarse: «Esa chica le quiere», y, un momento después, a la vista de las finezas con que él respondía al socorro: «Ésos se aman». Yo te dije al oído que hallaba la conjetura en cierto modo audaz y de escaso fundamento, y creo recordar que añadí algo al respecto de esa manía tuya que te conduce a ver, en donde no los hay, amores en precario: lo serían, en caso de existir, los del especialista en Rabelais y la chica pelirroja, mucho más joven que él. Pero, aún así, ¿para qué enternecerte?, ¿por qué sentir tristeza? He descubierto hace tiempo que los amores difíciles los haces tuyos; más, si son imposibles. Se había levantado el chairman con la copa en la mano, y empezaba el discurso. Me dio tiempo a pensar en la historia de Agnesse, vagamente sabida, aunque no en los episodios amorosos, mal conocidos entonces. Fue Claire quien me la descubrió, personaje curioso e increíble, si bien se le notaba (a Claire) que de quien quería hablar era de ti; se refirió a vosotras poco tiempo después de aquella noche en que escuchaste en mi casa El Lamento de Ariadna y en que de modo tan poético se inició nuestra amistad: no fue un cuento repentino, sino muy preparado y abundante en precauciones, y después de unos preámbulos con referencia a ciertos árboles que crecen uno en el tronco del otro, o que se le instala en un costado: lo cual llevó el coloquio al tema de los bosques, y le conté cómo una noche que ahora ya me resulta tan antigua como mi corazón, bajando por la ladera de una montaña alemana, experimenté la sensación, o acaso el sentimiento, de penetrar en un ámbito sagrado, que lo sagrado caía sobre mí, como el relente, desde las hojas de los tilos y me dejaba envuelto, poseído, un poco estremecido: lo mismo, más o menos, que acabo de contarte del centro de la Isla y del miedo que pasé ante el mysterium tremendum, ahora ya identificable. Pero el bosque alemán de que te hablo, selva más bien, no era de los sonoros, sino de los silentes, y se notaba en seguida que detrás quedaba un hueco, quizá el vacío, hasta distancias inconcebibles y oscuras. Claire me dijo que nunca había llegado a tanto, quizá a causa de su tendencia infantil a la incredulidad, pero sí a mantener con el bosque en su conjunto y como entidad unitaria, ya que así lo había imaginado siempre, relaciones personales basadas sobre todo en la conversación, y que el que rodeaba su aldea, poblado de coniferas y de abundantes espíritus sutiles, que además se detenía al borde del riachuelo, lo saltaba, y continuaba después, era locuaz hasta la irritación y la sospecha, y sus informes acerca del baile de las hadas y del lugar en que los gnomos fabrican sus tenedores de oro los recibía Claire como inapreciables, «si bien jamás hallé tesoros ni vi hadas danzantes, pero esto obedece de seguro a alguna limitación personal, falta de sueño o exceso de proteínas», concluyó; pero como lo que a mí me importaba era el caso de Agnesse y el modo de vivir el haya en el tronco del roble, Agnesse en Ariadna, arriesgué cierto tipo de mofa, efectivo aunque en el fondo inofensivo, acerca de las facultades lingüísticas del bosque, lo cual no agradó del todo a Claire, que ya sabes cómo goza dejando que le ascienda la fantasía hasta lugares desde los que más tarde el regreso se le pone difícil: pues de un brinco saltó desde el bosque al sillón del despacho en que estábamos hablando, que era el mío (y por cierto sonaba en el tocadiscos la Sonata a Kreutzer, que él me había solicitado), y me dijo: «Mire, eso de Agnesse usted no podrá creerlo, su condición de meridional materialista se lo estorba; pero yo, sí: lo creo a pies juntillas. ¿Sabe que consiste en que cierta persona crezca dentro de otra?». «¿Como Napoleón dentro de usted?», le respondí con sorna; y él, en un principio, me envió a paseo, y quedó un rato largo en silencio, escuchando a Oistrack; pero, después, reconoció que el caso tenía bastante de increíble, al menos en los términos en que él lo había enunciado; que, desde luego, el uso del verbo crecer no era apropiado, ya que, más que de un crecimiento, se trataba de una acumulación, tal vez de una instalación, de la que resultaba a fin de cuentas lo mismo, es decir, una entidad viviente a la que convendría en todo caso aplicar los últimos descubrimientos y las últimas afirmaciones acerca de su esencia y consistencia sacadas de la psicología conductista y de las modernas teorías del personaje. Yo creo que fue esa tarde cuando me reveló, por fin, el intríngulis de lo de Agnesse y tú, y te confieso que todavía hoy, al recordarlo, se reproduce mi estupefacción, más que sorpresa, porque nunca hubiera esperado de un espíritu como el de Claire, tan científico (a pesar de sus escapatorias al bosque de su infancia), una invención parecida y un plan tan fuera de lo sensato. De acuerdo en que yo sea un meridional materialista, aunque ya lo discutiremos; pero, ¿es necesariamente mentecato el que toma a chacota esa idea descabellada de Claire? Primero me explicó someramente las relaciones de Agnesse con el tatarabuelo poeta, si bien añadió una nota bibliográfica para que ampliase el tema por mi cuenta, por cuanto Agnesse, a causa precisamente de tales relaciones, es hoy una de esas personas que asoman su perfil (el de Agnesse fue un tanto aquilino) a las páginas de la historia literaria, apartado de las biografías escandalosas, y ha suscitado por tanto estudios en los que se la considera con independencia del personaje de quien recibió como un regalo el derecho a que se la tenga en cuenta. Después me refirió que en una de las cartas de Agnesse ya publicadas (por quién y cuándo no viene al caso), figura una frase reveladora de que sabía cómo, cuándo y por quién había sido inventado Napoleón, lo cual la trasmuta, de amante duradera y en cierto modo cargante del gran poeta autor de las Erotic melodies , en testigo inapreciable de un hecho histórico que, gracias a Claire, el mundo entero habrá de considerar ahora a la luz de ciertos descubrimientos incalculados; por último, y eso fue lo chocante, me comunicó su convicción de que sembrando en tu memoria cuanto se sabe de Agnesse, de modo que con todo ello se formase una especie de molde o vaciado de su personalidad, ella acudiría a habitarlo, más o menos como las almas de los egipcios habitaban sus efigies. Reconozco que semejante invención no es más que un ardid relativamente ingenioso y bastante culturalista para enmascarar su propósito de utilizarte como una médium cualquiera, aunque no cualquiera, sino tú, y que todo eso del personaje sembrado o injertado en tu interior no es más que una manera de designar la preparación técnica a que te tiene sometida, que incluye lógicamente una información completa acerca de la persona que va a ocuparte, que va a sustituir tu alma y a hablar con tu lengua. Evidentemente, así se entiende mejor, pero no por eso me convence. Pues él espera, o al menos eso me dijo, que por ese procedimiento, y con tu mediación, averiguará un día lo que por los caminos naturales, quiero decir, científicos, no puede descubrir: quién inventó a Napoleón, cuándo, por qué. Él se lo preguntará a Agnesse, y tú le responderás, ¡como una güija!, ¡como una mesa parlante! Pienso a veces que todo esto, por lo que a mí respecta, no es más que una broma de Claire; por lo que a ti concierne, un modo de tenerte atrapada por medios que no son los normales entre un hombre y una chica. Porque debe de ser al menos entretenido eso de sembrar en tu memoria semillas de Agnesse para que su doble crezca dentro de ti. Entretenido y fascinante, claro; aunque no sé si no correréis el riesgo, tú sobre todo, de que la vida que pueda cobrar Agnesse en tu memoria sea a costa de la tuya, de manera que un día su cuerpo vivo acabe por abrirse camino y salir a la luz desde tu cuerpo muerto: recuerda que, operaciones parecidas, hemos leído algunas, desde el maldito Poe hasta el maldito Wilde. A lo mejor ya se le ha ocurrido la idea a Claire, a quien considero capaz de entusiasmarse con ella. Conviene tener en cuenta, y es posible que lo hagas, que cuando Claire me dijo lo que me dijo, se hallaba ya seriamente amenazado, si bien no supiera todavía de qué, pues aunque su libro no se había publicado (lo fue dos semanas después, acuérdate), algún juego de pruebas compaginadas y con el texto definitivo se había filtrado de la imprenta, había llegado a Harvard, y la gente insinuaba que Claire, reputado historiador y profesor excelente, había alcanzado por caminos irreprochables la condición de verdadero novelista, por cuanto del manejo escrupuloso de documentaciones y fuentes fidedignas extraía conclusiones fantásticas y, sobre todo, divertidas: pues eso fue lo primero que se dijo acerca de su libro cuando sólo se conocía bajo cuerda. Recordarás el día en que nuestro presidente llamó a Claire y le mostró la carta recibida de un grupo de colegas «concienzudos v responsables», la flor y nata de los historiadores de la Nueva Inglaterra, los cuales acudían a él (al presidente) con el ruego de que interpusiese su autoridad o su poder para impedir o estorbar al menos la difusión de un libro «que colmará de ridículo a su autor, a los amigos del autor, a las universidades en que se ha formado, a los profesores de quienes ha aprendido, a la institución en que trabaja, a sus alumnos, y a los posibles lectores de semejante mamotreto». Nosotros, quiero decir, tú y yo, esperábamos el regreso de Claire en su mismo despacho, entre sus cachivaches estilo imperio, sus retratos de Napoleón, el plano de la batalla de Austerlitz en sus fases principales, y aquella copia al óleo del retrato que pintó Rodney de la condesa de Lieven y que no sé qué pito toca en aquel conjunto: un par de largas horas hablando por hablar y sin que ninguna de las conversaciones iniciadas cuajase debidamente en coloquio. Sobrevenían silencios, verdaderos buracos de vacío que rompías con un grito, el ¡ ay! que te provocaba lo que estabas imaginando, o con una pregunta reiterada hasta el exceso. ¡Caray!, por mucho que se quiera a un hombre, es bastante lo que se puede preguntar de él, y no aquel invariable e igualmente modulado «¿Tú crees que le sucederá algo?» con que alterabas o interrumpías el curso de mis conjeturas. Me decidí a decirte, finalmente, que el presidente le mostraría, aunque quizá también se la leyese, la carta de los colegas (de la que nos habíamos enterado por una confidencia) y le explicaría después el brete en que pondría a la Administración de persistir en la intención de que se publicara el libro: hasta el punto de que, en tal caso, la Administración se reservaría el derecho de revisar y considerar el contrato de trabajo que, desde hacía tantos años, unía a Claire a la universidad: concierto del que las partes habían sacado evidentes beneficios, ella de honor, él de dinero. «¿Eso quiere decir que lo echarán?» «Probablemente.» «Pero, ¿por qué? ¿No es el suyo un gran libro?» «E1 más importante de los de historia escritos desde hace varios siglos, el que descubre lo que nadie debiera haber descubierto, lo que a nadie conviene que se sepa.» «Pero, ¿existió Napoleón o no existió?» «Leído el libro de Claire, creo que no.» «¿Entonces?»